México, Distrito Federal. Desde
hace mucho tiempo hablamos de paz, pedimos paz, exigimos paz. Una palabra
hermosa que significa ausencia de conflictos, de violencia, un periodo de
estabilidad. Sin embargo, esa palabra está curiosamente amasada con el fermento
de la violencia: se habla de combate a la pobreza y al crimen, de campañas
electorales y de vacunación, de lucha contra el hambre, de explotación de
recursos, de guerra contra las drogas, en síntesis, de estrategias –en el
sentido literal de “planes de guerra”– para la paz.
Las palabras no son inocentes.
Son nuestro mundo y nuestra percepción, y tarde o temprano sus contenidos se
vuelven, como hoy, una realidad atroz.
Sin embargo y, por lo mismo,
en esta lengua llena de agresión es cada vez más importante recuperar un
verdadero sentido de la paz.
Iván Illich decía, con justa
razón, que “la paz tiene un sentido diferente en cada época y en cada atmósfera
cultural”. Esa diversidad, que reviste un significado diferente entre el poder
y la gente –el poder dice que hay que “mantener o crear la paz”, la gente pide
que “la dejen en paz”–, se perdió desde que la idea de desarrollo y el
ingrediente del dinero se convirtieron en un valor absoluto que se impuso como
paz para todos.
Nuestra idea de paz es, en
este sentido, tremendamente violenta. Hunde sus raíces en la pax romana, en una
paz imperial. Cuando el gobernador romano –recuerda Illich– blandía las enseñas
de sus legiones y las plantaba en un territorio ocupado, no miraba como el
judío, por ejemplo –que al pronunciar shalom pedía las bendiciones de la
justica que sólo Dios podía dar a las 12 tribus de pastores recién
sedentarizadas–, hacia el cielo. Por el contrario, miraba hacia una ciudad
lejana que imponía en ese territorio su ley y su orden. De hecho, la palabra
pax era el resultado de un pacto y de un tributo –pago y pacto derivan de pax.
Ambos términos han decaído.
Shalom, como otra infinidad de palabras que hablan de particulares formas de la
paz, se retiraron al reino privado de la religión o al terreno de formas de
vida –pienso en las comunidades indígenas– cada vez más acosadas por el
desarrollo y el crimen. Pax, en cambio, invadió el mundo como paz, peace, paix,
pace, etcétera, y, usada por las élites dirigentes, ha servido para todo tipo
de violencias: desde Constantino, que la usó para transformar la cruz en
ideología, hasta los últimos gobiernos estadunidenses para justificar su
injerencia en Medio Oriente.
A partir de 1949, cuando Harry
Truman –dos años después de arrojar la bomba atómica también en nombre de la
paz– anunció su programa de ayuda técnica a los países subdesarrollados,
llamado Punto Cuatro, el desarrollo económico se volvió también el centro de la
paz. Desde entonces México –por no hablar de todos los países– ha estado
azotado por constantes tsunamis de sacrificios en beneficio de una sucesión de
programas dirigidos siempre a “elevar la ganancia por habitante” para alcanzar
a los países desarrollados.
Sin embargo, tanto los
expertos que promueven ese tipo de programas bajo la ideología del liberalismo
económico, como los políticos que los contratan y apoyan, lo único que han
hecho –a semejanza de la pax romana– es arrasar territorios y formas de vida, es
decir, “tejido social”. Al someter a todos a la violencia de una producción y
un aumento del consumo, han generado formas inéditas de despojo, miseria y
violencia. La paz económica creó un medio en el que las condiciones en que las
actividades de la subsistencia florecían se eliminaron para convertirse en
empleo escaso y recursos explotables.
Hasta el siglo XII pax, en su
sentido profundo, tenía que ver con la preservación de los pobres y sus medios
de subsistencia de la violencia de la guerra. Por sanguinaria que fuese una
guerra entre señores, la paz de la gente común preservaba la cosecha y el
ganado. “La paz de la tierra” salvaguardaba también los valores de uso común
contra las intrusiones armadas.
Con el nacimiento del
Estado-nación y luego del desarrollo, la subsistencia y sus múltiples tejidos
sociales no han dejado de ser víctimas de una agresión pretendidamente pacífica
que, en nombre del mercado, las arrasa de formas cada vez más brutales. La paz
del desarrollo no sólo transforma valores de uso en valores de cambio, sino que
transforma a la gente en ejércitos de reserva para usos mercantiles y deja a
poblaciones enteras a la deriva, sin oficio ni beneficio. Miserabilizadas,
desposeídas, esas franjas marginales y cada vez mayores quedan abandonadas a
las grupos criminales que les imponen la misma lógica económica de formas
absolutamente totalitarias. La paz del desarrollo no es sólo violenta en su
aparente pacifismo; genera también la violencia en la que vivimos, una
violencia cuya suma es cero: la ganancia de unos a costa de la pérdida en
sufrimiento, dolor y muerte de otros.
Retejer tejido, una expresión
que, al igual que “paz”, carece de contornos precisos, implica salir de esa
lógica económica que trajo el desarrollo y el dinero. Sin ese escape, “paz” y
“tejido social” serán palabras sin significado, buenas para ganar elecciones y
continuar el imperio de la violencia que se ahonda.
Además opino que hay que
respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos,
derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las
asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro,
liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar
la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.
Javier Sicilia.
Proceso.com.mx. 31/07/13