Cuando Latinoamérica recuperó la democracia
como forma de gobierno parecía que este sistema llegaba para quedarse
definitivamente. La creencia en sus virtudes, hizo que la satisfacción de los
ciudadanos alcanzara altos niveles de adhesión. Sin embargo, en los últimos
tiempos y ante el aumento de las terribles
realidades sociales, y la debilidad de sus instituciones, se está
haciendo notoria, a partir del descontento popular, la duda sobre la solidez de
las democracias en la región.
Un reciente estudio de Latinbarómetro señala
que menos de uno de cada dos latinoamericanos apoyan la democracia y sólo uno
de cada cuatro está satisfecho con ella. Solo el 26% de los habitantes confía
en sus dirigentes y los partidos políticos y el Congreso retrocedieron un 20%
en la credibilidad popular.
En el plano
político, las demandas de la sociedad son numerosas y escasas las
respuestas. En un contexto dominado por el escepticismo hacia la política como
herramienta de transformación, y hacia la clase política como artífices de esa transformación, el
déficit es notable en asuntos tales como la calidad y representatividad de las
instituciones democráticas, el establecimiento de una justicia independiente
del poder político y económico, la lucha contra la corrupción y el rol de los
partidos políticos como canalizadores de demandas sociales.
En lo económico, la región presenta índices
realmente desalentadores. En su conjunto sólo creció un 0,5% y en lo social,
muestra niveles alarmantes, con un 35% de la población en la pobreza (210
millones de personas), y un 14% en la indigencia (87 millones de personas).Otro
indicador preocupante es la distribución del ingreso, ya que por la desigualdad
de este, es considerada la región menos equitativa del planeta.
Hoy el mayor desafío es el de corregir la
extrema heterogeneidad social y productiva
existente. Las movilizaciones populares que se suceden día a
día, y en donde todos los sectores de la vida política, social y económica presentan un sin fin de demandas, no pueden ser satisfechas en tiempo y forma.
Pero no basta proclamar que la
justicia es el criterio para aprobar o reprobar a los regímenes políticos. Hace
falta determinar además cuál es la concepción de la justicia que tendremos en
cuenta para poder evaluarlos. La discusión acerca de la concepción de la
justicia ha llegado hasta nuestros días. En 1971, cuando publicó la Teoría de la Justicia , John Rawls señaló que exigirle a
una sociedad que sea perfectamente justa excedería el nivel de lo humano. Se
conformó entonces con buscar la "equidad" (a la que llama en inglés
“fairness”), esto es, la "justicia posible".
Según Rawls, un régimen político
es equitativo cuando acepta que a algunos les vaya mejor si su progreso
beneficia también, aunque sea en menor medida, a quienes les va peor. A lo cual
Robert Nozick agregó en Anarquía, Estado
y Utopía, publicado tres años después, que también habrá que reconocer el
mérito de aquellos que sobresalgan por su trabajo y su idoneidad.
Cada uno desde un ángulo de la cuestión, un ángulo de centroizquierda más bien
socialista en Rawls y un ángulo de centroderecha más bien liberal en Nozick,
estos dos filósofos políticos vinieron a aplicar a nuestro tiempo la definición
de la justicia que había adelantado Aristóteles (384-322 un .C.) en su Política, cuando definió la justicia
como "la igualdad de los hombres en lo que son iguales y la desigualdad de
los hombres en lo que son desiguales". Todos los hombres son iguales en
dignidad pero desiguales en merecimientos, y es tan injusto que algunos de
ellos tengan que vivir por debajo de la condición humana como que otros tengan
que vivir por detrás de sus aportes a la comunidad
Ante estas realidades hay que poner en marcha un programa contra la
exclusión social, que abarque dos
agendas, la de la pobreza, y la de equidad. Consolidar los sistemas
democráticos (gobernanza) ha de ser otro
gran desafió. Hay que reafirmar la participación social a todos los niveles, de
un modo que los ciudadanos y los actores sociales y productivos participen en
la búsqueda de consensos básicos para la gobernabilidad.
El buen desempeño de un gobierno democrático, tomando en cuenta la
definición de mi colega harvariano Robert Putnam, responde, por un lado, a su
capacidad para alcanzar objetivos de manera eficiente y eficaz y, por otro
lado, a la sensibilidad que debe tener para atender las necesidades de su
electorado. La combinación de eficiencia y responsabilidad es lo que distingue
el desempeño de un gobierno democrático del de otro tipo de gobiernos. Los
gobiernos autoritarios pueden introducir de manera eficiente y efectiva
políticas públicas; pueden, además, gozar de un alto grado de legitimidad y
consenso social, pero, a diferencia de los gobiernos democráticos, no tienen
que rendirle cuentas a su electorado y, por lo tanto, no tienen la obligación
de ser responsables ante la ciudadanía.
Es por ello que el principal reto de gobernar democráticamente
radica, precisamente, en la necesidad de
obtener resultados positivos en la gestión pública y generar al mismo tiempo
consenso social a través del voto popular. En este sentido, un gobierno que
introduce políticas públicas de manera eficiente y eficaz pero que no goza de
la aprobación de su electorado no puede considerarse como un caso exitoso de
desempeño y de sustentabilidad
Asimismo, el desempeño del gobierno está ligado al nivel de
participación social. Un gobierno que promueve y facilita la participación de
la sociedad en la formulación, diseño e implementación de las políticas es un
gobierno que, en principio, tiene mayores posibilidades de responder de manera
más adecuada a las demandas ciudadanas, de rendir cuentas de sus acciones y de
generar, por consiguiente, consenso y legitimidad.
El origen y la experiencia de los funcionarios públicos, su grado de
profesionalización, y sus fuentes de
apoyo en la sociedad son importantes para entender las áreas de política
pública a las que el gobierno les da prioridad. La forma en la que el gobierno
asigna su presupuesto, la naturaleza de los vínculos que establecen con
diferentes sectores del electorado y la manera en que el gobierno comunica y
difunde sus acciones y sus métodos para resolver o prevenir conflictos son
importantes para entender sus estrategias de supervivencia política y
sustentabilidad.
La búsqueda de nuevas formas de relacionarse con la comunidad, de
comunicar y difundir las acciones de gobierno y de cultivar al electorado son
igualmente urgentes en la transformación de las prácticas corporativas y
clientelares del pasado. Una buena administración sin una buena política
difícilmente podrá gozar de la suficiente legitimidad y de la aceptación para
convertirse en una alternativa política viable a largo plazo.
El camino de estos desafíos es arduo, pero es
el tiempo de convicción y coraje de los
dirigentes. Hay que seguir fortaleciendo
las instituciones, erradicar de una vez por todas el clientelismo y caudillismo
a fin de evitar la decadencia e inestabilidad que tanto daño nos ha provocado
Gustavo Ferrari Wolfenson. Doctor en
Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Profesor del Centro de
Estudios Internacionales de la Universidad de Harvard