El Papa: Las "guerras" que se
combaten en la economía "no son menos crueles”. Roma, Italia. El
Papa Francisco advierte en su primer mensaje para la XLVII Jornada Mundial de
la Paz, que se celebrará el próximo 1 de enero, de que a los enfrentamientos
armados se suman otras "guerras menos visibles" pero igual de
"crueles" que las que se combaten en la economía y en las finanzas.
"A las guerras hechas de enfrentamientos
armados se suman otras guerras menos visibles, pero no menos crueles, que se
combaten en el campo económico y financiero con medios igualmente destructivos
de vidas, de familias, de empresas", asegura.
En un
mensaje titulado 'La fraternidad, fundamento y camino para la paz' y publicado
este jueves, el Papa recuerda que la vocación de las personas es "la
fraternidad", cuya fuente es "la familia", y no el
"egoísmo" ni la "globalización de la indiferencia que poco a
poco habitúa al sufrimiento del otro".
Además, ha recordado que en la familia de Dios
"no hay vidas descartables", no como lo que fomentan, a su juicio,
"las nuevas ideologías caracterizadas por el individualismo, el
egocentrismo y el consumismo".
Por
ello, entre otras peticiones, reclama políticas dirigidas a "atenuar una
excesiva desigualdad de la renta" así como otras que aseguren a las
personas el acceso a "los capitales, los servicios, los recursos
educativos, sanitarios y tecnológicos" para combatir el "grave
aumento de la pobreza relativa", la que causa desigualdades entre personas
que conviven en un determinado contexto o región.
A su
juicio, las "graves" crisis financieras y económicas se deben al
"progresivo alejamiento de Dios y del prójimo" y han llevado a muchos
a buscar la felicidad y el bienestar "en el consumo y la ganancia más allá
de la lógica de una economía sana".
En este
sentido, apunta que el hecho de que las crisis económicas se sucedan una tras
otra debe llevar a los responsables a "revisar los modelos de desarrollo
económico" y a un cambio en los estilos de vida. Aunque también precisa
que la crisis "con grandes consecuencias para la vida de las
personas", puede ser una ocasión de recuperar virtudes como la prudencia,
la templanza, la justicia y la fortaleza.
Llamamiento al desarme nuclear y químico
Por
otra parte, Francisco hace un llamamiento al desarme total, comenzando por el
nuclear y químico pues, según precisa, "mientras haya una cantidad tan
grande de armamentos en circulación como hoy en día, siempre se podrán
encontrar nuevos pretextos para iniciar las hostilidades". Además, exhorta
encarecidamente a quienes siembran la violencia y la muerte: "Renuncien a
las armas". Y afirma que es posible que el hombre convierta, también
aquellos "que han cometido crímenes atroces".
Asimismo,
se detiene en otros problemas que afectan al mundo como la corrupción,
"hoy tan capilarmente difundida", el blanqueo ilícito y la
especulación financiera y "el drama lacerante de la droga, con la que
algunos se lucran despreciando las leyes morales y civiles".
También,
piensa en: el fenómeno de la trata de seres humanos "con cuya vida y
desesperación especulan personas sin escrúpulos"; la "tragedia"
de la explotación laboral; la "devastación" de los recursos naturales
y la contaminación; los delitos y abusos a menores; la "desatención"
a inmigrantes; la prostitución "que cada día cosecha víctimas inocentes,
sobre todo entre los más jóvenes robándoles el futuro"; y las condiciones
"inhumanas" de muchas cárceles.
Finalmente,
el Pontífice pide que se respete y custodie la naturaleza e invita a
reflexionar sobre la jerarquía en las prioridades a las que se destina la
producción para que nadie pase hambre.
Europa
Press.es. 12/12/13
http://www.europapress.es/sociedad/noticia-papa-guerras-combaten-economia-no-son-menos-crueles-20131212145102.html
Mensaje de Francisco para la celebración de
la XLVII Jornada Mundial por la Paz (1 de Enero de 2014)
La Fraternidad, fundamento y camino para la
Paz
Vaticano. 1. En este mi primer
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, quisiera desear a todos, a las
personas y a los pueblos, una vida llena de alegría y de esperanza. El corazón
de todo hombre y de toda mujer alberga en su interior el deseo de una vida
plena, de la que forma parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita
a la comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o
contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer.
De
hecho, la fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un ser
relacional. La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver y a
tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero hermano; sin
ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de una paz estable y
duradera. Y es necesario recordar que normalmente la fraternidad se empieza a
aprender en el seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades
complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre y de la
madre. La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso es también el
fundamento y el camino primordial para la paz, pues, por vocación, debería
contagiar al mundo con su amor.
El
número cada vez mayor de interdependencias y de comunicaciones que se
entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la conciencia de que todas las
naciones de la tierra forman una unidad y comparten un destino común. En los
dinamismos de la historia, a pesar de la diversidad de etnias, sociedades y
culturas, vemos sembrada la vocación de formar una comunidad compuesta de
hermanos que se acogen recíprocamente y se preocupan los unos de los otros. Sin
embargo, a menudo los hechos, en un mundo caracterizado por la “globalización
de la indiferencia”, que poco a poco nos “habitúa” al sufrimiento del otro,
cerrándonos en nosotros mismos, contradicen y desmienten esa vocación.
En
muchas partes del mundo, continuamente se lesionan gravemente los derechos
humanos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida y a la libertad
religiosa. El trágico fenómeno de la trata de seres humanos, con cuya vida y
desesperación especulan personas sin escrúpulos, representa un ejemplo
inquietante. A las guerras hechas de enfrentamientos armados se suman otras
guerras menos visibles, pero no menos crueles, que se combaten en el campo
económico y financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de
familias, de empresas.
La
globalización, como ha afirmado Benedicto XVI, nos acerca a los demás, pero no
nos hace hermanos [1]. Además, las numerosas situaciones de desigualdad, de
pobreza y de injusticia revelan no sólo una profunda falta de fraternidad, sino
también la ausencia de una cultura de la solidaridad. Las nuevas ideologías,
caracterizadas por un difuso individualismo, egocentrismo y consumismo
materialista, debilitan los lazos sociales, fomentando esa mentalidad del
“descarte”, que lleva al desprecio y al abandono de los más débiles, de cuantos
son considerados “inútiles”. Así la convivencia humana se parece cada vez más a
un mero do ut des pragmático y egoísta.
Al
mismo tiempo, es claro que tampoco las éticas contemporáneas son capaces de
generar vínculos auténticos de fraternidad, ya que una fraternidad privada de
la referencia a un Padre común, como fundamento último, no logra subsistir [2].
Una verdadera fraternidad entre los hombres supone y requiere una paternidad
trascendente. A partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la
fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse «prójimo» que se preocupa
por el otro.
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn4,9)
2. Para
comprender mejor esta vocación del hombre a la fraternidad, para conocer más
adecuadamente los obstáculos que se interponen en su realización y descubrir
los caminos para superarlos, es fundamental dejarse guiar por el conocimiento
del designio de Dios, que nos presenta luminosamente la Sagrada Escritura.
Según
el relato de los orígenes, todos los hombres proceden de unos padres comunes,
de Adán y Eva, pareja creada por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gn 1,26), de
los cuales nacen Caín y Abel. En la historia de la primera familia leemos la
génesis de la sociedad, la evolución de las relaciones entre las personas y los
pueblos.
Abel es
pastor, Caín es labrador. Su identidad profunda y, a la vez, su vocación, es
ser hermanos, en la diversidad de su actividad y cultura, de su modo de
relacionarse con Dios y con la creación. Pero el asesinato de Abel por parte de
Caín deja constancia trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser
hermanos. Su historia (cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la
tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose
los unos de los otros. Caín, al no aceptar la predilección de Dios por Abel,
que le ofrecía lo mejor de su rebaño –«el Señor se fijó en Abel y en su
ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su ofrenda» (Gn 4,4-5)–, mata a Abel por
envidia. De esta manera, se niega a reconocerlo como hermano, a relacionarse
positivamente con él, a vivir ante Dios asumiendo sus responsabilidades de
cuidar y proteger al otro. A la pregunta «¿Dónde está tu hermano?», con la que
Dios interpela a Caín pidiéndole cuentas por lo que ha hecho, él responde: «No
lo sé; ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Después –nos dice el
Génesis–«Caín salió de la presencia del Señor» (4,16).
Hemos
de preguntarnos por los motivos profundos que han llevado a Caín a dejar de
lado el vínculo de fraternidad y, junto con él, el vínculo de reciprocidad y de
comunión que lo unía a su hermano Abel. Dios mismo denuncia y recrimina a Caín
su connivencia con el mal: «El pecado acecha a la puerta» (Gn 4,7). No
obstante, Caín no lucha contra el mal y decide igualmente alzar la mano «contra
su hermano Abel» (Gn 4,8), rechazando el proyecto de Dios. Frustra así su
vocación originaria de ser hijo de Dios y a vivir la fraternidad.
El
relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad lleva inscrita en sí una
vocación a la fraternidad, pero también la dramática posibilidad de su
traición. Da testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que está en el fondo de
tantas guerras e injusticias: muchos hombres y mujeres mueren a manos de
hermanos y hermanas que no saben reconocerse como tales, es decir, como seres
hechos para la reciprocidad, para la comunión y para el don.
«Y todos ustedes son hermanos» (Mt 23,8)
3.
Surge espontánea la pregunta: ¿los hombres y las mujeres de este mundo podrán
corresponder alguna vez plenamente al anhelo de fraternidad, que Dios Padre
imprimió en ellos? ¿Conseguirán, sólo con sus fuerzas, vencer la indiferencia,
el egoísmo y el odio, y aceptar las legítimas diferencias que caracterizan a
los hermanos y hermanas?
Parafraseando
sus palabras, podríamos sintetizar así la respuesta que nos da el Señor Jesús:
Ya que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes son hermanos (cf. Mt
23,8-9). La fraternidad está enraizada en la paternidad de Dios. No se trata de
una paternidad genérica, indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un
amor personal, puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser
humano (cf. Mt 6,25-30). Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente
fraternidad, porque el amor de Dios, cuando es acogido, se convierte en el
agente más asombroso de transformación de la existencia y de las relaciones con
los otros, abriendo a los hombres a la solidaridad y a la reciprocidad.
Sobre
todo, la fraternidad humana ha sido regenerada en y por Jesucristo con su
muerte y resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo donde se funda la
fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por sí mismos.
Jesucristo, que ha asumido la naturaleza humana para redimirla, amando al Padre
hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8), mediante su resurrección
nos constituye en humanidad nueva, en total comunión con la voluntad de Dios,
con su proyecto, que comprende la plena realización de la vocación a la
fraternidad.
Jesús
asume desde el principio el proyecto de Dios, concediéndole el primado sobre
todas las cosas. Pero Cristo, con su abandono a la muerte por amor al Padre, se
convierte en principio nuevo y definitivo para todos nosotros, llamados a
reconocernos hermanos en Él, hijos del mismo Padre. Él es la misma Alianza, el
lugar personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos entre
sí. En la muerte en cruz de Jesús también queda superada la separación entre
pueblos, entre el pueblo de la Alianza y el pueblo de los Gentiles, privado de
esperanza porque hasta aquel momento era ajeno a los pactos de la Promesa. Como
leemos en la Carta a los Efesios, Jesucristo reconcilia en sí a todos los
hombres. Él es la paz, porque de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando
el muro de separación que los dividía, la enemistad. Él ha creado en sí mismo
un solo pueblo, un solo hombre nuevo, una sola humanidad (cf. 2,14-16).
Quien
acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce a Dios como Padre y se entrega
totalmente a Él, amándolo sobre todas las cosas. El hombre reconciliado ve en
Dios al Padre de todos y, en consecuencia, siente el llamado a vivir una
fraternidad abierta a todos. En Cristo, el otro es aceptado y amado como hijo o
hija de Dios, como hermano o hermana, no como un extraño, y menos aún como un
contrincante o un enemigo. En la familia de Dios, donde todos son hijos de un
mismo Padre, y todos están injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay
“vidas descartables”. Todos gozan de igual e intangible dignidad. Todos son
amados por Dios, todos han sido rescatados por la sangre de Cristo, muerto en
cruz y resucitado por cada uno. Ésta es la razón por la que no podemos
quedarnos indiferentes ante la suerte de los hermanos.
La fraternidad, fundamento y camino para la
paz
4.
Teniendo en cuenta todo esto, es fácil comprender que la fraternidad es
fundamento y camino para la paz. Las Encíclicas sociales de mis Predecesores
aportan una valiosa ayuda en este sentido. Bastaría recuperar las definiciones
de paz de la Populorum progressio de Pablo VI o de la Sollicitudo rei socialis
de Juan Pablo II. En la primera, encontramos que el desarrollo integral de los
pueblos es el nuevo nombre de la paz[3]. En la segunda, que la paz es opus
solidaritatis [4].
Pablo
VI afirma que no sólo entre las personas, sino también entre las naciones, debe
reinar un espíritu de fraternidad. Y explica: «En esta comprensión y amistad
mutuas, en esta comunión sagrada, debemos […] actuar a una para edificar el
porvenir común de la humanidad»[5]. Este deber concierne en primer lugar a los
más favorecidos. Sus obligaciones hunden sus raíces en la fraternidad humana y
sobrenatural, y se presentan bajo un triple aspecto: el deber de solidaridad,
que exige que las naciones ricas ayuden a los países menos desarrollados; el
deber de justicia social, que requiere el cumplimiento en términos más
correctos de las relaciones defectuosas entre pueblos fuertes y pueblos
débiles; el deber de caridad universal, que implica la promoción de un mundo
más humano para todos, en donde todos tengan algo que dar y recibir, sin que el
progreso de unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros[6].
Asimismo,
si se considera la paz como opus solidaritatis, no se puede soslayar que la
fraternidad es su principal fundamento. La paz –afirma Juan Pablo II– es un
bien indivisible. O es de todos o no es de nadie. Sólo es posible alcanzarla
realmente y gozar de ella, como mejor calidad de vida y como desarrollo más
humano y sostenible, si se asume en la práctica, por parte de todos, una
«determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común»[7]. Lo cual
implica no dejarse llevar por el «afán de ganancia» o por la «sed de poder». Es
necesario estar dispuestos a «‘perderse’ por el otro en lugar de explotarlo, y
a ‘servirlo’en lugar de oprimirlo para el propio provecho. […] El ‘otro’
–persona, pueblo o nación– no [puede ser considerado] como un instrumento
cualquiera para explotar a bajo coste su capacidad de trabajo y resistencia
física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un ‘semejante’ nuestro, una
‘ayuda’»[8].
La
solidaridad cristiana entraña que el prójimo sea amado no sólo como «un ser
humano con sus derechos y su igualdad fundamental con todos», sino como «la imagen
viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la
acción permanente del Espíritu Santo»[9], como un hermano.«Entonces la
conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres
en Cristo, ‘hijos en el Hijo’, de la presencia y acción vivificadora del
Espíritu Santo, conferirá –recuerda Juan Pablo II– a nuestra mirada sobre el
mundo un nuevo criterio para interpretarlo»[10], para transformarlo.
La fraternidad, premisa para vencer la
pobreza
5. En
la Caritas in veritate, mi Predecesor recordaba al mundo entero que la falta de
fraternidad entre los pueblos y entre los hombres es una causa importante de la
pobreza[11]. En muchas sociedades experimentamos una profunda pobreza
relacional debida a la carencia de sólidas relaciones familiares y
comunitarias. Asistimos con preocupación al crecimiento de distintos tipos de
descontento, de marginación, de soledad y a variadas formas de dependencia
patológica. Una pobreza como ésta sólo puede ser superada redescubriendo y
valorando las relaciones fraternas en el seno de las familias y de las
comunidades, compartiendo las alegrías y los sufrimientos, las dificultades y
los logros que forman parte de la vida de las personas.
Además,
si por una parte se da una reducción de la pobreza absoluta, por otra parte no
podemos dejar de reconocer un grave aumento de la pobreza relativa, es decir,
de las desigualdades entre personas y grupos que conviven en una determinada
región o en un determinado contexto histórico-cultural. En este sentido, se
necesitan también políticas eficaces que promuevan el principio de la
fraternidad, asegurando a las personas –iguales en su dignidad y en sus
derechos fundamentales– el acceso a los «capitales», a los servicios, a los
recursos educativos, sanitarios, tecnológicos, de modo que todos tengan la
oportunidad de expresar y realizar su proyecto de vida, y puedan desarrollarse
plenamente como personas.
También
se necesitan políticas dirigidas a atenuar una excesiva desigualdad de la
renta. No podemos olvidar la enseñanza de la Iglesia sobre la llamada hipoteca
social, según la cual, aunque es lícito, como dice Santo Tomás de Aquino, e
incluso necesario, «que el hombre posea cosas propias»[12], en cuanto al uso,
no las tiene «como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el
sentido de que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás»[13].
Finalmente,
hay una forma más de promover la fraternidad –y así vencer la pobreza– que debe
estar en el fondo de todas las demás. Es el desprendimiento de quien elige
vivir estilos de vida sobrios y esenciales, de quien, compartiendo las propias
riquezas, consigue así experimentar la comunión fraterna con los otros. Esto es
fundamental para seguir a Jesucristo y ser auténticamente cristianos. No se
trata sólo de personas consagradas que hacen profesión del voto de pobreza,
sino también de muchas familias y ciudadanos responsables, que creen firmemente
que la relación fraterna con el prójimo constituye el bien más preciado.
El redescubrimiento de la fraternidad en la
economía
6. Las
graves crisis financieras y económicas –que tienen su origen en el progresivo
alejamiento del hombre de Dios y del prójimo, en la búsqueda insaciable de
bienes materiales, por un lado, y en el empobrecimiento de las relaciones
interpersonales y comunitarias, por otro– han llevado a muchos a buscar el
bienestar, la felicidad y la seguridad en el consumo y la ganancia más allá de
la lógica de una economía sana. Ya en 1979 Juan Pablo II advertía del «peligro
real y perceptible de que, mientras avanza enormemente el dominio por parte del
hombre sobre el mundo de las cosas, pierda los hilos esenciales de este dominio
suyo, y de diversos modos su humanidad quede sometida a ese mundo, y él mismo
se haga objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no directamente
perceptible, a través de toda la organización de la vida comunitaria, a través
del sistema de producción, a través de la presión de los medios de comunicación
social»[14].
El
hecho de que las crisis económicas se sucedan una detrás de otra debería
llevarnos a las oportunas revisiones de los modelos de desarrollo económico y a
un cambio en los estilos de vida. La crisis actual, con graves consecuencias
para la vida de las personas, puede ser, sin embargo, una ocasión propicia para
recuperar las virtudes de la prudencia, de la templanza, de la justicia y de la
fortaleza. Estas virtudes nos pueden ayudar a superar los momentos difíciles y
a redescubrir los vínculos fraternos que nos unen unos a otros, con la profunda
confianza de que el hombre tiene necesidad y es capaz de algo más que
desarrollar al máximo su interés individual. Sobre todo, estas virtudes son
necesarias para construir y mantener una sociedad a medida de la dignidad
humana.
La fraternidad extingue la guerra
7.
Durante este último año, muchos de nuestros hermanos y hermanas han sufrido la
experiencia denigrante de la guerra, que constituye una grave y profunda herida
infligida a la fraternidad.
Muchos
son los conflictos armados que se producen en medio de la indiferencia general.
A todos cuantos viven en tierras donde las armas imponen terror y destrucción,
les aseguro mi cercanía personal y la de toda la Iglesia. Ésta tiene la misión
de llevar la caridad de Cristo también a las víctimas inermes de las guerras
olvidadas, mediante la oración por la paz, el servicio a los heridos, a los que
pasan hambre, a los desplazados, a los refugiados y a cuantos viven con miedo.
Además la Iglesia alza su voz para hacer llegar a los responsables el grito de
dolor de esta humanidad sufriente y para hacer cesar, junto a las hostilidades,
cualquier atropello o violación de los derechos fundamentales del hombre [15].
Por
este motivo, deseo dirigir una encarecida exhortación a cuantos siembran
violencia y muerte con las armas: Redescubran, en quien hoy consideran sólo un
enemigo al que exterminar, a su hermano y no alcen su mano contra él. Renuncien
a la vía de las armas y vayan al encuentro del otro con el diálogo, el perdón y
la reconciliación para reconstruir a su alrededor la justicia, la confianza y la
esperanza. «En esta perspectiva, parece claro que en la vida de los pueblos los
conflictos armados constituyen siempre la deliberada negación de toda posible
concordia internacional, creando divisiones profundas y heridas lacerantes que
requieren muchos años para cicatrizar. Las guerras constituyen el rechazo
práctico al compromiso por alcanzar esas grandes metas económicas y sociales
que la comunidad internacional se ha fijado»[16].
Sin
embargo, mientras haya una cantidad tan grande de armamentos en circulación
como hoy en día, siempre se podrán encontrar nuevos pretextos para iniciar las
hostilidades. Por eso, hago mío el llamamiento de mis Predecesores a la no
proliferación de las armas y al desarme de parte de todos, comenzando por el
desarme nuclear y químico.
No
podemos dejar de constatar que los acuerdos internacionales y las leyes
nacionales, aunque son necesarias y altamente deseables, no son suficientes por
sí solas para proteger a la humanidad del riesgo de los conflictos armados. Se
necesita una conversión de los corazones que permita a cada uno reconocer en el
otro un hermano del que preocuparse, con el que colaborar para construir una
vida plena para todos. Éste es el espíritu que anima muchas iniciativas de la
sociedad civil a favor de la paz, entre las que se encuentran las de las
organizaciones religiosas. Espero que el empeño cotidiano de todos siga dando
fruto y que se pueda lograr también la efectiva aplicación en el derecho
internacional del derecho a la paz, como un derecho humano fundamental,
pre-condición necesaria para el ejercicio de todos los otros derechos.
La corrupción y el crimen organizado se
oponen a la fraternidad
8. El
horizonte de la fraternidad prevé el desarrollo integral de todo hombre y
mujer. Las justas ambiciones de una persona, sobre todo si es joven, no se
pueden frustrar y ultrajar, no se puede defraudar la esperanza de poder
realizarlas. Sin embargo, no podemos confundir la ambición con la
prevaricación. Al contrario, debemos competir en la estima mutua (cf. Rm 12,10).
También en las disputas, que constituyen un aspecto ineludible de la vida, es
necesario recordar que somos hermanos y, por eso mismo, educar y educarse en no
considerar al prójimo un enemigo o un adversario al que eliminar.
La
fraternidad genera paz social, porque crea un equilibrio entre libertad y
justicia, entre responsabilidad personal y solidaridad, entre el bien de los
individuos y el bien común. Y una comunidad política debe favorecer todo esto
con trasparencia y responsabilidad. Los ciudadanos deben sentirse representados
por los poderes públicos sin menoscabo de su libertad. En cambio, a menudo,
entre ciudadano e instituciones, se infiltran intereses de parte que deforman
su relación, propiciando la creación de un clima perenne de conflicto.
Un
auténtico espíritu de fraternidad vence el egoísmo individual que impide que
las personas puedan vivir en libertad y armonía entre sí. Ese egoísmo se
desarrolla socialmente tanto en las múltiples formas de corrupción, hoy tan
capilarmente difundidas, como en la formación de las organizaciones criminales,
desde los grupos pequeños a aquellos que operan a escala global, que, minando
profundamente la legalidad y la justicia, hieren el corazón de la dignidad de
la persona. Estas organizaciones ofenden gravemente a Dios, perjudican a los
hermanos y dañan a la creación, más todavía cuando tienen connotaciones
religiosas.
Pienso
en el drama lacerante de la droga, con la que algunos se lucran despreciando
las leyes morales y civiles, en la devastación de los recursos naturales y en
la contaminación, en la tragedia de la explotación laboral; pienso en el
blanqueo ilícito de dinero así como en la especulación financiera, que a menudo
asume rasgos perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos y sociales,
exponiendo a la pobreza a millones de hombres y mujeres; pienso en la
prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes, sobre todo entre los más
jóvenes, robándoles el futuro; pienso en la abominable trata de seres humanos,
en los delitos y abusos contra los menores, en la esclavitud que todavía
difunde su horror en muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente
desatendida de los emigrantes con los que se especula indignamente en la
ilegalidad. Juan XXIII escribió al respecto: «Una sociedad que se apoye sólo en
la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana. En ella, efectivamente,
los hombres se ven privados de su libertad, en vez de sentirse estimulados, por
el contrario, al progreso de la vida y al propio perfeccionamiento»[17]. Sin
embargo, el hombre se puede convertir y nunca se puede excluir la posibilidad
de que cambie de vida. Me gustaría que esto fuese un mensaje de confianza para
todos, también para aquellos que han cometido crímenes atroces, porque Dios no
quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 18,23).
En el
contexto amplio del carácter social del hombre, por lo que se refiere al delito
y a la pena, también hemos de pensar en las condiciones inhumanas de muchas
cárceles, donde el recluso a menudo queda reducido a un estado infrahumano y
humillado en su dignidad humana, impedido también de cualquier voluntad y
expresión de redención. La Iglesia hace mucho en todos estos ámbitos, la mayor
parte de las veces en silencio. Exhorto y animo a hacer cada vez más, con la
esperanza de que dichas iniciativas, llevadas a cabo por muchos hombres y
mujeres audaces, sean cada vez más apoyadas leal y honestamente también por los
poderes civiles.
La fraternidad ayuda a proteger y a
cultivar la naturaleza
9. La
familia humana ha recibido del Creador un don en común: la naturaleza. La
visión cristiana de la creación conlleva un juicio positivo sobre la licitud de
las intervenciones en la naturaleza para sacar provecho de ello, a condición de
obrar responsablemente, es decir, acatando aquella “gramática” que está
inscrita en ella y usando sabiamente los recursos en beneficio de todos,
respetando la belleza, la finalidad y la utilidad de todos los seres vivos y su
función en el ecosistema. En definitiva, la naturaleza está a nuestra
disposición, y nosotros estamos llamados a administrarla responsablemente. En
cambio, a menudo nos dejamos llevar por la codicia, por la soberbia del
dominar, del tener, del manipular, del explotar; no custodiamos la naturaleza,
no la respetamos, no la consideramos un don gratuito que tenemos que cuidar y
poner al servicio de los hermanos, también de las generaciones futuras.
En
particular, el sector agrícola es el sector primario de producción con la
vocación vital de cultivar y proteger los recursos naturales para alimentar a
la humanidad. A este respecto, la persistente vergüenza del hambre en el mundo
me lleva a compartir con ustedes la pregunta: ¿cómo usamos los recursos de la
tierra? Las sociedades actuales deberían reflexionar sobre la jerarquía en las
prioridades a las que se destina la producción. De hecho, es un deber de
obligado cumplimiento que se utilicen los recursos de la tierra de modo que
nadie pase hambre. Las iniciativas y las soluciones posibles son muchas y no se
limitan al aumento de la producción. Es de sobra sabido que la producción
actual es suficiente y, sin embargo, millones de personas sufren y mueren de
hambre, y eso constituye un verdadero escándalo. Es necesario encontrar los
modos para que todos se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no sólo
para evitar que se amplíe la brecha entre quien más tiene y quien se tiene que
conformar con las migajas, sino también, y sobre todo, por una exigencia de
justicia, de equidad y de respeto hacia el ser humano. En este sentido,
quisiera recordar a todos el necesario destino universal de los bienes, que es
uno de los principios clave de la doctrina social de la Iglesia. Respetar este
principio es la condición esencial para posibilitar un efectivo y justo acceso
a los bienes básicos y primarios que todo hombre necesita y a los que tiene
derecho.
Conclusión
10. La
fraternidad tiene necesidad de ser descubierta, amada, experimentada, anunciada
y testimoniada. Pero sólo el amor dado por Dios nos permite acoger y vivir
plenamente la fraternidad.
El
necesario realismo de la política y de la economía no puede reducirse a un
tecnicismo privado de ideales, que ignora la dimensión trascendente del hombre.
Cuando falta esta apertura a Dios, toda actividad humana se vuelve más pobre y
las personas quedan reducidas a objetos de explotación. Sólo si aceptan moverse
en el amplio espacio asegurado por esta apertura a Aquel que ama a cada hombre
y a cada mujer, la política y la economía conseguirán estructurarse sobre la
base de un auténtico espíritu de caridad fraterna y podrán ser instrumento
eficaz de desarrollo humano integral y de paz.
Los
cristianos creemos que en la Iglesia somos miembros los unos de los otros, que
todos nos necesitamos unos a otros, porque a cada uno de nosotros se nos ha
dado una gracia según la medida del don de Cristo, para la utilidad común (cf.
Ef 4,7.25; 1 Co 12,7). Cristo ha venido al mundo para traernos la gracia
divina, es decir, la posibilidad de participar en su vida. Esto lleva consigo
tejer un entramado de relaciones fraternas, basadas en la reciprocidad, en el
perdón, en el don total de sí, según la amplitud y la profundidad del amor de
Dios, ofrecido a la humanidad por Aquel que, crucificado y resucitado, atrae a
todos a sí: «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros; como yo
les he amado, ámense también entre ustedes. La señal por la que conocerán todos
que son discípulos míos será que se aman unos a otros» (Jn 13,34-35). Ésta es
la buena noticia que reclama de cada uno de nosotros un paso adelante, un
ejercicio perenne de empatía, de escucha del sufrimiento y de la esperanza del
otro, también del más alejado de mí, poniéndonos en marcha por el camino
exigente de aquel amor que se entrega y se gasta gratuitamente por el bien de
cada hermano y hermana.
Cristo
se dirige al hombre en su integridad y no desea que nadie se pierda. «Dios no
mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se
salve por Él» (Jn 3,17). Lo hace sin forzar, sin obligar a nadie a abrirle las
puertas de su corazón y de su mente. «El primero entre ustedes pórtese como el
menor, y el que gobierna, como el que sirve» –dice Jesucristo–,«yo estoy en
medio de ustedes como el que sirve» (Lc 22,26-27). Así pues, toda actividad
debe distinguirse por una actitud de servicio a las personas, especialmente a
las más lejanas y desconocidas. El servicio es el alma de esa fraternidad que
edifica la paz.
Que
María, la Madre de Jesús, nos ayude a comprender y a vivir cada día la
fraternidad que brota del corazón de su Hijo, para llevar paz a todos los
hombres en esta querida tierra nuestra.
Francisco
Vaticano, 08/12/13
Citas
[1] Cf.
Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 19: AAS 101 (2009), 654-655.
[2] Cf.
Francisco, Carta enc. Lumen fidei (29 junio 2013), 54: AAS 105 (2013), 591-592.
[3] Cf.
Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 87: AAS 59 (1967),
299.
[4] Cf.
Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 39: AAS
80 (1988), 566-568.
[5]
Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 43: AAS 59 (1967), 278-279.
[6] Cf.
íbid., 44: AAS 59 (1967), 279.
[7]
Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 38: AAS 80 (1988),
566.
[8]
Íbid., 38-39: AAS 80 (1988), 566-567.
[9] Íbid.,
40: AAS 80 (1988), 569.
[10]
Íbid.
[11]
Cf. Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 19: AAS 101 (2009),
654-655.
[12]
Summa Theologiae II-II, q.66, art. 2.
[13]
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 69. Cf. León XIII, Carta enc. Rerum novarum (15 mayo 1891), 19: ASS 23
(1890-1891), 651; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30
diciembre 1987), 42: AAS 80 (1988), 573-574; Pontificio Consejo «Justicia y
Paz», Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, n. 178.
[14]
Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 16: AAS 61 (1979), 290.
[15]
Cf. Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina social de la
Iglesia, n. 159.
[16] Francisco, Carta al Presidente de la
Federación Rusa, Vladímir Putin (4 septiembre 2013): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española (6 septiembre 2013), 1.
[17]
Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963),34: AAS 55 (1963), 256.
Vaticano.va.
08/12/13
http://www.vatican.va/holy_father/francesco/messages/peace/documents/papa-francesco_20131208_messaggio-xlvii-giornata-mondiale-pace-2014_sp.html