En 2050, África habrá duplicado el número de habitantes China dejará de ser el país más poblado
Al ritmo de consumo actual, haría falta un planeta y medio
para abastecer a todos.
Los núcleos urbanos, como centros de innovación, también
forman parte de la solución.
El mayor atasco de la historia sucedió hace cinco años en
China. Casi medio millón de coches circularon durante más de una semana por los
cinco carriles de la autopista que une Pekín con Tíbet, a un ritmo de un
kilómetro diario. Una instantánea apocalíptica, que algunos ven como un
anticipo de lo que se nos avecina: según las estimaciones de Naciones Unidas y
la estadounidense PRB (Population Reference Bureau), en 2050 seremos 10.000
millones de personas sobre el planeta, un 30% más que ahora y el doble que a
comienzos de siglo. Y siete de cada diez vivirán en núcleos urbanos.
Los científicos ecologistas Corey Bradshaw y Barry Brook
presentaron recientemente un informe en la Academia de las Ciencias de Estados
Unidos en el que advertían de que, en estos momentos, el número de habitantes
representa el 14% de todos los seres humanos que han habitado la Tierra desde
hace 2,5 millones de años. Y, con un discurso claramente catastrofista, urgen a
aplicar cuanto antes medidas de planificación familiar estrictas para reducir
la natalidad y, por ende, la población: «En 2045, movernos en torno a los 2.000
millones sería el medio eficaz para revertir el cambio climático y garantizar
una vida próspera a las personas, con recursos para todos», dice el estudio,
que establece cálculos matemáticos con variables que contemplan diversos
escenarios, incluidas una pandemia planetaria y una tercera guerra mundial. Aun
con estas dos últimas hipótesis, afirman, que supondrían la pérdida de 5.000
millones de vidas humanas, seguiríamos siendo demasiados.
Las dramáticas previsiones de los dos científicos no son más
que la continuación de las tesis del biólogo Paul R. Ehrlich, que en 1968
revolvió al mundo con un libro de título poco sutil, Population bomb (La bomba
de la población), en el que preveía que, en la década de los 70, cientos de
millones de personas morirían de hambre como consecuencia del exceso de
habitantes y la carestía de recursos. El tiempo desacreditó su pronóstico, pero
eso no le impidió continuar vertiendo predicciones desmedidas con cierta
frecuencia año tras año, e incluso proponer políticas de control de población
(como la del hijo único en China), «por obligación si la gente no obedeciera
voluntariamente». Su radical visión tuvo su cénit en el ensayo Écoscience,
escrito mano a mano con John P. Holdren (asesor científico de la Casa Blanca
durante la legislatura de Barack Obama), en el que abogan por verter
medicamentos en el suministro de agua con el fin de esterilizar a la población,
imponer abortos forzosos obligatorios, y establecer una suerte de dictadura de
«régimen planetario» con el foco puesto en la ecología. Apoyan sus delirios
proféticos en supuestas fórmulas matemáticas: junto a otro colega biólogo,
Barry Commoner, crearon la ecuación I = P x A x T, o, lo que es lo mismo: el
impacto ambiental es igual a multiplicar el número de habitantes por los
recursos per cápita y la tecnología, planteada como la suma de emisiones y
consumo.
La visión apocalíptica de un mundo esquilmado por una
población desbordada viene de mucho más atrás: su precursor fue el clérigo
anglicano y demógrafo Thomas Malthus, que, en el siglo XVIII, publicó varios
ensayos que hoy los expertos unifican en la denominada catástrofe malthusiana,
según la cual un aumento exponencial en la población, junto con un aumento
aritmético en la producción agrícola de alimentos, causaría una situación de
pauperización y de economía de subsistencia que podría desembocar en una
extinción de la especie humana prevista para 1880. Su pronóstico, obviamente,
erró el tiro, porque no tuvo en cuenta las guerras, hambrunas y epidemias,
pero, sobre todo, no contó con los efectos de la Revolución Industrial en la
sociedad, que, además de aportar una riqueza inédita hasta entonces, alumbró nuevas
tecnologías que permitían multiplicar la obtención de alimentos y, por ende, la
esperanza de vida.
Todas las previsiones que auguraban el fin de la raza humana
por culpa de la superpoblación han fallado. Y muchos expertos consultados
coinciden, hoy, en una afirmación: la superpoblación es cosa del pasado. Algo
difícil de entender, ya que nadie pone en duda que en apenas 30 años seremos
más de 10.000 millones de habitantes. «El boom de natalidad se dio en el siglo
pasado, pero ya ha parado», asegura el doctor en Geografía de la Universidad
Autónoma de Barcelona Fernando Gil Alonso. «Es la teoría de la transición
demográfica, que se está cumpliendo punto por punto. En todas las etapas de la
historia, siempre desciende la mortalidad antes que la natalidad. Esto provoca
que, cuando vuelve a subir la natalidad, haya un periodo con mucha más gente
joven en edad de procrear, y se da ese aumento exponencial de población. Eso es
justo lo que sucedió en la segunda mitad del siglo pasado. Pero el fenómeno ha
cesado, la fecundidad está descendiendo y lo que estamos viviendo ahora es la
inercia. A finales de siglo, la población se estabilizará en unos 11.000
millones de habitantes, y ya no pasará de ahí».
Por inercia, Gil Alonso se refiere a África, especialmente
las regiones meridionales, que en las siguientes décadas duplicarán su
población, y el continente pasará de 1.400 a 2.500 millones de habitantes.
También a India que, según Naciones Unidas, en 2050 alcanzará los 1.700
millones. En paralelo, durante este periodo, la población de Europa se reducirá
en un 20%, y América se estabilizará: aunque Brasil siga siendo el país más
poblado del continente a mediados de siglo, su fecundidad ya se encuentra en
una curva descendente. Igual que en China que, en parte por su política de hijo
único, en un par de décadas dejará de ser el país con más habitantes del mundo.
Si bien el mensaje de los demógrafos es tranquilizador y
dista de la catástrofe malthusiana, los nuevos escenarios generan inevitables
incógnitas: el aumento poblacional en África, que podría agudizar el problema
de las migraciones masivas a Europa. Es lo que los más radicales denominan «las
nuevas invasiones bárbaras», como describió el polémico escritor y periodista
Arturo Pérez-Reverte en una de sus columnas de opinión. «Es aventurado hablar
de los movimientos poblaciones futuros», opina Gil Alonso. «Tenemos ejemplos
cercanos. En lo poco que llevamos de siglo, en España se ha dado un fenómeno
emigratorio masivo por la crisis, incluso a países de Latinoamérica, revertiendo
la dirección habitual, y nadie contaba con eso unos pocos años antes».
Su colega Antonio López Gay, investigador del Centre
d’Estudis Demogràfics y doctor en Demografía, también es cauto a la hora de
predecir migraciones masivas. «Es una ciencia muy poco exacta», dice, y
advierte: «En cualquier caso, debemos tener en cuenta que Europa está
estabilizada en torno a una tasa de un 2,1 hijos por mujer, la de reemplazo
[una generación desaparece y da paso a la siguiente], y algunos países como Alemania,
Francia y Holanda incluso están por debajo. Si añadimos el aumento de la
esperanza de vida, somos un continente que se encuentra en una fase de
envejecimiento, algo que también empieza a ocurrir en algunos países de
América. África aún se encuentra en esa fase de transición demográfica que
nosotros ya hemos superado, y la emigración de gente joven a nuestro continente
puede compensar esa situación, y evitar que se reduzca drásticamente la
población activa». No es, claro, la única solución: «Aunque será un fenómeno
transitorio —igual que lo fue en los años 60 la superpoblación de mujeres en
edad de fecundar—, de aquí a finales de siglo aumentará muchísimo el número de
ancianos. E irá sucediendo paulatinamente en todos los países del mundo, porque es una tendencia global,
aunque suceda a diferentes ritmos. El mundo se estabilizará a finales de siglo
en los 10.000 millones de habitantes, y no pasará de ahí después, pero con una
población más envejecida. Hay que buscar fórmulas para afrontar esa situación mientras
dure, reformando los sistemas de pensiones, alargando la edad de la población
activa, etc.». Pone un ejemplo: «Japón es hoy un país con natalidad muy baja y
que recibe muy poca inmigración. Pero no les va mal. Hay que buscar modelos».
Respecto a las políticas radicales de control de natalidad
por las que abogan los epígonos de Ehrlich, López Gay lo tiene claro: «El
origen de la superpoblación no está en la fecundidad, sino en que cada vez baja
más la tasa de mortalidad. Y eso es algo que también está sucediendo en África.
Y no es un problema, porque son precisamente el sector poblacional que menos
recursos del planeta consume. Además, la fecundidad allí también está
descendiendo y, aunque la población se vaya a duplicar en las próximas décadas,
después se estabilizará. En los 90, la media de hijos por mujer africana era de
3,2; hoy es de 2,5. Hay otros casos más llamativos, como el del sudeste
asiático. La tasa en Irán estaba hace pocas décadas en seis hijos por mujer, y
hoy está en 1,7».
El mensaje actual es, por tanto, tranquilizador. El boom de
fecundidad ocurrió en la década de los 60 y la tendencia es descendente, hasta
la estabilización a finales de siglo. Y el planeta tiene recursos y espacio
para albergar a todos. El problema, por tanto, debe reenfocarse: la explotación
y utilización de esos recursos y, por extensión, la degradación del medio
ambiente. Dicho de otra manera: no es tanto que la población vaya a crecer
demasiado, sino que estamos consiguiendo que nuestro mundo se vuelva cada vez
más pequeño. Así opina Andrés Santiesteban, doctor en Biología: «La degradación
de la calidad del aire, el aumento del nivel del mar o muchos desastres
naturales tienen detrás la mano del ser humano. Y están consiguiendo que cada
vez haya menos zonas habitables». Alodia Pérez, coordinadora del Área de
Residuos de la ONG Amigos de la Tierra, se suma a esta tesis: «Los países
desarrollados demandamos muchos recursos a los países emergentes a precios
bajos. Y la obsolescencia sigue sin tratarse como debe. Las administraciones y
las empresas tienen que empezar a tomar medidas para cambiar el modelo de
consumo. Estamos en un momento en el que consumimos productos a una tasa de 1,5
veces los recursos que necesitamos para producirlos». Esto es: al ritmo actual,
haría falta un planeta y medio para abastecer a todos. Y eso sin contar con que
los países emergentes empezarán, paulatinamente, a consumir al mismo nivel que
los desarrollados.
A esta situación, hay que añadir el reciente estudio de la
organización The Nature Conservancy: un grupo de investigadores parten de la
población actual y futura y han estimado el impacto que esta tendrá en los
recursos naturales del planeta, teniendo en cuenta los actuales niveles de
urbanización, agricultura o uso de energía para determinar qué regiones serán
las más amenazadas por necesidades crecientes alimenticias, energéticas o de
nuevos espacios urbanos. La conclusión es que el desarrollo humano, en las
próximas décadas, supondrá el acaparamiento de un 20% de los hábitats naturales
que quedan. Esto significa que 19,68 millones de kilómetros cuadrados de
tierras hoy vírgenes o semivírgenes serán alterados, lo que equivale a la
extensión de Europa, incluida Rusia. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que,
descontando la Antártida, el 76% de la superficie terrestre aún se puede
considerar en estado natural, según estos investigadores. El planeta todavía
tiene espacio suficiente para ser habitado, por mucho que la población alcance
los 10.000 millones. El problema, una vez más, es cómo explotaremos ese
espacio. Y su distribución: en 2050, el 70% de la población vivirá en núcleos
urbanos, lo que conllevará una saturación de las ciudades.
Hay voces que no ven este escenario como algo dramático; más
bien al contrario. El físico Geoffrey West explicó durante una conferencia en
TEDGlobal que la economía de escala y las leyes matemáticas anticipan que, si
bien buena parte de los problemas de sostenibilidad (medioambiental, económica,
energética) emanan de la organización humana en las ciudades, los núcleos
urbanos también forman parte de la solución: son los centros de innovación y
creación de riqueza. Según su teoría, si se dobla la población de una ciudad,
la escalabilidad, por ejemplo, de los salarios, el número de patentes o de
ciudadanos creativos, las enfermedades, la cantidad de residuos generados,
etc., no se duplica, sino que crece aproximadamente un 15%, con un ahorro
similar al de optimizar el uso de las infraestructuras. El urbanista Pedro Royo
añade: «Las ciudades no son más que una manifestación física de los seres
humanos. No hay que verlas como cárceles de cemento, porque en definitiva se
van adaptando a lo que queremos que sea nuestro hábitat. Lo estamos viendo en
Madrid y otras capitales de Occidente: cada vez se restringe más el uso del
coche, que finalmente se acabará desterrando del centro. Así se ganará espacio
y aire limpio. En definitiva: según vaya creciendo la población de los núcleos
urbanos, los iremos haciendo más habitables».
La superpoblación no es el gran problema de nuestro siglo.
Sí su gestión. Hay que buscar el punto medio entre las tesis catastrofistas de
Ehrlich o Malthus y las, tal vez, excesivamente optimistas de David Lam: el
economista estadounidense asegura que si, tras la explosión demográfica de la
década de los 60, hemos llegado a la situación actual, con los niveles de
pobreza más bajos de la historia y el mayor número de alimentos per cápita,
significa que el ser humano tiene recursos de sobra para avanzar en cualquier
situación. Su colega Stan Becker criticó que no incluyera en su tesis
indicadores medioambientales realistas, porque ahí radica el verdadero
problema: el uso desmedido de los recursos y la degradación acelerada del
planeta. Incluso los mencionados Corey Bradshaw y Barry Brook añadían en su
radical estudio sobre la necesidad de reducir la población: «Nada de esto
tendrá eficacia si no priorizamos el consumo y la explotación sostenibles».
Luis Meyer. Ciudad de México. 05/2017