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1611. Human Rights Watch: México, lecciones de un sexenio perdido


México: Lecciones de un sexenio perdido
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha heredado una catastrófica situación de derechos humanos que combina violencia extrema por parte de la delincuencia organizada, abusos generalizados por militares, policías y agentes del ministerio público, y una impunidad casi absoluta para todos ellos.
Su antecesor, el presidente Enrique Peña Nieto, intentó en un primer momento ignorar estos problemas. Pero las atrocidades que aún ocurren en el país generaron indignación pública y lo obligaron a apoyar reformas que podrían ayudar a detener los abusos, si alguna vez son implementadas adecuadamente.
Los artículos de esta serie analizan la situación de derechos humanos durante la presidencia de Peña Nieto: cuáles fueron sus fracasos, en qué aspectos se consiguieron avances limitados y qué debería hacer el actual gobierno para contener la violencia y fortalecer el Estado de derecho en México.

México: Desaparición forzada, delito permanente
Como abogados especializados en derechos humanos, generalmente no hacemos ránkings sobre los abusos que documentamos. Sin embargo, después de haber entrevistado a familiares de incontables víctimas a lo largo de los años, estoy convencido de que no hay crimen más cruel que la “desaparición” de un ser humano.
En 2003, durante uno de mis primeros viajes de investigación a México, entrevisté a mujeres en el estado de Guerrero que habían perdido a familiares en los setentas, durante la “guerra sucia”. Se presumía que sus familiares estaban entre los cientos de personas que los militares ejecutaron y arrojaron al mar. Sin embargo, las familias no tenían certeza de que hubiera sido así, y era por esta incertidumbre que lloraban desconsoladamente al contar sobre la pérdida de sus seres queridos, como si hubiera ocurrido ayer y no hace varias décadas.
Para muchos familiares de desaparecidos, tal vez la mayoría, la pérdida del ser querido se sigue viviendo como algo reciente, aun cuando lo lógico sería suponer que, muy probablemente, la persona esté muerta hace tiempo. Mientras exista incertidumbre, habrá esperanza. Mientras haya esperanza, seguirán atrapadas en una tortuosa indefinición, sin poder hacer el duelo ni seguir adelante con sus vidas. Para los padres en particular, renunciar a la esperanza se siente como una traición, como si estuvieran matando a su propio hijo.
Cuando presentamos nuestro informe sobre los casos de la “guerra sucia” al presidente Vicente Fox durante una reunión privada en Los Pinos en 2003, le dimos dos motivos por los cuales México debía investigar y juzgar estas atrocidades. Uno era la obligación del Gobierno ante estas familias. El otro era la obligación de impedir que estos delitos volvieran a ocurrir. La justicia por abusos cometidos en el pasado puede ser uno de los medios disuasorios más eficaces para que estos hechos no se repitan en el futuro, le dijimos.
Sin embargo, no hicimos tanto énfasis en el segundo punto. Al fin y al cabo, en ese momento, ninguno de nosotros creyó que el problema de las desapariciones volvería a manifestarse en México. Evidentemente estábamos muy equivocados.
Ocho años más tarde, en noviembre de 2011, de regreso en Los Pinos presentamos un informe sobre desapariciones y otros abusos en México. Estos se habían cometido durante el mandato del presidente con quien íbamos a reunirnos, Felipe Calderón. Desde el inicio de su “guerra contra las drogas” en 2006, soldados y policías mexicanos habían cometido atrocidades generalizadas como torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas. Estas últimas hacían parte de un rebrote más generalizado de las desapariciones —muchas perpetradas por la delincuencia organizada— que recién empezaba a recibir atención nacional, a medida que cada vez más familias contaban lo ocurrido y rogaban a las autoridades que las ayudaran a encontrar a sus seres queridos.
Calderón arrancó la reunión desestimando a priori nuestra conclusión que México atravesaba una crisis de derechos humanos. Mientras resumíamos nuestros hallazgos, él interrumpía con preguntas, en un tono escéptico y defensivo. Nos desafió a que le presentáramos al menos uno de los “supuestos” casos, y nuestro investigador lo hizo: Jehú Abraham Sepúlveda Garza, detenido por agentes de la policía de tránsito en San Pedro Garza García, Nuevo León, en noviembre de 2010, supuestamente por conducir sin registro, entregado a la policía ministerial y trasladado luego a la Marina, para no ser visto nunca más. “No puede ser”, dijo el presidente. De inmediato le mostramos las pruebas, que incluían declaraciones de la Policía y la Marina que confirmaban que Sepúlveda había estado bajo su custodia. Pidió más ejemplos.
Nos habían advertido que la audiencia duraría menos de 30 minutos, pero ya había transcurrido más de una hora y seguíamos analizando casos, mientras Calderón seguía haciendo preguntas. Su tono había cambiado. Se le notaba preocupado. La reunión terminó casi dos horas más tarde, con una invitación (que rechazamos) a exponer ante su consejo de seguridad nacional.
Dos semanas después, en una ceremonia conmemorativa del Día Internacional de los Derechos Humanos, que se televisó a todo el país, Calderón anunció que adoptaría varias de las medidas que le habíamos recomendado. Una de ellas consistía en crear una base de datos nacional exhaustiva sobre personas no localizadas para facilitar la determinación de su paradero. Durante 2012, la Procuraduría General de la Repúbica (PGR) encabezó esta iniciativa, y reunió información de procuradurías estatales y otras entidades gubernamentales.
Sin embargo, el gobierno no hizo pública esta información. En lugar de eso, durante las últimas semanas del sexenio de Calderón, funcionarios que temían que esta información nunca se diera a conocer filtraron los datos al Washington Post. Dos días antes de la ceremonia de investidura de Enrique Peña Nieto, el Post publicó un artículo que reveló la estadística más chocante de esta base de datos secreta: más de 25 mil personas habrían desaparecido durante la presidencia de Calderón.
Cuando asumió Peña Nieto, era evidente para todos — gracias a la filtración de los datos y las iniciativas de familiares de víctimas y ONGs locales— que el problema de las desapariciones había regresado con mucha fuerza. Dos meses después, en febrero de 2013, divulgamos un informe en el que intentamos mostrar la verdadera magnitud del problema. Con el apoyo de organizaciones de derechos humanos locales, habíamos documentado casi 250 desapariciones ocurridas durante la presidencia de Calderón, incluidas 149 en las que hallamos pruebas contundentes de que hubo participación de agentes gubernamentales en el delito. También encontramos pruebas que indicaban que miembros de las fuerzas de seguridad habían perpetrado algunas de estas desapariciones forzadas de manera planificada y concertada.
Peña Nieto no estuvo dispuesto a reunirse con nosotros. Por lo tanto, le presentamos el informe a su Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, quien nos aseguró que haría más que sus antecesores para abordar la crisis. Inmediatamente después de la reunión, en una conferencia de prensa improvisada en la calle, su subsecretaria para Derechos Humanos anunció que el Gobierno revisaría y actualizaría la base de datos sobre desaparecidos, tal como lo habíamos recomendado, y haría pública la información.
Nuestra siguiente cita fue con el Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam. Analizamos con él nuestras conclusiones con respecto a la inacción de las autoridades mexicanas previas —en particular la PGR— en la investigación de casos sobre desapariciones. Describimos los errores y las omisiones aberrantes que habíamos detectado en casi todos los casos examinados. Por ejemplo, los fiscales no habían entrevistado a familiares de las víctimas, testigos o posibles implicados, revisado el lugar de los hechos, localizado los teléfonos celulares de las víctimas o examinado sus cuentas bancarias.
El procurador respondió con un ofrecimiento: si Human Rights Watch compartía las evidencias que sustentaban nuestro informe, él asignaría un equipo de fiscales para que trabajara en la investigación de algunos casos, con nuestro asesoramiento. Aceptamos la propuesta.
Regresamos a México el mes siguiente con nuestros archivos sobre 14 casos, correspondientes a 41 víctimas, cuyos familiares nos habían autorizado para compartir las pruebas con las autoridades. Estas pruebas incluían declaraciones de testigos, fotografías y grabaciones de video que implicaban a militares o policías en desapariciones forzadas.
Cuando volvimos a reunirnos con el equipo de fiscales seis semanas más tarde, constatamos que no habían logrado mayores progresos. Les reiteramos nuestras recomendaciones para avanzar con las investigaciones y les pedimos que nos informaran cuando hubieran logrado avances. Nunca lo hicieron. Unos meses después, Murillo Karam nos dijo que había perdido la esperanza que su equipo resolviera alguno de los casos.
En cuanto a la base de datos, no hubo el más mínimo avance durante más de un año. Cuando el Gobierno finalmente rompió el silencio, fue para emitir una serie de anuncios contradictorios que generaron más confusión que claridad. En mayo de 2014, la Secretaría de Gobernación anunció escuetamente que después de depurar las listas concluía que la cantidad de personas ausentes había descendido a 8 mil. En junio, indicó que la cifra era de 16 mil. En agosto, de 22 mil.
En vez de hacer pública la base de datos como se había comprometido, el Gobierno generó un portal en línea que solamente permitía a los usuarios averiguar si personas específicas estaban en dicha base y, en cada caso, dónde y cuándo habían sido vistas por última vez. El portal era apenas una estrecha rendija, pero aun así fue suficiente para poner de manifiesto que la base de datos —que se suponía era clave para encontrar a los desaparecidos— tenía muchísimos vacíos. En diciembre de 2013, Animal Político informó que 86 de los 149 casos de desapariciones forzadas que habíamos identificado en nuestro informe ni siquiera aparecían en la base de datos. Tres años más tarde, en 2016, un grupo de organizaciones mexicanas (como FUNDAR, Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en México, y el Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos Hasta Encontrarlos) descubrió que tampoco estaba la gran mayoría de los más de 600 casos que ellos habían denunciado.
No es que el gobierno de Peña Nieto no haya hecho nada para abordar la crisis. En junio de 2013, Murillo Karam, a pesar o quizás justamente porque estaba perdiendo fe en el equipo de fiscales ad-hoc que trabajaba en nuestros casos, conformó una unidad especial dentro de la PGR para investigar desapariciones. En los cinco años transcurridos desde entonces, la unidad ha encontrado 379 personas (177 con vida, 202 muertos). Aunque este es un logro importante, representa una fracción de la cantidad total de personas no localizadas—que actualmente son más de 37 mil, según el gobierno.
Pero la unidad especializada no ha logrado hacer justicia en ninguno de los casos. La unidad, que en octubre de 2015 se convirtió en una fiscalía, ha abierto menos de 1.300 investigaciones penales, ha presentado cargos únicamente en 11 y no ha obtenido ni una condena. Aunque puede haber habido algunos procesos penales exitosos en casos de desaparición impulsados por procuradurías estatales, y unos pocos por agentes de la PGR fuera de la fiscalía especial, la impunidad sigue siendo la regla.
Mirándolo retrospectivamente, el segundo motivo que expusimos al presidente Fox para juzgar las desapariciones de la “guerra sucia” —la justicia como factor de disuasión contra futuros abusos— ameritaba un énfasis mucho mayor. Entre los casos que el equipo de Murillo Karam fue incapaz de resolver, estaban las desapariciones de 10 personas por elementos de la Marina en Nuevo Laredo a principios de junio de 2011. En julio de 2013, durante el primer año de la presidencia de Peña Nieto, se informó en Nuevo Laredo de otra ola muy parecida de secuestros cometidos por elementos de la Marina. Y en 2018, durante el último año de Peña Nieto, hubo otra más.
Las familias de las víctimas empezaron a denunciar las desapariciones en febrero de este año. Pero la PGR recién inició investigaciones en junio luego de que familiares bloquearan la frontera con Estados Unidos pidiendo que las autoridades actuaran y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos anunciara que había documentado la posible desaparición forzada de, al menos, 23 personas por elementos de la Marina. Y recién a mediados de agosto —después de que familiares consiguieran una orden judicial federal— agentes de la PGR visitaron las tres bases navales en Nuevo Laredo buscando información y rastrillaron un terreno donde algunos creían que podrían haber sido enterradas las víctimas. El número de personas presuntamente desaparecidas por la Marina ha aumentado a más de 40, según el Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo, una organización no gubernamental. Las autoridades han encontrado los cuerpos de nueve de las víctimas. Las demás siguen desaparecidas. No se han presentado cargos penales.
A pocos días de concluir la presidencia de Peña Nieto, pareciera que los agentes estatales responsables por la desaparición de personas pueden seguir estando tan confiados como cuando este asumió —o como lo estaban durante la presidencia de Fox o durante la “guerra sucia”— de que no responderán por sus acciones.
El presidente Fox creó una fiscalía especial que intentó —con poco éxito— juzgar crímenes de la “guerra sucia”. No obstante, uno de sus pocos pero importantes logros fue una sentencia de la Suprema Corte de Justicia que estableció que las desapariciones forzadas son delitos permanentes. El delito persiste mientras la víctima siga desaparecida. Este principio, que luego fue incorporado en la ley general sobre desapariciones de 2017, permite que los agentes del Ministerio Público impulsen investigaciones de casos que, de lo contrario, habrían prescrito, como han hecho en otros países de América Latina. Pero es mucho más que un mero argumento jurídico, pues capta un aspecto esencial de este delito en la experiencia de los familiares, para quienes el profundo sufrimiento continúa mientras se desconozca el paradero de las víctimas.
La crisis de desapariciones en México pronto pasará a ser responsabilidad de Andrés Manuel López Obrador. A fin de apreciar cabalmente qué implica esa responsabilidad, es crucial que se entienda la naturaleza permanente del delito. Las desapariciones forzadas cometidas durante el mandato de sus antecesores seguirán como delitos permanentes durante su mandato, hasta tanto no se conozca el paradero de las víctimas. Si su Gobierno no logra esclarecer judicialmente hechos, estará perpetuando estos crímenes. Además, si no juzga a los autores y sus cómplices, incrementará las probabilidades de que haya más delitos de este tipo. Es decir, apenas asuma, todas estas desapariciones —pasadas, presentes y futuras— pasarán a ser su responsabilidad.
Desde la elección, el equipo de López Obrador ha celebrado múltiples foros públicos con familiares de víctimas. La próxima secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, y su subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, se han pronunciado en términos enérgicos —y con elocuencia— sobre la catástrofe de derechos humanos que heredarán. El mismo López Obrador también ha reconocido la gravedad del problema como nunca antes lo hicieron sus antecesores.
Sin embargo, el presidente electo ha enfrentado férrea resistencia de los familiares en un aspecto: su reiterada insistencia en la importancia de perdonar a los agresores. Esto no debería haberle causado ninguna sorpresa. Es problemático pedirles a víctimas de cualquier tipo de delitos que perdonen a agresores que no han sido llevados ante la justicia ni han pedido ser perdonados. Pero es mucho más insensible aún para las familias que padecen el efecto permanente de la desaparición forzada de un ser querido. Es como pedir a una persona que perdone a su agresor mientras sigue siendo agredida, o que perdone a su torturador mientras todavía está sufriendo la tortura.
Estas familias han soportado afrentas incluso peores que la insistencia de López Obrador con el perdón. El próximo artículo de esta serie analizará en mayor profundidad la crueldad inconmensurable que entraña la negligencia grotesca por parte de México de su crisis de desapariciones, y cómo las respuestas de los familiares —en forma individual y colectiva— podrían tener efectos transformadores para el estado de derecho en México.
Daniel Wilkinson. Director ejecutivo adjunto para las Américas de Human Rights Watch.
Daniel Wilkinson. Hrw.org. México, 26/11/18

México: Los otros desaparecidos
Este 15 de enero, el presidente Andrés Manuel López Obrador instalará la Comisión Presidencial para la Verdad y el Acceso a la Justicia en el Caso Ayotzinapa para asistir a las familias de los 43 estudiantes que desaparecieron en Iguala, Guerrero, en 2014. Fue apropiado —y encomiable— que el decreto que creó esta importante iniciativa fuera uno de los primeros actos oficiales realizados por su presidencia en diciembre. Fue apropiado asimismo que los familiares de otras personas desaparecidas se hicieran presentes afuera de la ceremonia de firma para exigir que también atendiera sus casos.
La desaparición de los estudiantes en Iguala conmovió la conciencia de México —y del mundo entero— como pocas atrocidades en el país lo habían hecho. Esto se debió al gran número de víctimas, a que éstas eran estudiantes, a que en su desaparición estuvieron implicadas las autoridades y a que el Ministerio Público no tuvo la capacidad o la voluntad para encontrarlos. Pero la indignación pública fue también consecuencia del hecho que este crimen atroz no era un incidente aislado, cuestión que se hizo patente casi de inmediato.
En efecto, en medio de la intensa presión por encontrar a los estudiantes, la Procuraduría General de la República (PGR) siguió indicios que llevaron a los investigadores hasta fosas clandestinas cerca de Iguala y, en unas cuantas semanas, de ellas fueron exhumados 39 cuerpos. Ninguno correspondía a los estudiantes. El interés público que suscitaron las desapariciones en Guerrero animó a otras personas en este estado a hablar sobre sus propios seres queridos desaparecidos. Las familias exigieron investigaciones o empezaron su propia búsqueda. Algunas se agruparon para formar el colectivo Los Otros Desaparecidos de Iguala. Hasta ahora sus esfuerzos han dado como resultado la exhumación de más de 160 cuerpos.
Colectivos en otros estados han logrado resultados similares: más de 30 cuerpos fueron encontrados en Nayarit, 200 en Sinaloa y 300 en Veracruz. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos señala que, desde 2007, en 17 estados se han hallado más de 1,300 fosas clandestinas con más de 3,900 cuerpos —un informe de periodistas independientes divulgado recientemente acusa una cifra incluso mayor: casi 2,000 fosas en 24 estados—. Y éstas son tan solo las que se han encontrado. Según la actual Secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, el país está “lleno de fosas clandestinas”.
Estos colectivos han recurrido a una técnica sencilla para localizar los cuerpos sepultados. Ante la sospecha de que en un determinado sitio puede haber una fosa, perforan el suelo con una varilla de hierro. Si al extraerla se advierte el olor putrefacto de la muerte, saben que han acertado. De una manera similar, las familias de los desaparecidos —a través de sus tenaces intentos por conseguir respuestas de las autoridades— han logrado penetrar el velo de opacidad que cubre al estado y han liberado el hedor de la maldad que brota de instituciones gubernamentales, que parecen estar corrompidas hasta la médula.
Puede ser que “maldad” sea una palabra muy dura, pero ningún término más suave sería proporcional a la magnitud del sufrimiento de estas familias, cuyos miembros no pueden escapar de la tortura psicológica que proviene del desconocimiento del lugar en el que se encuentran sus seres queridos. Esta maldad no se limita a la crueldad activa de los policías y de los soldados que detienen y asesinan a civiles o los entregan al crimen organizado. Tampoco a la perversión de los agentes del Ministerio Público, quienes recurren a la tortura y al engaño para “resolver” estos casos. Hay otra manifestación todavía más banal de la maldad —y más generalizada—, cuya crueldad podría ser incluso más gratuita: la indolencia de los funcionarios ante la necesidad de las familias de encontrar a sus seres queridos y liberarse de la insoportable incertidumbre en la que se encuentran.
Actualmente hay más de 37,000 personas desaparecidas o “extraviadas” en México, según el Gobierno. Esta cifra es aún más perturbadora si se confronta con otra: 26,000 cuerpos no identificados en el país. Es posible que algunos de los desaparecidos todavía estén con vida en algún sitio. Los restos de otros puede que nunca se encuentren, como sucedió con las víctimas de la “guerra sucia” de la década de 1970, que fueron arrojadas al mar. Algunos de los desaparecidos —según la actual Secretaria de Gobernación— siguen enterrados en fosas clandestinas. Pero muchos de ellos descansan en las morgues, sencillamente a la espera de ser identificados.
Identificar estos cuerpos debería ser una tarea relativamente sencilla: comparar el ADN de los cuerpos y de los familiares de los desaparecidos y verificar cuáles coinciden. Pero para eso harían falta instituciones estatales que tengan la capacidad y la voluntad de hacer ese trabajo, algo que, hasta ahora, no se ha visto.
Cuando una ONG local llevó a investigadores independientes a una morgue en Chilpancingo, Guerrero, en 2017, encontraron 600 cuerpos en una instalación con capacidad para 200. Había montículos de cuerpos embolsados y apilados sobre el suelo, infestados de gusanos y ratas. El sistema de refrigeración no funcionaba y el hedor que salió del lugar al abrir las puertas era tan intenso, que los agentes del Ministerio Público que trabajaban en un edificio contiguo suspendieron sus labores en señal de protesta.
En septiembre pasado, luego de que vecinos de un suburbio de Guadalajara, Jalisco, se quejaran por el hedor fétido y la sangre que emanaban de un tráiler estacionado en su vecindario, los medios de comunicación locales revelaron su contenido: 273 víctimas de homicidios. El camión —alquilado por las autoridades— había estado durante días en distintos lugares en los suburbios de Guadalajara, con el sistema refrigerante averiado, en busca de un lugar definitivo para estacionarse.
Más grave que no haber mantenido refrigerados los cuerpos, es no haber adoptado medidas para identificarlos. El fiscal de derechos humanos en Jalisco reconoció que se habían hecho registros basicos (incluyendo ADN) de solo 60 de los más de 440 cuerpos no identificados en el estado. De manera similar, en la morgue de Chilpancingo, a la mayoría de los cadáveres no identificados nunca se les han tomado muestras de ADN. Resulta llamativo que lo que provocó las protestas en ambos estados no fuera la gran cantidad de cuerpos sin identificar, sino el hedor. Esta actitud puede ser comprensible en los residentes de Guadalajara. Pero, ciertamente, a los funcionarios en Guerrero debería haberles preocupado que su propia institución no conservara ni identificara adecuadamente los cuerpos que estaban al lado, sobre todo si se considera la gran cantidad de personas que se presentan regularmente a sus despachos, buscando desesperadamente a sus seres queridos desaparecidos.
Rocío Valencia Moreno es una de esas personas. Su hijo mayor —un médico de 32 años— fue secuestrado a principios de 2013 en Guerrero. Temiendo lo peor, visitó la morgue de Chilpancingo a diario durante meses. Los funcionarios le permitieron a ella y a su hijo más joven ver algunos de los cadáveres, pero no todos. Muchas veces se desmayaba a causa del hedor. Su peso bajó de 50 a 32 kilos y empezó a sufrir hipertensión. Pero nunca dejó de buscar a su hijo. En 2017, una activista que tenía muchos contactos le consiguió una reunión con el entonces Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong. Éste envió a un equipo a Chilpancingo para investigar. Descubrieron que el cuerpo de su hijo había estado en la morgue todo ese tiempo. Fue encontrado y fotografiado por las autoridades locales —intacto y fácilmente reconocible— una semana después de que desapareciera. Para ella fueron cuatro años de agonía innecesaria.
La desidia no se limita al pobre control de las morgues. Cuando las autoridades toman medidas para identificar los cuerpos, suelen manejar mal la información que recolectan. En 2015, la periodista de investigación Marcela Turati entrevistó a una mujer cuyo hijo había desaparecido en 2011, mientras viajaba hacia la frontera estadounidense. Cuando la madre escuchó que se habían hallado fosas comunes en Tamaulipas —algunas semanas más tarde— denunció la desaparición de su hijo a las autoridades que investigaban el hallazgo. Proporcionó una descripción de su ropa, sus rasgos físicos y una muestra de ADN. En 2015, Turati accedió a los informes forenses de los cuerpos que habían sido encontrados en San Fernando en 2011, los cuales fueron enterrados tiempo después en fosas comunes. Uno de ellos pertenecía a una persona de sexo masculino, cuyas características coincidían con la descripción dada por la madre. Había sido encontrado años antes, con un documento de identidad en uno de los bolsillos —en el que se leía el nombre del hijo de la mujer—. Nunca se informó a la madre. Cuatro años de agonía innecesaria. 
La negligencia habitual de los servidores públicos para recolectar y manejar adecuadamente la información no es exclusiva en los casos de desaparición de personas. Al contrario, es común en investigaciones de todo tipo de abusos y en prácticamente todos los tipos de delitos. La diferencia es lo que está en juego en los casos de desapariciones. La desaparición es un delito permanente, lo que implica que mientras se desconozca el paradero de la víctima, la transgresión continúa. Al dejar estos casos sin resolver, las autoridades no sólo prolongan el crimen sino, sobre todo, prolongan la agonía de las familias que desconocen el paradero de sus seres queridos.
***
En respuesta a esta agonía prolongada, ha surgido un movimiento compuesto por personas como Rocío Valencia Moreno, los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y miles más a quienes les falta un ser querido. Se han agrupado en más de 70 colectivos —activos a través de todo el país— que rastrean morgues, cárceles, cerros y lotes baldíos; tocan las puertas del gobierno, marchan en las calles y hablan con los medios. Muchos están coordinando sus luchas individuales y colectivas a través de una organización nacional que los congrega: el Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México.
Este es, en muchos sentidos, un movimiento sin precedentes en México. Su rasgo más notable es la naturaleza del sufrimiento que alimenta sus esfuerzos, lo cual los lleva a hacer cosas que pocos mexicanos harían. Exigen investigaciones que los ponen en la mira de posibles represalias de peligrosos integrantes de la delincuencia organizada o de las fuerzas de seguridad — y siguen presionando incluso tras recibir amenazas de muerte que paralizarían a cualquiera. Sacrifican su tiempo, energía y ahorros —en algunos casos incluso sus hogares y carreras— para seguir el más mínimo indicio. El tipo de análisis racional de costo-beneficio o de riesgo-recompensa que lleva a otros a resignarse ante el abuso, la corrupción y la incompetencia de las instituciones gubernamentales, no tiene ninguna relevancia para ellos. Renunciar a sus seres queridos desaparecidos no es una opción.
Una segunda característica distintiva de este movimiento es su autoridad moral. Desde que el presidente Felipe Calderón inició la “guerra contra las drogas” en 2006, las autoridades han promovido la idea de que las víctimas de la violencia fueron al mismo tiempo criminales y, por eso, merecerían lo que les ocurrió. Pero no es tan sencillo despreciar cínicamente el padecimiento de las familias y considerarlo también merecido. Al contrario, lo cierto es que su calvario ha despertado la compasión de la mayoría de la gente y ha inspirado a algunos funcionarios a desempeñar sus funciones con una dedicación que no es habitual.
Por ejemplo, detectamos esto en Monterrey, Nuevo León, luego de que la organización no gubernamental Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos (CADHAC) facilitara reuniones entre familiares de víctimas de desaparición y agentes del Ministerio Público estatal, a comienzos de 2011. Varios de los agentes del Ministerio Público nos dijeron que estos encuentros les generaban un “compromiso moral” que antes no tenían. “Te hace que te esfuerces más, y no sólo mandar oficios como se hizo en el pasado”, nos dijo un fiscal. Otra confesó que antes de las reuniones, las denuncias simplemente las “leía y las ponía al lado”; y que luego empezó a indagar y seguir nuevas pistas. El resultado fue un aumento sustancial en la cantidad de casos resueltos y procesos iniciados contra los presuntos responsables.  
Una tercera característica de este nuevo movimiento es su pragmatismo. A diferencia de muchos otros movimientos de protesta, a las familias de los desaparecidos —en general— no las mueven intereses ideológicos o políticos, sino el deseo desesperado de que se resuelvan sus casos. Quieren que las instituciones públicas funcionen mejor, sin importar la ideología de quién esté a cargo. Según un miembro de CADHAC, uno de los motivos del éxito de la colaboración entre los agentes del Ministerio Público y las familias en Nuevo León fue que los primeros se dieron cuenta de que los familiares no estaban allí por “lucha de poderes”, sino para llevar a cabo una “búsqueda conjunta de soluciones”.
En un contexto distinto, esta tercera característica podría parecer superficial, pero en una época en que la mayor parte de la sociedad está fuertemente polarizada, y en un país donde muchas personas parecen haber abandonado cualquier esperanza en su sistema de justicia penal —evidenciado por el hecho de que la mayoría de los crímenes no son reportados—, el firme compromiso de estas familias para hacer que el sistema produzca resultados no es nada menos que radical.
Con esta poderosa combinación de características —determinación inamovible, autoridad moral irreprochable y pragmatismo radical—, las familias de los desaparecidos tienen el potencial para ser una fuerza transformadora en México. Sus esfuerzos ya han llevado a miles de exhumaciones e investigaciones judiciales, que resultaron en la resolución de cientos de casos. También son, en gran parte, responsables de la aprobación en 2017 de una de las leyes más ambiciosas sobre derechos humanos en la historia del país.
La ley general sobre desapariciones fue uno de los pocos avances significativos en la promoción de los derechos humanos durante la pasada administración. El presidente Enrique Peña Nieto se comprometió a apoyarla en respuesta a las protestas nacionales de apoyo a las familias de los estudiantes de Ayotzinapa. Su contenido fue negociado con la participación activa y directa de las familias de las víctimas, incluso en el proceso de redacción en el Congreso.
El resultado es una detallada ley que aborda una variedad amplia de preocupaciones y demandas de las familias. Entre ellas, la principal es encontrar los desaparecidos. La ley exige crear varias bases de datos nacionales —incluidas la de personas no localizadas y la de cuerpos no identificados— y especifica la información que deben recopilar e intercambiar las autoridades federales y locales. Crea un organismo federal, la Comisión Nacional de Búsqueda, para coordinar las iniciativas de búsqueda que realizan los fiscales, policías y otros organismos federales y estatales, y exige que cada estado establezca una comisión similar. Estas comisiones podrían resolver una gran cantidad de desapariciones en un plazo relativamente breve, con tan solo cerciorarse de que los organismos gubernamentales pertinentes compartan la información que ya tienen a través de las nuevas bases de datos.
Además, la ley contiene fuertes disposiciones para promover la justicia, incluida una definición de “desaparición forzada” congruente con el derecho internacional de los derechos humanos, que aborda aspectos clave de la tipología de este delito. Uno de estos aspectos es el ocultamiento de información sobre el paradero de la víctima. La ley establece que los funcionarios que incurran en esta práctica pueden ser juzgados, incluso si no fueron partícipes en la detención ni tuvieron contacto con la víctima. Asimismo, la ley permite una reducción sustancial de la pena para los agresores que proporcionen información acerca del paradero de las víctimas, lo que genera un fuerte incentivo para la colaboración eficaz. 
La ley exige que todos los estados establezcan fiscalías especializadas para los casos de desapariciones, como la que ya existe en la PGR. Con la información facilitada por aquellos perpetradores que intenten reducir sus penas y con las bases de datos mejoradas y las búsquedas coordinadas, estas unidades especializadas podrían lograr avances sin precedentes en el procesamiento de los responsables.
Es ya habitual que en México se promulguen leyes valiosas para proteger los derechos humanos que luego no se implementan. Sin embargo, lo que distingue a esta ley de otras anteriores es el ímpetu del movimiento de familiares de víctimas que está detrás. Efectivamente, la ley reconoce a los familiares de las víctimas el derecho de participar en búsquedas e investigaciones y dispone que se creen programas para protegerlos de represalias —así como a todos los involucrados en iniciativas de búsqueda—. También exige la creación de consejos ciudadanos tanto a nivel federal como estatal, integrados por familiares de víctimas, defensores de derechos humanos y expertos que brinden asesoría y den seguimiento al trabajo de las comisiones de búsqueda.
Si estos consejos ciudadanos —y las familias individuales y los colectivos que representan— consiguen trabajar con estos nuevos mecanismos de la misma manera con la que han trabajado junto a las autoridades de Nuevo León y de otras partes del país —es decir, inspirando, interpelando, colaborando o presionando a las autoridades para que produzcan resultados—, podrían dar pie al primer avance significativo en México de cara a abordar la catástrofe de derechos humanos que ha generado la fallida “guerra contra las drogas”. El éxito de este plan podría tener un impacto mucho más allá de los casos de desapariciones, al poner en acción a las instituciones responsables de asegurar justicia y terminar con una era de impunidad casi absoluta de los miembros de las fuerzas de seguridad, cuyos abusos han contribuido a incrementar la violencia.
Ciertamente, hay motivos de sobra para ser escépticos. Uno de ellos es la falta de capacidad o la poca predisposición que desde hace tiempo muestran las autoridades mexicanas en la investigación de asuntos relacionados con actividades delictivas de las fuerzas de seguridad. Otro es la férrea resistencia de las fuerzas de seguridad —sobre todo los militares— a responder de algún modo concreto y creíble ante la justicia penal ordinaria. Las probabilidades de que esta dinámica de impunidad continúe durante la gestión de López Obrador sólo han aumentado a raíz de su plan de conceder a las fuerzas militares un rol permanente y aún más protagónico en materia de seguridad pública.
Aun así, la esperanza contra todo pronóstico es precisamente la maldición que se les ha impuesto a las familias de los desaparecidos, ya que ellos no están dispuestos a renunciar a sus seres queridos ausentes, ni pueden hacerlo. Una paradoja perversa de la crisis de derechos humanos que vive México es que el sufrimiento de estas familias —causado por el más cruel de los crímenes— pueda llegar a ser una clave para que el país salga de esta catástrofe.
Sin embargo, para que eso sea posible, López Obrador deberá comprometerse a apoyar los esfuerzos de estas familias en todo el país con la misma fuerza que está apoyando a las familias de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Específicamente, deberá asegurarse de que los mecanismos establecidos por la ley general sobre desapariciones reciban fondos suficientes y el apoyo proactivo de otras instituciones gubernamentales, y de que respondan plenamente a los consejos ciudadanos, a los colectivos y a las familias individuales. Y tal vez lo más importante sea que, cuando los reclamos de verdad y justicia de las familias se enfrenten a la resistencia de los militares y de otras fuerzas de seguridad —algo que inevitablemente sucederá si se avanza en los numerosos casos sobre desapariciones forzadas—, el presidente deberá expresar de forma inequívoca de qué lado está.
Daniel Wilkinson. Director ejecutivo adjunto para las Américas de Human Rights Watch.
Daniel Wilkinson. Hrw.org. México, 14/01/19

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