Monterrey, Nuevo León. Estoy entendiendo de distinta forma la definición que guardaba Alfonso Reyes del regiomontano. Al definirlo como "un paladín en blusa de obrero, un filósofo sin saberlo", pensaba que Reyes idealizaba a un pueblo callado. Sin embargo, muchos años después, la guerra y la posibilidad diaria de morir nos ha puesto a todos a filosofar. Advertir que nuestra muerte podría suceder en cualquier momento nos está transformando de formas insospechadas, ¿lo ha notado?
Y no me refiero a la crueldad exacerbada de unos pocos, ni a las infancias truncadas por la metralleta. La violencia desatada y la incapacidad de las autoridades para contenerla nos ha obligado a quedarnos con la papa caliente entre las manos. Así hemos iniciado reflexiones vitales. Acusar e insultar a las autoridades, ya lo hemos visto, no ha solucionado el problema. Nos libera momentáneamente de un grito ahogado, pero el terror se multiplica cuando vemos que no valen las palabras, ni las razones.
En cambio, y aunque a la manifestación nacional del miércoles fuimos pocos, estoy convencida de que cada vez somos más quienes llegamos a la conclusión de que esta guerra no sólo es el resultado de una sádica obsesión de quienes nos gobiernan, sino la factura de varias cuentas pendientes. Cuentas que adeudamos casi todos, con excepción de las niñas y los niños.
Quienes saben que la paz nunca es conquistada por la vía armada han decidido abonar al proceso de reconciliación social desechando algunas conductas que ahora reconocen como antisociales. Las reflexiones de Javier Sicilia, sobre todo las que se centran en la compasión hacia los jóvenes mexicanos que asesinan por dinero, nos convocan a practicar sentimientos colectivos que antes desechamos por avaricia, como la solidaridad y el respeto.
Ahora, con la casa en llamas, es más absurdo pelear por lo que antes parecía importante. Ahora, extraviados como nunca, hacemos un exhaustivo ejercicio de memoria para recordar cuántas veces optamos por la dirección equivocada. Conceder al poder y al dinero las dos sillas de honor y comportarnos como sus sirvientes ha sido el argumento de la historia que hemos escrito en los últimos 30 años.
Las principales víctimas de esta historia no somos nosotros, que recientemente tememos salir a la calle, sino quienes mueren por no tener dinero para comer o para curarse. Los grandes perdedores de esta guerra son quienes se han acostumbrado a la marginación. El derecho a la vida está seriamente comprometido en este País, pero esto no es un fenómeno reciente.
Lo más trágico de morir por una bala perdida es caer asesinado por una persona que sabe que su propia cabeza tiene un precio. ¿Cómo es un día cotidiano en la vida de un sicario?, ¿cómo ha sido la vida de un joven soldado? Quien mata por dinero o por poder está sufriendo profundamente, eso no lo podemos perder de vista. Quien paga por la cabeza de alguien jamás ha escuchado que la comunidad lo necesita. Ésta es la gran desgracia instalada en México.
Por eso he dejado de ponerle nombre y apellido al fracaso. Me parece importante fijar posturas básicas sobre la negligencia deliberada de las autoridades, pero el problema no se resolvería aunque se fueran todos. De hecho, me suena a gran estafa la campaña golpista orquestada en contra de Rodrigo Medina. No hay cómo defenderlo, ni intento parecer su abogada, pero me parece no sólo patético, sino deprimente que alguien pretenda aprovechar esta crisis para capitalizarse políticamente pues, en lo profundo, se trata de una crisis moral.
En la concentración ciudadana del miércoles pasado se escuchó más fuerte el deseo de una reconciliación que la diatriba o el desahogo encolerizado.
Sí, muchos se han envenenado de miedo, por eso desesperan, por eso creen saber quién es el culpable. Otros, en cambio, han iniciado un proceso necesario de revisión personal, familiar y colectivo. Unos van en el tren de la guerra, aunque digan detestarla; los otros han decidido tomar el camino de la paz.
Ximena Peredo. El Norte. Opinión. p. 8. 8/4/2011