No hace
falta ser antropólogo para entender que somos fruto incuestionable de nuestro
pasado antropoide, salvaje y amoral. Es parte de nuestra programación biológica
acometer con fuerza irrefrenable contra cualquier amenaza a nuestra integridad
física. Precisamente, la ciencia ha calculado que nuestra especie humana ha
sobrevivido por cerca de 3,800 millones de años gracias a ese poderoso
instinto.
Pero
nuestra evolución nos ha hecho muy singulares; a diferencia de otras especies
animales, nosotros planificamos el ataque agresivo. Estrategizamos
perversamente la embestida brutal y le llamamos “violencia” (del latín “vis”
con el sufijo “lentus”, cuya conjunción en la palabra “violentia” significa
“uso continuado de la fuerza”), usando el lenguaje como una brida del instinto,
aunque siga siendo mortífero y descontrolado.
Los humanos
comúnmente matamos a otras especies para alimentarnos, entablamos guerras por
el control de territorios, infligimos heridas y muerte a otras personas para
robarnos sus objetos de valor y recurrimos a la fuerza para defender lo que
estimamos y queremos. A menudo, la rivalidad sexual también conduce a la
brutalidad. Pero, al parecer de los científicos, el tamaño de nuestra masa
encefálica nos ha agenciado la capacidad de “socializar”, favoreciendo el
desarrollo de nuestra cultura humana. Precisamente, esa cultura ha sido capaz
de inventarse eso que llaman “paz”, para filtrar el instinto agresivo y
viabilizar un comportamiento aceptable para la mayoría de los miembros de la
comunidad. Sobre todo, ha permitido la estabilidad en las relaciones humanas
favoreciendo el desarrollo de la creatividad y la imaginación, factores que nos
hacen creer “superiores” al resto de las especies vivas del planeta.
Entonces,
si la violencia anida entre los frenos de la cultura, para prevenirla y
controlarla se requiere entonces de una “educación del instinto agresivo”. Se
requeriría de un método de manejo emocional que someta a obediencia la pérdida
del control racional.
La
Organización Mundial de la Salud —entre otras organizaciones— ha elaborado
manuales (“Enfrentando problemas plus”, “Terapia de grupo interpersonal” y
“Pensamiento saludable”) sobre intervenciones psicológicas breves, incluyendo
utilización de la activación de la conducta, el entrenamiento en relajación, el
tratamiento para la resolución de problemas y el fortalecimiento del apoyo
social.
La llamada
“psicoterapia cognitiva-conductual” parte del principio de que la agresividad
se puede convertir en una respuesta rutinaria, familiar y predecible a una
variedad de situaciones. Cuando la agresividad es demostrada frecuente y
agresivamente puede convertirse en un hábito mal adaptado. Es decir, el
bombardeo mediático hostil y violento, en la forma de películas, programas
televisivos y eventos masivos descontrolados, unido a actitudes y expresiones
de intolerancia política, social y de género, se convierten en detonantes de
una rutina de agresión y violencia social.
Sin dejar
de reconocer la validez de los análisis del gobierno y los sectores de opinión
pública sobre los conflictos detonantes de la violencia en Puerto Rico, como lo
son las drogas y las brutales desventajas de clase, hay que reconocer que
aunque la violencia es una manifestación directa de esos conflictos, no debe
ser una consecuencia absoluta que nos desvíe del propósito presente e inmediato
de salvaguardar la seguridad pública.
La
violencia que se vive en Puerto Rico —como en cualquier parte del mundo— debe
hacer considerar la implantación de un programa integral abarcador de control
de agresividad. Este programa puede ser desarrollado con una colaboración
no-partidista y multisectorial, donde converjan el gobierno, el sector cívico y
privado y el acervo científico universitario del País. Habría que pasarles una
alta factura de responsabilidad civil a las iglesias para que aporten algo más
que sus inútiles círculos de oración para la ejecución del programa.
Ya resulta
antipático tanto foro teórico inconsecuente e impráctico, ese regodeo
intelectual que explica, pero no le busca el atajo al problema. En el menos
malo de los casos, formula soluciones a un largo plazo ideal, sacrificando el
presente problemático.
Lo que
necesitamos es un plan de acción coherente y consistente AHORA que permita un
alivio de verdadera paz social en Puerto Rico, con un enfoque salubrista, no
punitivo. Las macanas, la radicalización táctica de la Policía, entre otras
medidas cuasi militares, han probado ser inefectivas.
Puerto Rico
podría reinventarse como una cultura de paz. Falta la voluntad colectiva de
exigir acción. Y eso incluye el poder político para ejecutarlo.
José
Augusto Acevedo. Asesor de Mercadeo y Comunicación Pública
José Augusto Acevedo. ElVocero.com. Puerto Rico, 26/01/2019