San Salvador, El Salvador. El proceso de paz salvadoreño, que ha sido calificado en distintos momentos por la Organización de las Naciones Unidas como ejemplar, y en verdad lo es entre los diversos procesos de la misma índole que tuvieron lugar durante aquellos años, se dio en un momento histórico universal sin precedentes. En 1989 se empezaba a disolver la bipolaridad que había prevalecido en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial, y en esos mismos días estaba iniciándose en forma la negociación que llevaría a la conclusión política de nuestro conflicto interno; el 11 de noviembre de aquel año comenzó la última gran Ofensiva militar de la guerra, la cual, al fracasar como tal, le abriría el camino al acuerdo, y un día antes había caído por su propio peso el Muro de Berlín; a fines de diciembre de 1991 se extinguió la Unión Soviética y al mismo tiempo concluía en la sede de la ONU en Nueva York la fase sustantiva de la negociación del Acuerdo de Paz, que se firmaría el 16 de enero.
El concepto de “cultura de paz” fue intensamente promovido por la UNESCO allá en los años noventa, bajo el impulso intelectual del Director General de dicho organismo internacional del sistema de Naciones Unidas, el español Federico Mayor Zaragoza. Eran los años inmediatamente posteriores a lo que fue el desagüe repentino de la Guerra Fría, a raíz del colapso del sistema soviético en Europa, que se produjo en un otoño insólito. Se extinguía así, con una especie de “sorpresivo histórico” que prácticamente nadie fue capaz de anticipar, una larga época de tensiones dominadas por el fantasma de la guerra nuclear, cuyas llaves estaban en manos de las dos superpotencias, que a diario se enseñaban los dientes cuidándose muy bien de evitar toda forma de mordisco directo. Era una forma perfectamente astuta de hacer valer la “amenaza de guerra final” como instrumento superior de dominación.
De un día para otro, lo global haría un giro dramático. Del ejercicio concentrado de dominación al ejercicio disperso de expansión. Durante el período de la bipolaridad internacional, que transcurrió con voluntad de permanencia indefinida entre 1945 y 1989, todo estaba concentrado en el control directo del poder; a partir de aquel momento, que Stefan Zweig hubiera puesto en la primera línea de los momentos estelares de la humanidad, nada volvería a ser concentrable al mismo estilo, y, por el contrario, lo que empezaríamos a vivir en todas partes sería la desconcentración difusa del poder. Se ha tratado de un salto de realidad que reedita sin preanuncios el concepto de lo global, y no como programado ejercicio teórico, sino como experiencia abierta en el plano de los hechos reales. Este cambio de escenario nos ubica, de inmediato, en el ámbito de la cultura, y en este caso, de una nueva o al menos novedosa cultura.
El término cultura se ha prestado siempre a muchas divagaciones, y por eso es cada vez más evasivo. En estos tiempos de aperturas globalizadoras en todos los órdenes, la cultura, como fenómeno radicalmente humano, tiene que reconocer, aceptar y asumir la multiplicidad de sus sentidos, para contribuir al equilibrio global que los tiempos nos demandan a todos, poderosos o débiles, influyentes o anónimos, pujantes o expectantes. Construir esa cultura acorde con las posibilidades del presente y las demandas del futuro es un reto de primera línea, y sin escapatoria. La lógica del “mundo mundializado” –valga la aparente redundancia– sólo puede sostenerse si hay una cultura también mundializada: una cultura que se ubique por encima de las diversas y localizadas culturas tradicionales. Esa tendría que ser la cultura de paz.
¿Y por qué una cultura de paz? En primer lugar, porque lo que ha prevalecido desde siempre, y desde luego también en la contemporaneidad, es la incultura de la guerra, atropelladora y desalmada hasta el paroxismo. Esto no quiere decir que estemos hablando de un sueño irrealizable: el de un mundo sin conflictos. Conflictos siempre habrá, porque las contradicciones vienen desde la interioridad del ser humano: de lo que se trata es de administrar las contradicciones, independientemente de su magnitud y de su agresividad, para que se instale en todas partes una auténtica convivencia pacífica. Esto no puede surgir de ningún mandato, ni responder a ningún designio: tiene que ser producto del trabajo expansivo de los valores en acción; y de tres de ellos en primera línea: respeto, solidaridad, amor al prójimo.
Hay que insistir en una cuestión básica para que este esfuerzo pueda prosperar de veras como activador de un nuevo y diferente modelo de vida en sociedad: el hecho de que la reingeniería de las actitudes debe iniciar en el individuo, en su carácter, en su voluntad, en su autovaloración como persona. Y por consiguiente la cultura de paz se construye en el día a día del vivir de los seres humanos con nombre y apellido. La educación, tanto en el hogar como en la escuela y en el ambiente social, es determinante al respecto. Habría que ir desactivando, en todos esos ámbitos de convivencia, los factores que inducen a la guerra, entendida ésta en el más amplio sentido del término. Guerra interior, guerra interpersonal, guerra comunitaria. Para que la paz se vuelva vida hay que hacer que la vida se abra a los estímulos y a los desafíos de la paz.
David Escobar Galindo. Ensayista y escritor salvadoreño
Cambio 3.com 25/01/2012