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1611. Human Rights Watch: México, lecciones de un sexenio perdido


México: Lecciones de un sexenio perdido
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, ha heredado una catastrófica situación de derechos humanos que combina violencia extrema por parte de la delincuencia organizada, abusos generalizados por militares, policías y agentes del ministerio público, y una impunidad casi absoluta para todos ellos.
Su antecesor, el presidente Enrique Peña Nieto, intentó en un primer momento ignorar estos problemas. Pero las atrocidades que aún ocurren en el país generaron indignación pública y lo obligaron a apoyar reformas que podrían ayudar a detener los abusos, si alguna vez son implementadas adecuadamente.
Los artículos de esta serie analizan la situación de derechos humanos durante la presidencia de Peña Nieto: cuáles fueron sus fracasos, en qué aspectos se consiguieron avances limitados y qué debería hacer el actual gobierno para contener la violencia y fortalecer el Estado de derecho en México.

México: Desaparición forzada, delito permanente
Como abogados especializados en derechos humanos, generalmente no hacemos ránkings sobre los abusos que documentamos. Sin embargo, después de haber entrevistado a familiares de incontables víctimas a lo largo de los años, estoy convencido de que no hay crimen más cruel que la “desaparición” de un ser humano.
En 2003, durante uno de mis primeros viajes de investigación a México, entrevisté a mujeres en el estado de Guerrero que habían perdido a familiares en los setentas, durante la “guerra sucia”. Se presumía que sus familiares estaban entre los cientos de personas que los militares ejecutaron y arrojaron al mar. Sin embargo, las familias no tenían certeza de que hubiera sido así, y era por esta incertidumbre que lloraban desconsoladamente al contar sobre la pérdida de sus seres queridos, como si hubiera ocurrido ayer y no hace varias décadas.
Para muchos familiares de desaparecidos, tal vez la mayoría, la pérdida del ser querido se sigue viviendo como algo reciente, aun cuando lo lógico sería suponer que, muy probablemente, la persona esté muerta hace tiempo. Mientras exista incertidumbre, habrá esperanza. Mientras haya esperanza, seguirán atrapadas en una tortuosa indefinición, sin poder hacer el duelo ni seguir adelante con sus vidas. Para los padres en particular, renunciar a la esperanza se siente como una traición, como si estuvieran matando a su propio hijo.
Cuando presentamos nuestro informe sobre los casos de la “guerra sucia” al presidente Vicente Fox durante una reunión privada en Los Pinos en 2003, le dimos dos motivos por los cuales México debía investigar y juzgar estas atrocidades. Uno era la obligación del Gobierno ante estas familias. El otro era la obligación de impedir que estos delitos volvieran a ocurrir. La justicia por abusos cometidos en el pasado puede ser uno de los medios disuasorios más eficaces para que estos hechos no se repitan en el futuro, le dijimos.
Sin embargo, no hicimos tanto énfasis en el segundo punto. Al fin y al cabo, en ese momento, ninguno de nosotros creyó que el problema de las desapariciones volvería a manifestarse en México. Evidentemente estábamos muy equivocados.
Ocho años más tarde, en noviembre de 2011, de regreso en Los Pinos presentamos un informe sobre desapariciones y otros abusos en México. Estos se habían cometido durante el mandato del presidente con quien íbamos a reunirnos, Felipe Calderón. Desde el inicio de su “guerra contra las drogas” en 2006, soldados y policías mexicanos habían cometido atrocidades generalizadas como torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas. Estas últimas hacían parte de un rebrote más generalizado de las desapariciones —muchas perpetradas por la delincuencia organizada— que recién empezaba a recibir atención nacional, a medida que cada vez más familias contaban lo ocurrido y rogaban a las autoridades que las ayudaran a encontrar a sus seres queridos.
Calderón arrancó la reunión desestimando a priori nuestra conclusión que México atravesaba una crisis de derechos humanos. Mientras resumíamos nuestros hallazgos, él interrumpía con preguntas, en un tono escéptico y defensivo. Nos desafió a que le presentáramos al menos uno de los “supuestos” casos, y nuestro investigador lo hizo: Jehú Abraham Sepúlveda Garza, detenido por agentes de la policía de tránsito en San Pedro Garza García, Nuevo León, en noviembre de 2010, supuestamente por conducir sin registro, entregado a la policía ministerial y trasladado luego a la Marina, para no ser visto nunca más. “No puede ser”, dijo el presidente. De inmediato le mostramos las pruebas, que incluían declaraciones de la Policía y la Marina que confirmaban que Sepúlveda había estado bajo su custodia. Pidió más ejemplos.
Nos habían advertido que la audiencia duraría menos de 30 minutos, pero ya había transcurrido más de una hora y seguíamos analizando casos, mientras Calderón seguía haciendo preguntas. Su tono había cambiado. Se le notaba preocupado. La reunión terminó casi dos horas más tarde, con una invitación (que rechazamos) a exponer ante su consejo de seguridad nacional.
Dos semanas después, en una ceremonia conmemorativa del Día Internacional de los Derechos Humanos, que se televisó a todo el país, Calderón anunció que adoptaría varias de las medidas que le habíamos recomendado. Una de ellas consistía en crear una base de datos nacional exhaustiva sobre personas no localizadas para facilitar la determinación de su paradero. Durante 2012, la Procuraduría General de la Repúbica (PGR) encabezó esta iniciativa, y reunió información de procuradurías estatales y otras entidades gubernamentales.
Sin embargo, el gobierno no hizo pública esta información. En lugar de eso, durante las últimas semanas del sexenio de Calderón, funcionarios que temían que esta información nunca se diera a conocer filtraron los datos al Washington Post. Dos días antes de la ceremonia de investidura de Enrique Peña Nieto, el Post publicó un artículo que reveló la estadística más chocante de esta base de datos secreta: más de 25 mil personas habrían desaparecido durante la presidencia de Calderón.
Cuando asumió Peña Nieto, era evidente para todos — gracias a la filtración de los datos y las iniciativas de familiares de víctimas y ONGs locales— que el problema de las desapariciones había regresado con mucha fuerza. Dos meses después, en febrero de 2013, divulgamos un informe en el que intentamos mostrar la verdadera magnitud del problema. Con el apoyo de organizaciones de derechos humanos locales, habíamos documentado casi 250 desapariciones ocurridas durante la presidencia de Calderón, incluidas 149 en las que hallamos pruebas contundentes de que hubo participación de agentes gubernamentales en el delito. También encontramos pruebas que indicaban que miembros de las fuerzas de seguridad habían perpetrado algunas de estas desapariciones forzadas de manera planificada y concertada.
Peña Nieto no estuvo dispuesto a reunirse con nosotros. Por lo tanto, le presentamos el informe a su Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, quien nos aseguró que haría más que sus antecesores para abordar la crisis. Inmediatamente después de la reunión, en una conferencia de prensa improvisada en la calle, su subsecretaria para Derechos Humanos anunció que el Gobierno revisaría y actualizaría la base de datos sobre desaparecidos, tal como lo habíamos recomendado, y haría pública la información.
Nuestra siguiente cita fue con el Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam. Analizamos con él nuestras conclusiones con respecto a la inacción de las autoridades mexicanas previas —en particular la PGR— en la investigación de casos sobre desapariciones. Describimos los errores y las omisiones aberrantes que habíamos detectado en casi todos los casos examinados. Por ejemplo, los fiscales no habían entrevistado a familiares de las víctimas, testigos o posibles implicados, revisado el lugar de los hechos, localizado los teléfonos celulares de las víctimas o examinado sus cuentas bancarias.
El procurador respondió con un ofrecimiento: si Human Rights Watch compartía las evidencias que sustentaban nuestro informe, él asignaría un equipo de fiscales para que trabajara en la investigación de algunos casos, con nuestro asesoramiento. Aceptamos la propuesta.
Regresamos a México el mes siguiente con nuestros archivos sobre 14 casos, correspondientes a 41 víctimas, cuyos familiares nos habían autorizado para compartir las pruebas con las autoridades. Estas pruebas incluían declaraciones de testigos, fotografías y grabaciones de video que implicaban a militares o policías en desapariciones forzadas.
Cuando volvimos a reunirnos con el equipo de fiscales seis semanas más tarde, constatamos que no habían logrado mayores progresos. Les reiteramos nuestras recomendaciones para avanzar con las investigaciones y les pedimos que nos informaran cuando hubieran logrado avances. Nunca lo hicieron. Unos meses después, Murillo Karam nos dijo que había perdido la esperanza que su equipo resolviera alguno de los casos.
En cuanto a la base de datos, no hubo el más mínimo avance durante más de un año. Cuando el Gobierno finalmente rompió el silencio, fue para emitir una serie de anuncios contradictorios que generaron más confusión que claridad. En mayo de 2014, la Secretaría de Gobernación anunció escuetamente que después de depurar las listas concluía que la cantidad de personas ausentes había descendido a 8 mil. En junio, indicó que la cifra era de 16 mil. En agosto, de 22 mil.
En vez de hacer pública la base de datos como se había comprometido, el Gobierno generó un portal en línea que solamente permitía a los usuarios averiguar si personas específicas estaban en dicha base y, en cada caso, dónde y cuándo habían sido vistas por última vez. El portal era apenas una estrecha rendija, pero aun así fue suficiente para poner de manifiesto que la base de datos —que se suponía era clave para encontrar a los desaparecidos— tenía muchísimos vacíos. En diciembre de 2013, Animal Político informó que 86 de los 149 casos de desapariciones forzadas que habíamos identificado en nuestro informe ni siquiera aparecían en la base de datos. Tres años más tarde, en 2016, un grupo de organizaciones mexicanas (como FUNDAR, Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en México, y el Comité de Familiares de Detenidos Desaparecidos Hasta Encontrarlos) descubrió que tampoco estaba la gran mayoría de los más de 600 casos que ellos habían denunciado.
No es que el gobierno de Peña Nieto no haya hecho nada para abordar la crisis. En junio de 2013, Murillo Karam, a pesar o quizás justamente porque estaba perdiendo fe en el equipo de fiscales ad-hoc que trabajaba en nuestros casos, conformó una unidad especial dentro de la PGR para investigar desapariciones. En los cinco años transcurridos desde entonces, la unidad ha encontrado 379 personas (177 con vida, 202 muertos). Aunque este es un logro importante, representa una fracción de la cantidad total de personas no localizadas—que actualmente son más de 37 mil, según el gobierno.
Pero la unidad especializada no ha logrado hacer justicia en ninguno de los casos. La unidad, que en octubre de 2015 se convirtió en una fiscalía, ha abierto menos de 1.300 investigaciones penales, ha presentado cargos únicamente en 11 y no ha obtenido ni una condena. Aunque puede haber habido algunos procesos penales exitosos en casos de desaparición impulsados por procuradurías estatales, y unos pocos por agentes de la PGR fuera de la fiscalía especial, la impunidad sigue siendo la regla.
Mirándolo retrospectivamente, el segundo motivo que expusimos al presidente Fox para juzgar las desapariciones de la “guerra sucia” —la justicia como factor de disuasión contra futuros abusos— ameritaba un énfasis mucho mayor. Entre los casos que el equipo de Murillo Karam fue incapaz de resolver, estaban las desapariciones de 10 personas por elementos de la Marina en Nuevo Laredo a principios de junio de 2011. En julio de 2013, durante el primer año de la presidencia de Peña Nieto, se informó en Nuevo Laredo de otra ola muy parecida de secuestros cometidos por elementos de la Marina. Y en 2018, durante el último año de Peña Nieto, hubo otra más.
Las familias de las víctimas empezaron a denunciar las desapariciones en febrero de este año. Pero la PGR recién inició investigaciones en junio luego de que familiares bloquearan la frontera con Estados Unidos pidiendo que las autoridades actuaran y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos anunciara que había documentado la posible desaparición forzada de, al menos, 23 personas por elementos de la Marina. Y recién a mediados de agosto —después de que familiares consiguieran una orden judicial federal— agentes de la PGR visitaron las tres bases navales en Nuevo Laredo buscando información y rastrillaron un terreno donde algunos creían que podrían haber sido enterradas las víctimas. El número de personas presuntamente desaparecidas por la Marina ha aumentado a más de 40, según el Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo, una organización no gubernamental. Las autoridades han encontrado los cuerpos de nueve de las víctimas. Las demás siguen desaparecidas. No se han presentado cargos penales.
A pocos días de concluir la presidencia de Peña Nieto, pareciera que los agentes estatales responsables por la desaparición de personas pueden seguir estando tan confiados como cuando este asumió —o como lo estaban durante la presidencia de Fox o durante la “guerra sucia”— de que no responderán por sus acciones.
El presidente Fox creó una fiscalía especial que intentó —con poco éxito— juzgar crímenes de la “guerra sucia”. No obstante, uno de sus pocos pero importantes logros fue una sentencia de la Suprema Corte de Justicia que estableció que las desapariciones forzadas son delitos permanentes. El delito persiste mientras la víctima siga desaparecida. Este principio, que luego fue incorporado en la ley general sobre desapariciones de 2017, permite que los agentes del Ministerio Público impulsen investigaciones de casos que, de lo contrario, habrían prescrito, como han hecho en otros países de América Latina. Pero es mucho más que un mero argumento jurídico, pues capta un aspecto esencial de este delito en la experiencia de los familiares, para quienes el profundo sufrimiento continúa mientras se desconozca el paradero de las víctimas.
La crisis de desapariciones en México pronto pasará a ser responsabilidad de Andrés Manuel López Obrador. A fin de apreciar cabalmente qué implica esa responsabilidad, es crucial que se entienda la naturaleza permanente del delito. Las desapariciones forzadas cometidas durante el mandato de sus antecesores seguirán como delitos permanentes durante su mandato, hasta tanto no se conozca el paradero de las víctimas. Si su Gobierno no logra esclarecer judicialmente hechos, estará perpetuando estos crímenes. Además, si no juzga a los autores y sus cómplices, incrementará las probabilidades de que haya más delitos de este tipo. Es decir, apenas asuma, todas estas desapariciones —pasadas, presentes y futuras— pasarán a ser su responsabilidad.
Desde la elección, el equipo de López Obrador ha celebrado múltiples foros públicos con familiares de víctimas. La próxima secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, y su subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, se han pronunciado en términos enérgicos —y con elocuencia— sobre la catástrofe de derechos humanos que heredarán. El mismo López Obrador también ha reconocido la gravedad del problema como nunca antes lo hicieron sus antecesores.
Sin embargo, el presidente electo ha enfrentado férrea resistencia de los familiares en un aspecto: su reiterada insistencia en la importancia de perdonar a los agresores. Esto no debería haberle causado ninguna sorpresa. Es problemático pedirles a víctimas de cualquier tipo de delitos que perdonen a agresores que no han sido llevados ante la justicia ni han pedido ser perdonados. Pero es mucho más insensible aún para las familias que padecen el efecto permanente de la desaparición forzada de un ser querido. Es como pedir a una persona que perdone a su agresor mientras sigue siendo agredida, o que perdone a su torturador mientras todavía está sufriendo la tortura.
Estas familias han soportado afrentas incluso peores que la insistencia de López Obrador con el perdón. El próximo artículo de esta serie analizará en mayor profundidad la crueldad inconmensurable que entraña la negligencia grotesca por parte de México de su crisis de desapariciones, y cómo las respuestas de los familiares —en forma individual y colectiva— podrían tener efectos transformadores para el estado de derecho en México.
Daniel Wilkinson. Director ejecutivo adjunto para las Américas de Human Rights Watch.
Daniel Wilkinson. Hrw.org. México, 26/11/18

México: Los otros desaparecidos
Este 15 de enero, el presidente Andrés Manuel López Obrador instalará la Comisión Presidencial para la Verdad y el Acceso a la Justicia en el Caso Ayotzinapa para asistir a las familias de los 43 estudiantes que desaparecieron en Iguala, Guerrero, en 2014. Fue apropiado —y encomiable— que el decreto que creó esta importante iniciativa fuera uno de los primeros actos oficiales realizados por su presidencia en diciembre. Fue apropiado asimismo que los familiares de otras personas desaparecidas se hicieran presentes afuera de la ceremonia de firma para exigir que también atendiera sus casos.
La desaparición de los estudiantes en Iguala conmovió la conciencia de México —y del mundo entero— como pocas atrocidades en el país lo habían hecho. Esto se debió al gran número de víctimas, a que éstas eran estudiantes, a que en su desaparición estuvieron implicadas las autoridades y a que el Ministerio Público no tuvo la capacidad o la voluntad para encontrarlos. Pero la indignación pública fue también consecuencia del hecho que este crimen atroz no era un incidente aislado, cuestión que se hizo patente casi de inmediato.
En efecto, en medio de la intensa presión por encontrar a los estudiantes, la Procuraduría General de la República (PGR) siguió indicios que llevaron a los investigadores hasta fosas clandestinas cerca de Iguala y, en unas cuantas semanas, de ellas fueron exhumados 39 cuerpos. Ninguno correspondía a los estudiantes. El interés público que suscitaron las desapariciones en Guerrero animó a otras personas en este estado a hablar sobre sus propios seres queridos desaparecidos. Las familias exigieron investigaciones o empezaron su propia búsqueda. Algunas se agruparon para formar el colectivo Los Otros Desaparecidos de Iguala. Hasta ahora sus esfuerzos han dado como resultado la exhumación de más de 160 cuerpos.
Colectivos en otros estados han logrado resultados similares: más de 30 cuerpos fueron encontrados en Nayarit, 200 en Sinaloa y 300 en Veracruz. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos señala que, desde 2007, en 17 estados se han hallado más de 1,300 fosas clandestinas con más de 3,900 cuerpos —un informe de periodistas independientes divulgado recientemente acusa una cifra incluso mayor: casi 2,000 fosas en 24 estados—. Y éstas son tan solo las que se han encontrado. Según la actual Secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, el país está “lleno de fosas clandestinas”.
Estos colectivos han recurrido a una técnica sencilla para localizar los cuerpos sepultados. Ante la sospecha de que en un determinado sitio puede haber una fosa, perforan el suelo con una varilla de hierro. Si al extraerla se advierte el olor putrefacto de la muerte, saben que han acertado. De una manera similar, las familias de los desaparecidos —a través de sus tenaces intentos por conseguir respuestas de las autoridades— han logrado penetrar el velo de opacidad que cubre al estado y han liberado el hedor de la maldad que brota de instituciones gubernamentales, que parecen estar corrompidas hasta la médula.
Puede ser que “maldad” sea una palabra muy dura, pero ningún término más suave sería proporcional a la magnitud del sufrimiento de estas familias, cuyos miembros no pueden escapar de la tortura psicológica que proviene del desconocimiento del lugar en el que se encuentran sus seres queridos. Esta maldad no se limita a la crueldad activa de los policías y de los soldados que detienen y asesinan a civiles o los entregan al crimen organizado. Tampoco a la perversión de los agentes del Ministerio Público, quienes recurren a la tortura y al engaño para “resolver” estos casos. Hay otra manifestación todavía más banal de la maldad —y más generalizada—, cuya crueldad podría ser incluso más gratuita: la indolencia de los funcionarios ante la necesidad de las familias de encontrar a sus seres queridos y liberarse de la insoportable incertidumbre en la que se encuentran.
Actualmente hay más de 37,000 personas desaparecidas o “extraviadas” en México, según el Gobierno. Esta cifra es aún más perturbadora si se confronta con otra: 26,000 cuerpos no identificados en el país. Es posible que algunos de los desaparecidos todavía estén con vida en algún sitio. Los restos de otros puede que nunca se encuentren, como sucedió con las víctimas de la “guerra sucia” de la década de 1970, que fueron arrojadas al mar. Algunos de los desaparecidos —según la actual Secretaria de Gobernación— siguen enterrados en fosas clandestinas. Pero muchos de ellos descansan en las morgues, sencillamente a la espera de ser identificados.
Identificar estos cuerpos debería ser una tarea relativamente sencilla: comparar el ADN de los cuerpos y de los familiares de los desaparecidos y verificar cuáles coinciden. Pero para eso harían falta instituciones estatales que tengan la capacidad y la voluntad de hacer ese trabajo, algo que, hasta ahora, no se ha visto.
Cuando una ONG local llevó a investigadores independientes a una morgue en Chilpancingo, Guerrero, en 2017, encontraron 600 cuerpos en una instalación con capacidad para 200. Había montículos de cuerpos embolsados y apilados sobre el suelo, infestados de gusanos y ratas. El sistema de refrigeración no funcionaba y el hedor que salió del lugar al abrir las puertas era tan intenso, que los agentes del Ministerio Público que trabajaban en un edificio contiguo suspendieron sus labores en señal de protesta.
En septiembre pasado, luego de que vecinos de un suburbio de Guadalajara, Jalisco, se quejaran por el hedor fétido y la sangre que emanaban de un tráiler estacionado en su vecindario, los medios de comunicación locales revelaron su contenido: 273 víctimas de homicidios. El camión —alquilado por las autoridades— había estado durante días en distintos lugares en los suburbios de Guadalajara, con el sistema refrigerante averiado, en busca de un lugar definitivo para estacionarse.
Más grave que no haber mantenido refrigerados los cuerpos, es no haber adoptado medidas para identificarlos. El fiscal de derechos humanos en Jalisco reconoció que se habían hecho registros basicos (incluyendo ADN) de solo 60 de los más de 440 cuerpos no identificados en el estado. De manera similar, en la morgue de Chilpancingo, a la mayoría de los cadáveres no identificados nunca se les han tomado muestras de ADN. Resulta llamativo que lo que provocó las protestas en ambos estados no fuera la gran cantidad de cuerpos sin identificar, sino el hedor. Esta actitud puede ser comprensible en los residentes de Guadalajara. Pero, ciertamente, a los funcionarios en Guerrero debería haberles preocupado que su propia institución no conservara ni identificara adecuadamente los cuerpos que estaban al lado, sobre todo si se considera la gran cantidad de personas que se presentan regularmente a sus despachos, buscando desesperadamente a sus seres queridos desaparecidos.
Rocío Valencia Moreno es una de esas personas. Su hijo mayor —un médico de 32 años— fue secuestrado a principios de 2013 en Guerrero. Temiendo lo peor, visitó la morgue de Chilpancingo a diario durante meses. Los funcionarios le permitieron a ella y a su hijo más joven ver algunos de los cadáveres, pero no todos. Muchas veces se desmayaba a causa del hedor. Su peso bajó de 50 a 32 kilos y empezó a sufrir hipertensión. Pero nunca dejó de buscar a su hijo. En 2017, una activista que tenía muchos contactos le consiguió una reunión con el entonces Secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong. Éste envió a un equipo a Chilpancingo para investigar. Descubrieron que el cuerpo de su hijo había estado en la morgue todo ese tiempo. Fue encontrado y fotografiado por las autoridades locales —intacto y fácilmente reconocible— una semana después de que desapareciera. Para ella fueron cuatro años de agonía innecesaria.
La desidia no se limita al pobre control de las morgues. Cuando las autoridades toman medidas para identificar los cuerpos, suelen manejar mal la información que recolectan. En 2015, la periodista de investigación Marcela Turati entrevistó a una mujer cuyo hijo había desaparecido en 2011, mientras viajaba hacia la frontera estadounidense. Cuando la madre escuchó que se habían hallado fosas comunes en Tamaulipas —algunas semanas más tarde— denunció la desaparición de su hijo a las autoridades que investigaban el hallazgo. Proporcionó una descripción de su ropa, sus rasgos físicos y una muestra de ADN. En 2015, Turati accedió a los informes forenses de los cuerpos que habían sido encontrados en San Fernando en 2011, los cuales fueron enterrados tiempo después en fosas comunes. Uno de ellos pertenecía a una persona de sexo masculino, cuyas características coincidían con la descripción dada por la madre. Había sido encontrado años antes, con un documento de identidad en uno de los bolsillos —en el que se leía el nombre del hijo de la mujer—. Nunca se informó a la madre. Cuatro años de agonía innecesaria. 
La negligencia habitual de los servidores públicos para recolectar y manejar adecuadamente la información no es exclusiva en los casos de desaparición de personas. Al contrario, es común en investigaciones de todo tipo de abusos y en prácticamente todos los tipos de delitos. La diferencia es lo que está en juego en los casos de desapariciones. La desaparición es un delito permanente, lo que implica que mientras se desconozca el paradero de la víctima, la transgresión continúa. Al dejar estos casos sin resolver, las autoridades no sólo prolongan el crimen sino, sobre todo, prolongan la agonía de las familias que desconocen el paradero de sus seres queridos.
***
En respuesta a esta agonía prolongada, ha surgido un movimiento compuesto por personas como Rocío Valencia Moreno, los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y miles más a quienes les falta un ser querido. Se han agrupado en más de 70 colectivos —activos a través de todo el país— que rastrean morgues, cárceles, cerros y lotes baldíos; tocan las puertas del gobierno, marchan en las calles y hablan con los medios. Muchos están coordinando sus luchas individuales y colectivas a través de una organización nacional que los congrega: el Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México.
Este es, en muchos sentidos, un movimiento sin precedentes en México. Su rasgo más notable es la naturaleza del sufrimiento que alimenta sus esfuerzos, lo cual los lleva a hacer cosas que pocos mexicanos harían. Exigen investigaciones que los ponen en la mira de posibles represalias de peligrosos integrantes de la delincuencia organizada o de las fuerzas de seguridad — y siguen presionando incluso tras recibir amenazas de muerte que paralizarían a cualquiera. Sacrifican su tiempo, energía y ahorros —en algunos casos incluso sus hogares y carreras— para seguir el más mínimo indicio. El tipo de análisis racional de costo-beneficio o de riesgo-recompensa que lleva a otros a resignarse ante el abuso, la corrupción y la incompetencia de las instituciones gubernamentales, no tiene ninguna relevancia para ellos. Renunciar a sus seres queridos desaparecidos no es una opción.
Una segunda característica distintiva de este movimiento es su autoridad moral. Desde que el presidente Felipe Calderón inició la “guerra contra las drogas” en 2006, las autoridades han promovido la idea de que las víctimas de la violencia fueron al mismo tiempo criminales y, por eso, merecerían lo que les ocurrió. Pero no es tan sencillo despreciar cínicamente el padecimiento de las familias y considerarlo también merecido. Al contrario, lo cierto es que su calvario ha despertado la compasión de la mayoría de la gente y ha inspirado a algunos funcionarios a desempeñar sus funciones con una dedicación que no es habitual.
Por ejemplo, detectamos esto en Monterrey, Nuevo León, luego de que la organización no gubernamental Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos (CADHAC) facilitara reuniones entre familiares de víctimas de desaparición y agentes del Ministerio Público estatal, a comienzos de 2011. Varios de los agentes del Ministerio Público nos dijeron que estos encuentros les generaban un “compromiso moral” que antes no tenían. “Te hace que te esfuerces más, y no sólo mandar oficios como se hizo en el pasado”, nos dijo un fiscal. Otra confesó que antes de las reuniones, las denuncias simplemente las “leía y las ponía al lado”; y que luego empezó a indagar y seguir nuevas pistas. El resultado fue un aumento sustancial en la cantidad de casos resueltos y procesos iniciados contra los presuntos responsables.  
Una tercera característica de este nuevo movimiento es su pragmatismo. A diferencia de muchos otros movimientos de protesta, a las familias de los desaparecidos —en general— no las mueven intereses ideológicos o políticos, sino el deseo desesperado de que se resuelvan sus casos. Quieren que las instituciones públicas funcionen mejor, sin importar la ideología de quién esté a cargo. Según un miembro de CADHAC, uno de los motivos del éxito de la colaboración entre los agentes del Ministerio Público y las familias en Nuevo León fue que los primeros se dieron cuenta de que los familiares no estaban allí por “lucha de poderes”, sino para llevar a cabo una “búsqueda conjunta de soluciones”.
En un contexto distinto, esta tercera característica podría parecer superficial, pero en una época en que la mayor parte de la sociedad está fuertemente polarizada, y en un país donde muchas personas parecen haber abandonado cualquier esperanza en su sistema de justicia penal —evidenciado por el hecho de que la mayoría de los crímenes no son reportados—, el firme compromiso de estas familias para hacer que el sistema produzca resultados no es nada menos que radical.
Con esta poderosa combinación de características —determinación inamovible, autoridad moral irreprochable y pragmatismo radical—, las familias de los desaparecidos tienen el potencial para ser una fuerza transformadora en México. Sus esfuerzos ya han llevado a miles de exhumaciones e investigaciones judiciales, que resultaron en la resolución de cientos de casos. También son, en gran parte, responsables de la aprobación en 2017 de una de las leyes más ambiciosas sobre derechos humanos en la historia del país.
La ley general sobre desapariciones fue uno de los pocos avances significativos en la promoción de los derechos humanos durante la pasada administración. El presidente Enrique Peña Nieto se comprometió a apoyarla en respuesta a las protestas nacionales de apoyo a las familias de los estudiantes de Ayotzinapa. Su contenido fue negociado con la participación activa y directa de las familias de las víctimas, incluso en el proceso de redacción en el Congreso.
El resultado es una detallada ley que aborda una variedad amplia de preocupaciones y demandas de las familias. Entre ellas, la principal es encontrar los desaparecidos. La ley exige crear varias bases de datos nacionales —incluidas la de personas no localizadas y la de cuerpos no identificados— y especifica la información que deben recopilar e intercambiar las autoridades federales y locales. Crea un organismo federal, la Comisión Nacional de Búsqueda, para coordinar las iniciativas de búsqueda que realizan los fiscales, policías y otros organismos federales y estatales, y exige que cada estado establezca una comisión similar. Estas comisiones podrían resolver una gran cantidad de desapariciones en un plazo relativamente breve, con tan solo cerciorarse de que los organismos gubernamentales pertinentes compartan la información que ya tienen a través de las nuevas bases de datos.
Además, la ley contiene fuertes disposiciones para promover la justicia, incluida una definición de “desaparición forzada” congruente con el derecho internacional de los derechos humanos, que aborda aspectos clave de la tipología de este delito. Uno de estos aspectos es el ocultamiento de información sobre el paradero de la víctima. La ley establece que los funcionarios que incurran en esta práctica pueden ser juzgados, incluso si no fueron partícipes en la detención ni tuvieron contacto con la víctima. Asimismo, la ley permite una reducción sustancial de la pena para los agresores que proporcionen información acerca del paradero de las víctimas, lo que genera un fuerte incentivo para la colaboración eficaz. 
La ley exige que todos los estados establezcan fiscalías especializadas para los casos de desapariciones, como la que ya existe en la PGR. Con la información facilitada por aquellos perpetradores que intenten reducir sus penas y con las bases de datos mejoradas y las búsquedas coordinadas, estas unidades especializadas podrían lograr avances sin precedentes en el procesamiento de los responsables.
Es ya habitual que en México se promulguen leyes valiosas para proteger los derechos humanos que luego no se implementan. Sin embargo, lo que distingue a esta ley de otras anteriores es el ímpetu del movimiento de familiares de víctimas que está detrás. Efectivamente, la ley reconoce a los familiares de las víctimas el derecho de participar en búsquedas e investigaciones y dispone que se creen programas para protegerlos de represalias —así como a todos los involucrados en iniciativas de búsqueda—. También exige la creación de consejos ciudadanos tanto a nivel federal como estatal, integrados por familiares de víctimas, defensores de derechos humanos y expertos que brinden asesoría y den seguimiento al trabajo de las comisiones de búsqueda.
Si estos consejos ciudadanos —y las familias individuales y los colectivos que representan— consiguen trabajar con estos nuevos mecanismos de la misma manera con la que han trabajado junto a las autoridades de Nuevo León y de otras partes del país —es decir, inspirando, interpelando, colaborando o presionando a las autoridades para que produzcan resultados—, podrían dar pie al primer avance significativo en México de cara a abordar la catástrofe de derechos humanos que ha generado la fallida “guerra contra las drogas”. El éxito de este plan podría tener un impacto mucho más allá de los casos de desapariciones, al poner en acción a las instituciones responsables de asegurar justicia y terminar con una era de impunidad casi absoluta de los miembros de las fuerzas de seguridad, cuyos abusos han contribuido a incrementar la violencia.
Ciertamente, hay motivos de sobra para ser escépticos. Uno de ellos es la falta de capacidad o la poca predisposición que desde hace tiempo muestran las autoridades mexicanas en la investigación de asuntos relacionados con actividades delictivas de las fuerzas de seguridad. Otro es la férrea resistencia de las fuerzas de seguridad —sobre todo los militares— a responder de algún modo concreto y creíble ante la justicia penal ordinaria. Las probabilidades de que esta dinámica de impunidad continúe durante la gestión de López Obrador sólo han aumentado a raíz de su plan de conceder a las fuerzas militares un rol permanente y aún más protagónico en materia de seguridad pública.
Aun así, la esperanza contra todo pronóstico es precisamente la maldición que se les ha impuesto a las familias de los desaparecidos, ya que ellos no están dispuestos a renunciar a sus seres queridos ausentes, ni pueden hacerlo. Una paradoja perversa de la crisis de derechos humanos que vive México es que el sufrimiento de estas familias —causado por el más cruel de los crímenes— pueda llegar a ser una clave para que el país salga de esta catástrofe.
Sin embargo, para que eso sea posible, López Obrador deberá comprometerse a apoyar los esfuerzos de estas familias en todo el país con la misma fuerza que está apoyando a las familias de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Específicamente, deberá asegurarse de que los mecanismos establecidos por la ley general sobre desapariciones reciban fondos suficientes y el apoyo proactivo de otras instituciones gubernamentales, y de que respondan plenamente a los consejos ciudadanos, a los colectivos y a las familias individuales. Y tal vez lo más importante sea que, cuando los reclamos de verdad y justicia de las familias se enfrenten a la resistencia de los militares y de otras fuerzas de seguridad —algo que inevitablemente sucederá si se avanza en los numerosos casos sobre desapariciones forzadas—, el presidente deberá expresar de forma inequívoca de qué lado está.
Daniel Wilkinson. Director ejecutivo adjunto para las Américas de Human Rights Watch.
Daniel Wilkinson. Hrw.org. México, 14/01/19

1604. Informe Mundial 2019 de Human Rights Watch: los ataques de los autócratas a los derechos enfrentan nuevas resistencias


Informe Mundial 2019 de Human Rights Watch: los ataques de los autócratas a los derechos enfrentan nuevas resistencias
Las nuevas alianzas de gobiernos y los grupos de la sociedad civil obtienen victorias
Berlín, Alemania. Existe una creciente tendencia mundial de contraataque frente a los abusos de los autócratas que acaparan los titulares, dijo Human Rights Watch en el lanzamiento de su Informe Mundial 2019. Tanto en la Unión Europea como en las Naciones Unidas y en todo el mundo, coaliciones de Estados, a menudo respaldadas por grupos de la sociedad civil y protestas populares, están resistiéndose a los populistas que violan los derechos humanos.
En la 29ª edición del Informe Mundial 2019, de 674 páginas, Human Rights Watch analiza las prácticas de derechos humanos en más de 100 países. En su ensayo introductorio, el director ejecutivo Kenneth Roth afirma que la gran novedad del último año no ha sido la persistencia de las tendencias autoritarias sino la creciente oposición que enfrentan. Esta resistencia ha quedado de manifiesto en los esfuerzos por desafiar los ataques contra la democracia en Europa, evitar un baño de sangre en Siria, garantizar la rendición de cuentas de los responsables de la campaña de limpieza étnica contra los musulmanes rohinyá en Birmania, detener los bombardeos y bloqueos dirigidos por Arabia Saudita de civiles yemeníes, defender la prohibición de larga data de las armas químicas, convencer al presidente de la República Democrática del Congo Joseph Kabila para que aceptase los límites constitucionales a su mandato, y exigir una exhaustiva investigación del asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi.
“Los mismos populistas que están propagando el odio y la intolerancia también están estimulando una resistencia que sigue ganando batallas”, dijo Roth. “El triunfo en ningún caso está garantizado, pero las victorias en el último año sugieren que los excesos de los regímenes  autocráticos están avivando un poderoso contraataque a favor de los derechos humanos.
En Europa, el apoyo a los derechos adoptó muchas formas, tanto en las calles como en las instituciones. Grandes multitudes en Budapest protestaron contra las medidas del líder húngaro Victor Orbán para cerrar la Universidad Centroeuropea, un bastión académico de investigación y librepensamiento, y promulgar la denominada “ley de esclavitud” que incrementa las horas extraordinarias permitidas y autoriza demoras de tres años en el pago de estas horas.
Septiembre marcó un hito para la UE, cuando el Parlamento Europeo respondió al régimen cada vez más autoritario de Orbán mediante una votación para lanzar un proceso que podría desembocar en sanciones políticas bajo el artículo 7 del Tratado de la UE. Casi el 70 por ciento de los miembros del Parlamento Europeo de un amplio espectro de partidos apoyaron esta medida sin precedentes. En medio de las discusiones sobre la posible vinculación del próximo presupuesto quinquenal de la UE, previsto para fines de 2020, al respeto por los estándares democráticos, la medida del Parlamento apunta a que Hungría, uno de los mayores receptores per cápita de fondos de la UE, ya no podrá depender de la generosidad de Europa si continúa socavando las libertades democráticas fundamentales de la UE.
Decenas de miles de polacos tomaron repetidamente las calles para defender a sus tribunales de los intentos del partido gobernante de socavar su independencia. Los jueces de Polonia se negaron a abandonar sus puestos pese a la campaña de purga del líder del partido Ley y Justicia, Jarosław Kaczyński; el Tribunal de Justicia de la UE respaldó posteriormente su negativa a ser destituidos y, como resultado, fueron restituidos por las autoridades.
Más allá de sus fronteras, la UE y algunos Estados miembros demostraron un liderazgo notable en cuestiones de derechos humanos. Los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo e Irlanda, junto con Canadá, tomaron la iniciativa para garantizar que el Consejo de Derechos Humanos de la ONU se resistiera a la fuerte presión de Arabia Saudita para evitar el escrutinio de presuntos crímenes de guerra cometidos en Yemen. Tras el asesinato de Khashoggi, Alemania impidió que 18 funcionarios saudíes ingresaran en el área Schengen de 26 naciones, mientras que Alemania, Dinamarca y Finlandia detuvieron la venta de armas al reino. (Estados Unidos y Canadá también impusieron sanciones específicas contra muchos de los saudíes implicados en el asesinato). Esta presión puede haber contribuido al acuerdo de la coalición liderada por Arabia Saudita durante las negociaciones dirigidas por la ONU a un alto el fuego en los alrededores del puerto de Hodeidah en Yemen, un punto de acceso crítico para la población amenazada por la hambruna.
La canciller alemana, Angela Merkel, y el ministro de Relaciones Exteriores, Heiko Maas, criticaron públicamente al presidente de Rusia, Vladimir Putin, al presidente de China, Xi Jinping, y al presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, por quebrantar los derechos humanos y reprimir a la oposición política, activistas y periodistas. Durante los próximos dos años, Alemania será un miembro no permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, brindando oportunidades para que Berlín lidere con el ejemplo.
En EE.UU., el presidente Donald Trump intentó movilizar su base de apoyo tratando de retratar a los solicitantes de asilo que huyen de la violencia en Centroamérica como una crisis. El Partido Demócrata de oposición ganó el control sobre la Cámara de Representantes en las elecciones de mitad de período, en parte por el rechazo que los votantes mostraron a esa campaña de propagación del miedo.
Otras transferencias de poder reflejaron preocupaciones en cuestiones de derechos humanos. Los votantes en Malasia y las Maldivas expulsaron a sus líderes corruptos. El primer ministro de Armenia renunció en medio de masivas protestas por presunta corrupción. Bajo la presión popular, Etiopía reemplazó un gobierno que durante mucho tiempo fue abusivo por uno nuevo dirigido por un primer ministro que ha lanzado un impresionante programa de reformas. Legisladores, tribunales y los ciudadanos de Sri Lanka rechazaron un “golpe constitucional” por parte del actual presidente y su antecesor.
La tendencia no es sólo positiva. Los actuales autócratas intentan socavar la democracia demonizando a las minorías vulnerables y convirtiéndolas en chivos expiatorios para reforzar su apoyo popular, dijo Human Rights Watch. Estos líderes debilitan los controles institucionales al poder del gobierno, incluyendo un poder judicial independiente, medios de comunicación libres y grupos cívicos comprometidos. El costo humano puede ser enorme, como demuestran la crisis humanitaria en la Venezuela otrora rica en petróleo, los miles de asesinatos extrajudiciales como parte de la “guerra contra las drogas” en Filipinas o la detención arbitraria en China para adoctrinamiento forzado de aproximadamente 1 millón de uigures y otros musulmanes, según estimaciones fidedignas.
En el último año China intensificó su represión a los peores niveles vistos desde la masacre de manifestantes en 1989 del movimiento democrático de la Plaza Tiananmen. Xi eliminó los límites de mandato a su presidencia y amplió enormemente el operativo de vigilancia de los ciudadanos ordinarios en China. Las autoridades ampliaron su ataque a la libertad de expresión deteniendo a periodistas, procesando a activistas, reforzando el control ideológico sobre las universidades y expandiendo la censura en Internet.
El hecho de que los autócratas no brinden protección para los derechos humanos fundamentales ha facilitado que líderes despiadados eludan las consecuencias de atrocidades masivas, como los ataques de Siria contra civiles en áreas controladas por fuerzas antigubernamentales y el bombardeo y bloque indiscriminado y desproporcionado por parte de la coalición liderada por Arabia Saudita de civiles yemeníes. Sin embargo, la creciente oposición mundial aumentó el costo de tales acciones, señaló Human Rights Watch.
El Consejo de Derechos Humanos de la ONU votó abrumadoramente a favor de la adopción de  una resolución histórica, presentada conjuntamente por la Organización de Cooperación Islámica y la UE, para crear un mecanismo para recopilar, preservar y analizar pruebas de los crímenes internacionales más graves cometidos en Birmania desde 2011, con el objetivo de preparar casos para futuros procesamientos.
En Siria, las fuerzas gubernamentales respaldadas por Rusia, Irán y el grupo armado Hezbolá recuperaron el control sobre la mayor parte del país. La presión europea sobre Rusia ayudó a frenar un ataque total en la provincia de Idlib, en el noroeste del país, donde era probable otro baño de sangre conforme la alianza militar sirio-rusa amenazaba con volver a bombardear indiscriminadamente a los 3 millones de civiles que habitan en la provincia. En septiembre Putin aceptó un alto el fuego que, si bien precario, sigue resistiendo, lo que demuestra que incluso en una situación tan complicada, una acción internacional concertada puede salvar vidas.
La presión de otros países africanos fue clave para persuadir al presidente congoleño, Kabila, de que finalmente programó elecciones para su sucesor, dos años después de que terminara su límite de dos mandatos, aunque ahora hay una disputa sobre los resultados electorales anunciados por la comisión electoral dominada por el gobierno. La amenaza de la retirada masiva de África de la Corte Penal Internacional (CPI) perdió aún más fuerza tras la resistencia de países y grupos cívicos africanos.
Gran parte de este contraataque tuvo lugar en la ONU, incluso a pesar de que los líderes autocráticos intentaron debilitar su multilateralismo y los estándares internacionales que establece. Más allá de sus importantes acciones en Birmania y Yemen, el Consejo de Derechos Humanos de la ONU adoptó por primera vez una resolución que condenaba la severa represión en Venezuela bajo la presidencia del presidente Nicolás Maduro. Cinco gobiernos de América Latina y Canadá instaron a la CPI a abrir una investigación de los delitos en Venezuela, la primera vez en que un gobierno ha solicitado una investigación de la CPI sobre delitos que tuvieron lugar completamente fuera de su territorio.
“El terreno de batalla para proteger los derechos humanos ha cambiado, con la desaparición en acción de muchos participantes tradicionales, algunos de los cuales incluso cambiaron de bando”, dijo Roth. “Pero han surgido coaliciones efectivas para oponerse a los gobiernos que no rinden cuentas ante sus pueblos ni respetan sus derechos”.
Hrw.org. Alemania, 17/01/19

Informe Mundial 2019
Revisión anual de los derechos humanos en todo el mundo.
El Informe Mundial 2019 es el 29º examen anual de Human Rights Watch sobre las prácticas de derechos humanos en todo el mundo. Resume problemas clave de derechos humanos en más de 100 países y territorios en todo el mundo, aprovechando eventos desde finales de 2017 hasta noviembre de 2018.
En su ensayo principal, "Los autócratas del mundo se enfrentan a una creciente resistencia", el Director Ejecutivo de Human Rights Watch, Kenneth Roth, sostiene que si bien los autócratas y los defensores de los derechos a menudo tomaron los titulares en 2018, los defensores de los derechos rechazaron y ganaron fuerza de manera inesperada.
El libro de 674 páginas refleja el extenso trabajo de investigación que el personal de Human Rights Watch emprendió en 2018, generalmente en asociación con activistas de derechos humanos y grupos en el país en cuestión. También refleja el trabajo de nuestro equipo de defensa, que supervisa los desarrollos de políticas y se esfuerza por persuadir a los gobiernos e instituciones internacionales para que controlen los abusos y promuevan los derechos humanos.

México
Eventos de 2018
El presidente Andrés Manuel López Obrador, quien asumió el cargo en diciembre de 2018, heredó una catástrofe de derechos humanos arraigada en la violencia extrema del crimen organizado y el abuso generalizado de los militares, la policía y los fiscales. La administración de su predecesor, el ex presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018), hizo pocos progresos en la mejora de las prácticas de derechos humanos. Las fuerzas de seguridad continuaron cometiendo ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas y torturas. La impunidad por estos crímenes siguió siendo la norma. Las leyes promulgadas en 2017 podrían ayudar a resolver los problemas de tortura y desapariciones, pero la implementación se ha retrasado.
Sistema de justicia criminal
El sistema de justicia penal no suele proporcionar justicia a las víctimas de delitos violentos y violaciones de los derechos humanos. Las causas del fracaso incluyen la corrupción, la capacitación y los recursos inadecuados y la complicidad de los fiscales y defensores públicos con delincuentes y funcionarios abusivos.
En 2013, México promulgó una ley federal de víctimas con el fin de garantizar la justicia, la protección y la reparación de las víctimas de delitos. Las reformas destinadas a reducir la burocracia y mejorar el acceso a las reparaciones se aprobaron en enero de 2017. Sin embargo, las víctimas informan que las demoras burocráticas siguen obstaculizando el acceso.
Abusos militares e impunidad
México ha confiado en gran medida en el ejército para combatir la violencia relacionada con las drogas y el crimen organizado, lo que ha llevado a violaciones generalizadas de los derechos humanos por parte de personal militar. Entre diciembre de 2012 y enero de 2018, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) recibió más de 4,600 quejas sobre presuntos abusos cometidos por militares.
En 2014, el Congreso reformó el Código de Justicia Militar para exigir que los abusos cometidos por miembros de las fuerzas armadas contra civiles sean manejados por el sistema de justicia penal civil y no por el sistema militar, que tiene un historial de no haber responsabilizado a los miembros de las fuerzas armadas. Sin embargo, la búsqueda de justicia por estas violaciones sigue siendo difícil de alcanzar. Una investigación realizada por la Oficina de Washington para América Latina (WOLA) encontró que los fiscales civiles habían abierto 505 investigaciones entre 2012 y 2016 sobre delitos y violaciones de derechos humanos cometidas por soldados, pero solo obtuvieron 16 condenas.
En noviembre de 2018, el Tribunal Supremo anuló la Ley de Seguridad Interior, que entró en vigencia en diciembre de 2017, porque "normalizó el uso de las fuerzas armadas en cuestiones de seguridad pública", que el tribunal dictaminó inconstitucional y en violación de Las obligaciones internacionales de México. La ley habría otorgado a las fuerzas armadas una amplia autoridad para participar en operaciones de seguridad pública, incluida la capacidad de operar sin un control civil efectivo, y habría considerado que la información generada por estas actividades de "seguridad interna" es un asunto de "seguridad nacional", por lo tanto limitando el acceso público. Sin embargo, la misma semana de ese fallo, López Obrador anunció que su gobierno buscará cambiar la constitución para crear una Guardia Nacional controlada por los militares para preservar la seguridad pública.
Tortura
La tortura se practica ampliamente en México para obtener confesiones y extraer información. Se aplica con mayor frecuencia en el período comprendido entre la detención de las víctimas, a menudo arbitrariamente, y la entrega a los fiscales civiles, un período en el que a menudo se las mantiene recluidas en régimen de incomunicación en las bases militares o en los lugares de detención ilegales.
Según una encuesta de más de 64,000 personas encarceladas en 338 prisiones mexicanas ubicadas en todo el país en 2016, realizada por la oficina nacional de estadísticas de México (INEGI), el 64 por ciento de la población carcelaria reportó haber sufrido algún tipo de violencia física en el momento de su arresto: el 19 por ciento informó haber recibido descargas eléctricas; El 36 por ciento se ahoga, se sostiene bajo el agua o se ahoga; y el 59 por ciento de ser golpeado o pateado. Además, el 28 por ciento informó que se les amenazó con dañar a su familia.
Entre diciembre de 2012 y enero de 2018, la Oficina del Fiscal General abrió más de 9,000 investigaciones sobre tortura. Sin embargo, los torturadores rara vez son llevados ante la justicia.
Las investigaciones adolecen de graves deficiencias. En marzo, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos de México publicó una investigación que afirmaba que había encontrado "motivos sólidos para concluir" que al menos 34 detenidos habían sido torturados durante la investigación de la desaparición en 2014 de 43 estudiantes de Ayotzinapa. En mayo, un juez federal estableció que los fiscales no habían investigado adecuadamente las pruebas de tortura a detenidos en el caso Ayotzinapa. Al menos 10 agencias gubernamentales presentaron recursos contra el fallo, que, en el momento de redactar este informe, seguía pendiente.
En abril de 2017, la legislatura mexicana aprobó la Ley para investigar, prevenir y sancionar la tortura, con el objetivo de frenar la tortura y excluir los testimonios obtenidos mediante tortura en procesos judiciales. Al momento de redactar este informe, la implementación de la ley seguía pendiente. Aunque la ley requería que la Oficina del Fiscal General tuviera la infraestructura para un registro nacional de torturas en diciembre de 2017, no lo había hecho hasta agosto de 2018.
Desapariciones Forzadas
Desde 2006, las desapariciones forzadas por parte de las fuerzas de seguridad han sido un problema generalizado. Las organizaciones criminales también han sido responsables de muchas desapariciones.
En octubre de 2018, el ministro del interior declaró que el paradero de más de 37,400 personas desaparecidas desde 2006 sigue siendo desconocido. Según la CNDH, se han encontrado más de 3,900 cuerpos en más de 1,300 tumbas clandestinas desde 2007.
Los fiscales y la policía rutinariamente no toman las medidas básicas de investigación para identificar a los responsables de las desapariciones forzadas, a menudo pidiéndoles a las familias de las personas desaparecidas que investiguen por su cuenta. Desde 2013, la Oficina del Procurador General ha tenido una oficina especializada para investigar y procesar las desapariciones. En agosto de 2018, había abierto 1.255 investigaciones, pero solo presentó cargos en 11 casos. No reportó ninguna condena.
En noviembre de 2017, el Congreso aprobó una ley sobre desapariciones que estableció una definición nacional única para el delito y ordenó la creación de entidades para facilitar la investigación y el procesamiento de las desapariciones. Estos incluyen la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB) que se creó en marzo de 2018 para coordinar los esfuerzos de búsqueda en el campo, y el Sistema Nacional de Búsqueda (SNB), establecido en octubre de 2018 para coordinar las instituciones estatales involucradas en la búsqueda de los desaparecidos.
Sin embargo, al momento de escribir estas entidades aún no estaban completamente operativas. En julio de 2018, el Consejo de Ciudadanos del Sistema Nacional de Búsqueda, un organismo asesor creado por la ley de desapariciones, informó que el CNB no estaba recibiendo los recursos necesarios para cumplir su mandato. El consejo también criticó la falta de coordinación entre las instituciones y expresó su preocupación de que la mayoría de los estados se quedan atrás en la implementación de la ley. Solo 13 de los 32 estados habían creado una oficina del fiscal especializado y solo 9 de los 32 estados tenían comisiones u oficinas locales de búsqueda, a pesar de que la ley ordenaba la creación de esas entidades para febrero y abril de 2018, respectivamente.
Las familias de las víctimas han denunciado repetidamente serios defectos en la identificación y almacenamiento de cadáveres. En septiembre, los medios informaron que en el estado de Jalisco, los vecinos se quejaron de los olores a cadáveres en descomposición y fugas de sangre después de que la oficina del fiscal del estado estacionara un remolque de refrigeración lleno de cadáveres no identificados en su vecindario porque la morgue estaba llena. El ex director de servicios forenses declaró que las autoridades habían usado remolques de refrigeración durante al menos dos años para almacenar más de 250 cuerpos. El fiscal de derechos humanos afirmó que las autoridades habían tomado información y muestras adecuadas para permitir la identificación de solo 60 cuerpos.
En mayo de 2018, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos denunció una "ola de desapariciones forzadas" de al menos 23 personas en Nuevo Laredo, estado de Tamaulipas, entre febrero y mayo. La Comisión Ejecutiva para la Asistencia a las Víctimas (CEAV) indicó que el personal de la Marina probablemente estuvo involucrado en las desapariciones. Sin embargo, los fiscales realizaron esfuerzos de búsqueda limitados, y solo después de que un juez federal, actuando en una apelación de las familias de las víctimas, les ordenó hacerlo. Al momento de escribir, el juez había impuesto 10 multas a la Armada y cinco a la Oficina del Fiscal General porque no respondían a sus preguntas.
Asesinatos extrajudiciales
Los asesinatos ilegales de civiles por parte de las fuerzas de seguridad mexicanas "se producen a un ritmo alarmante" en medio de una atmósfera de "impunidad sistemática y endémica", según el relator especial de las Naciones Unidas sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias en 2014.
Sin embargo, no hay información confiable sobre el número de ejecuciones extrajudiciales. La gran mayoría de los homicidios nunca son procesados. Las autoridades gubernamentales solo registran el número de homicidios y no las circunstancias en que se produjeron. El Departamento de Defensa dejó de registrar el número de civiles que mató a partir de 2014.
Ataques a periodistas
Los periodistas, particularmente aquellos que informan sobre el crimen o critican a los funcionarios, a menudo enfrentan hostigamiento y ataques por parte de las autoridades gubernamentales y los grupos criminales. Muchos periodistas son conducidos a la autocensura como resultado. Un estudio realizado en 2017 por investigadores de la Universidad de Miami y la Universidad Iberoamericana en la Ciudad de México mostró que casi el 70 por ciento de los periodistas dijeron que habían participado en la autocensura por temor a su seguridad personal.
Entre enero de 2000 y agosto de 2018, 110 periodistas fueron asesinados y 25 desaparecidos, según la Oficina del Fiscal General. La CNDH puso ese número aún más alto: reportó 148 periodistas asesinados desde 2000 y 21 desaparecidos desde 2005. Informes de los medios de comunicación indicaron que ocho periodistas fueron asesinados entre enero y septiembre de 2018.
En 2012, el gobierno federal estableció el Mecanismo Nacional de Protección para emitir y coordinar la implementación de medidas de protección para periodistas y defensores de derechos humanos amenazados. Entre octubre de 2012 y julio de 2018, 418 periodistas solicitaron y 357 fueron autorizados a recibir medidas de protección. Sin embargo, la protección ha tardado en llegar y, en algunos casos, ha sido insuficiente. En agosto de 2018, la CNDH y la Oficina Mexicana del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos expresaron su preocupación por la falta de recursos para el mecanismo.
Las autoridades rutinariamente no investigan los crímenes contra periodistas de manera adecuada, a menudo descartando su profesión como un motivo. La CNDH informó en 2016 que el 90 por ciento de los delitos contra periodistas en México desde el año 2000 han quedado impunes, incluido el 82 por ciento de los asesinatos y el 100 por ciento de las desapariciones. Desde su creación en julio de 2010, la Oficina del Fiscal Especial federal abrió más de 1,000 investigaciones sobre delitos contra periodistas. A partir de agosto de 2018, presentó cargos en 152 casos y obtuvo solo siete condenas, de las cuales solo una fue por homicidio.
Derechos de las mujeres y las niñas
Las leyes mexicanas no protegen adecuadamente a las mujeres y niñas contra la violencia doméstica y sexual. Algunas disposiciones, incluidas aquellas que hacen que la severidad de los castigos por algunos delitos sexuales dependientes de la "castidad" de la víctima, contradigan las normas internacionales.
Dieciocho de los 32 estados de México establecen en sus constituciones que existe un derecho a la vida desde el momento de la concepción. Aunque la Corte Suprema dictaminó en 2010 que todos los estados deben proporcionar anticoncepción de emergencia y acceso al aborto para las víctimas de violación, muchas mujeres y niñas enfrentan serias barreras para acceder a los abortos después de la violencia sexual, incluida la intimidación oficial. Según un estudio realizado por el Grupo de Información sobre Reproducción Electiva (GIRE), entre 2007 y 2016, México condenó a 98 mujeres por abortos.
En julio, el Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer instó al estado a tomar medidas para combatir la discriminación de las mujeres, incluso en el lugar de trabajo, y para prevenir la violencia de género y el tráfico de mujeres y niñas.
Migrantes y solicitantes de asilo
Los migrantes que viajan a través de México son frecuentemente víctimas de abusos y violaciones de derechos humanos. En algunos de estos casos hay denuncias de que las autoridades gubernamentales están involucradas. Entre diciembre de 2012 y enero de 2018, la CNDH recibió más de 3,000 denuncias de abusos contra migrantes. Y un informe de WOLA de 2017, que citaba números oficiales, indicaba que había habido 5,294 informes de delitos contra migrantes entre 2014 y 2016 en cinco estados solamente.
Es muy probable que tales crímenes no sean reportados severamente debido al temor a las autoridades, a las represalias y por razones prácticas: las oficinas de los fiscales donde se pueden hacer informes tienden a estar lejos de los lugares donde se cometen los delitos.
Según las estadísticas del gobierno, las detenciones de niños no acompañados de los países del Triángulo del Norte de El Salvador, Guatemala y Honduras fueron significativamente menores en 2017 y 2018 en comparación con 2016, y las tasas de reconocimiento de asilo para los niños no acompañados de estos países han aumentado en los últimos años. Aun así, menos del 1 por ciento de los detenidos cada año recibió protección internacional, muy lejos de la necesidad probable: el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) ha estimado que la mitad de los niños no acompañados que llegan a México desde el norte Triángulo tiene solicitudes de asilo plausibles que deben ser consideradas seriamente.
Orientación Sexual e Identidad de Género
Ciudad de México y 11 estados adicionales han legalizado el matrimonio entre personas del mismo sexo. En otros estados, las parejas del mismo sexo deben presentar una demanda constitucional (amparo) para poder casarse; una decisión de la Corte Suprema de 2015 que sostiene que la definición de matrimonio como solo entre un hombre y una mujer viola la constitución, significa que los fallos en tales casos deben estar a su favor. En septiembre de 2018, una pareja del mismo sexo en Michoacán pudo obtener un certificado de nacimiento para su hijo en el que las dos madres figuraban como padres.
En 2016, la Presidenta Peña Nieto encargó a la Secretaría de Educación que incluyera el tema de la diversidad sexual en sus nuevos materiales educativos, que cumplió en 2018.
En octubre de 2018, la Corte Suprema falló a favor de un solicitante de personas transgénero que buscaba cambiar su marcador de género a través de medios administrativos en el Registro Civil de Veracruz. El fallo, que citó una opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el derecho al reconocimiento legal de género, sugirió que la corte podría defender los derechos de las personas transgénero en un próximo caso que podría crear una jurisprudencia vinculante.
Derechos de la discapacidad
En sus observaciones finales de 2014 sobre México, el Comité de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad descubrió que, a pesar de las nuevas leyes y programas que protegen los derechos de las personas con discapacidad, subsisten graves lagunas, incluso en el acceso a la justicia, la situación legal y el derecho a votar; acceso a edificios, transporte y espacios públicos; la violencia contra las mujeres; y educación.
México no hizo ningún progreso en la implementación del derecho a la capacidad legal de las personas con discapacidad.
En octubre de 2018, la segunda sala de la Corte Suprema de México dictaminó que no admitir a un grupo de niños con discapacidades en escuelas comunitarias y colocarlos en escuelas especiales separadas violaba la Constitución de México.
Actores Internacionales Claves
En septiembre de 2017, el Comité de Trabajadores Migrantes de las Naciones Unidas expresó su preocupación por las "graves irregularidades" en la identificación de las víctimas y los responsables de los asesinatos masivos de migrantes cometidos entre 2010 y 2012 en los estados de Nuevo León y Tamaulipas. También instó al estado a garantizar los derechos de los migrantes en tránsito y pidió a las autoridades mexicanas que "utilicen únicamente la detención de migrantes como último recurso", para mejorar las condiciones de detención y "poner fin de inmediato a" la Detención de niños migrantes.
En abril de 2018, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU instó a México a mejorar su protección de los defensores de los derechos humanos, así como a implementar medidas para abordar la pobreza, la desigualdad y la discriminación, y en julio de 2018, el Comité de la ONU sobre La Eliminación de la Discriminación contra la Mujer expresó preocupación por los informes de esterilización forzada de mujeres con discapacidad en México.
Desde 2007, los Estados Unidos han asignado casi US $ 2,9 mil millones en ayuda a través de la Iniciativa Mérida para ayudar a México a combatir el crimen organizado. En 2015, el secretario de estado de EE. UU. Retuvo $ 5 millones en ayuda de seguridad y dijo que el Departamento de Estado no pudo confirmar que México cumplió con los criterios de derechos humanos del acuerdo, pero México recibió la ayuda completa de Mérida en los años siguientes. En 2018, el Congreso asignó $ 145 millones para la ayuda de Mérida.
Hrw.org. 17/01/19

1594. Human Rights Watch: lecciones de un sexenio perdido


La militarización de la seguridad pública. 
Este artículo es el primero de una serie producida por Human Rights Watch evaluando el sexenio de Enrique Peña Nieto en derechos humanos.
Una de las preguntas más espinosas que enfrentará Andrés Manuel López Obrador como presidente de México es qué hacer con las Fuerzas Armadas. Por más de una década, las fuerzas militares mexicanas han estado abocadas a una “guerra contra las drogas” que ha tenido resultados desastrosos, no sólo en términos de derechos humanos y seguridad pública, sino además por su impacto corrosivo para el estado de derecho. El problema, en pocas palabras, es que hay elementos de las fuerzas militares que están operando en gran parte de México sin mayor control efectivo de las autoridades civiles. La Ley de Seguridad Interior que fue aprobada el año pasado, si es implementada según su actual texto, sólo empeorará esta situación.
El presidente Enrique Peña Nieto heredó este desastre de su antecesor, Felipe Calderón Hinojosa, que a pocas semanas de asumir en 2006, envió de forma masiva a soldados mexicanos a enfrentarse con la delincuencia organizada en distintas regiones del país. En un primer momento, el despliegue de tropas se anunció como una medida temporaria para complementar la actuación de las fuerzas policiales civiles, que se veían superadas por poderosas y despiadadas organizaciones delictivas. Pero al término de ese sexenio, la presencia militar se había vuelto permanente en muchos sitios y las Fuerzas Armadas, en los hechos, reemplazaron a la policía, en vez de tan sólo darle apoyo. 
El fundamento jurídico de la política de Calderón fue dudoso. El artículo 129 de la Constitución establece que “[e]n tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. El gobierno de Calderón Hinojosa justificó el uso de las fuerzas militares citando una tesis de la Suprema Corte de 1996, que indicaba que los militares podían apoyar las actividades de seguridad pública cuando lo solicitaran las autoridades civiles. Pero esa tesis establecía un requisito clave: las Fuerzas Armadas debían desempeñar un papel “auxiliar”, de apoyo a las fuerzas civiles, y en ningún caso podían reemplazarlas. Eso no fue lo que ocurrió.
Habría que tener en cuenta que la Ley de Seguridad Nacional de los tiempos de Vicente Fox pudo haber facilitado la omisión del mencionado requisito. En su definición de “amenaza a la seguridad nacional”, dicha ley incluyó los “[a]ctos tendentes a obstaculizar o bloquear operaciones militares o navales contra la delincuencia organizada”, lo cual permitió para algunos justificar la actuación de las Fuerzas Armadas en este ámbito. Sin embargo, esa es, en el mejor de los casos, una interpretación dudosa. Una reforma constitucional aprobada en 2008, que dispuso (en su artículo 21) que “las instituciones de seguridad pública serán de carácter civil”, debió haber resuelto esta discusión. Evidentemente no fue suficiente.
Peña Nieto pudo haber revertido la militarización de la seguridad pública. Pero optó por no hacerlo. Como candidato, se comprometió a crear un nuevo cuerpo de policía denominado Gendarmería Nacional, integrado por 40 mil agentes. Pero esta promesa quedó prácticamente en el olvido cuando asumió la Presidencia, y la militarización continuó avanzando sin tregua. Entre 2012 y 2017, la cantidad de bases militares de “operaciones mixtas”, donde también hay policías y agentes del Ministerio Público, aumentó de 75 a 182, y su alcance se extendió de 19 a 27 estados. La cantidad de militares destinados a estas bases prácticamente se triplicó. En cambio, la cantidad de agentes de la Policía Federal apenas ha variado, y sigue siendo inferior a 40 mil. La nueva “gendarmería” nunca tuvo más de 5 mil elementos. 
La militarización de la seguridad pública ha tenido resultados previsiblemente desastrosos. Las Fuerzas Armadas en México, al igual que en cualquier otro país, están hechas para la guerra, no para la seguridad pública, y tienen antecedentes de abusos graves contra civiles. Encomendarles que contengan la violencia delictiva fue echarle más leña al fuego. Durante el gobierno de Calderón Hinojosa, ello provocó abusos generalizados, como ejecuciones, desapariciones forzadas y torturas. Y no consiguió reducir la violencia. De hecho, es posible que haya sido un factor que contribuyó al drástico aumento de la cantidad de homicidios en esos años.  
La militarización impulsada por Calderón Hinojosa fue particularmente peligrosa por la falta de control civil efectivo sobre las Fuerzas Armadas. Las fuerzas militares mexicanas son una de las menos transparentes y con menor rendición de cuentas del hemisferio. Hasta hace poco, esto se debía en gran medida a que México se había aferrado a la práctica arcaica de asignar jurisdicción exclusiva a las fuerzas militares por los abusos de sus miembros. Los fiscales y jueces del sistema de justicia militar —que también son militares subordinados a las autoridades castrenses— sirvieron para garantizar la impunidad de los abusos.  
Cuando Peña Nieto inició su presidencia, México acababa de dar un paso histórico para finalmente poner a las Fuerzas Armadas dentro del Estado de derecho. En septiembre de 2012, la Suprema Corte había fallado la última de una serie de decisiones que establecieron que las autoridades civiles debían investigar y juzgar en la justicia penal ordinaria los abusos cometidos por militares contra civiles. Sin embargo, la PGR ha logrado muy pocos avances en el procesamiento de estos casos durante el sexenio de Peña Nieto. De 2012 a 2016, la PGR abrió más de 500 investigaciones contra militares, pero solamente obtuvo 16 condenas, según la organización Washington Office on Latin America (WOLA).
Es posible que la única investigación totalmente independiente que enfrentaron las fuerzas militares durante el sexenio haya sido impulsada por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que se creó para examinar la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Sin embargo, la Sedena no permitió que los investigadores entrevistaran a ningún militar. Al parecer, tanto la PGR como la Segob realizaron esfuerzos conjuntos para persuadir a la Sedena de cooperar, pero no lo lograron. Si ese fuera el caso, sería una clara muestra del grado en que las fuerzas militares mexicanas actúan fuera del control civil.
Las únicas instituciones estatales que han estado dispuestas a confrontar a las fuerzas militares son los órganos autónomos del país. La CNDH ha emitido durante este sexenio decenas de recomendaciones en las cuales concluyó que las Fuerzas Armadas eran responsables de abusos contra civiles. El Inai también ha tenido un papel clave al garantizar el cumplimiento del derecho al acceso a la información, lo cual ha permitido a la sociedad civil obtener información sobre la actuación fuerzas militares.
Sin embargo, la CNDH no tiene potestad para hacer cumplir sus recomendaciones, y las fuerzas militares ignoran sistemáticamente muchas de ellas. El Inai, por su parte, tiene escaso margen para aprobar pedidos de información cuando la Sedena invoca la seguridad nacional.
Fue en este contexto que se promulgó la Ley de Seguridad Interior. Formalmente su objetivo fue establecer normas más claras para la actuación militar dentro del país. Tal vez el argumento más atractivo en favor de la ley era que obligaría a las autoridades civiles a asumir su corresponsabilidad por la catástrofe en seguridad pública que sufre México. El uso de militares para combatir al crimen organizado ha permitido postergar la difícil tarea de crear fuerzas de policía capaces de realizar esas funciones. La ley obligaría a los gobernadores y al presidente justificar las intervenciones militares, reconociendo la incapacidad de las fuerzas policiales para garantizar la seguridad pública.  Además, al solicitar formalmente la intervención militar, estas autoridades estarían asumiendo la responsabilidad política que esto implica.
Lamentablemente, es muy improbable que la Ley de Seguridad Interior que se aprobó responda a los objetivos que se habría propuesto. Por el contrario, otorga a las Fuerzas Armadas más libertad respecto de las autoridades civiles, y mayor potestad sobre ellas. Aunque la ley establece procedimientos para solicitar la intervención militar (artículo 20), también dispone que las fuerzas militares pueden actuar por iniciativa propia, y de manera permanente, para “prevenir” o “atender” “riesgos” a la seguridad interior (artículo 26) o a la seguridad nacional (artículo 6).  Es decir, según la ley, para las intervenciones militares contra la delincuencia organizada no tendrá que mediar una solicitud de las autoridades civiles.
Además, la ley establece que cuando se destina a militares a operaciones de “seguridad interior”, el Presidente designará a un comandante militar, propuesto por las Fuerzas Armadas, para “coordina[r]”, “dirigi[r]” y “asign[ar]” la “misión” de cada autoridad civil que participe (artículo 20). Las fuerzas militares no estarán obligadas a limitarse a un rol auxiliar y subordinado. Más bien, estarán a cargo.
En cuanto a la cuestión más fundamental sobre si las Fuerzas Armadas pueden intervenir en cuestiones de seguridad pública, la ley pretende resolver el conflicto constitucional con un simple giro semántico. El artículo 18 de la ley establece lo siguiente: “En ningún caso, las Acciones de Seguridad Interior que lleven a cabo las Fuerzas Armadas se considerarán o tendrán la condición de seguridad pública”. Así, se podría evadir los límites que impone la Constitución jugando con la ficción que los militares no están en tareas de seguridad pública. Es decir, tal como afirmó el constitucionalista Alejandro Madrazo, “Queda claro: la ley no prohíbe a las Fuerzas Armadas realizar tareas de seguridad pública, prohíbe a los demás llamarles por su nombre”.
Y la cosa empeora. La ley profundiza la considerable opacidad que ya existe en las Fuerzas Armadas y la extiende a las fuerzas de policía que participen en actividades de “seguridad interior”. El artículo 9 establece lo siguiente: “La información que se genere con motivo de la aplicación de la presente ley será considerada de Seguridad Nacional, en los términos de las disposiciones jurídicas aplicables”.  Aunque esta disposición no modifica las normas de fondo acerca de qué tipo de información debería ser accesible, resultará mucho más complejo y lento obtenerla. Al aplicar la calificación de “seguridad nacional” a toda la información generada por actividades contempladas en la ley, es probable que el artículo 9 lleve a los funcionarios a clasificar automáticamente esta información. Así, se trasladaría la carga de demostrar que la información efectivamente no está alcanzada por estas disposiciones a quienes soliciten la información, lo cual puede implicar un largo proceso de apelaciones. Además, aun si los solicitantes obtienen una resolución favorable, podrían enfrentar demoras adicionales de varios meses o que incluso se revoque tal resolución si la Presidencia apela ante la Suprema Corte por cuestiones de seguridad nacional.
Muy preocupante también es el artículo 31, que obliga a todas las “autoridades federales” a entregar la información que “requieran” las instituciones militares o civiles que intervengan en seguridad interior. Esta obligación se extiende incluso a órganos autónomos como el Inai y la CNDH, lo cual podría permitir que las Fuerzas Armadas puedan conocer la identidad de personas que piden acceso a información que se catalogó indebidamente como clasificada o que denuncian abusos cometidos por militares. La pérdida de la garantía de anonimato puede ser un contundente factor de disuasión para posibles denunciantes. 
Estas y otras disposiciones de la ley han generado alarma en México y en el extranjero. Las máximas autoridades de derechos humanos de la ONU y la OEA se han pronunciado en contra. El presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, anunció en agosto que tomará una posición respecto a la ley luego de que la Suprema Corte resuelva sobre los recursos de inconstitucionalidad presentados por la CNDH, el Inai y otros.
El futuro de la Ley de Seguridad Interior depende de la Suprema Corte. Es una oportunidad histórica para que el poder judicial aclare cuáles son los límites dentro de los cuales pueden desempeñarse las Fuerzas Armadas en los asuntos internos. Se encuentra en juego no sólo la cuestión de si deberían participar en operativos de seguridad pública, sino además si estarán subordinadas a un control civil efectivo y al Estado de derecho.
Si la corte no aprovecha esta oportunidad, y, en lugar de ello, permite que la Ley de Seguridad Interior mantenga una semblanza de su forma actual, López Obrador debería pedir inmediatamente que el Congreso revoque la ley en su integridad, y comprometerse a trabajar con el Congreso, así como con los gobiernos estatales y municipales y, en especial, con la sociedad civil mexicana, para fortalecer la capacidad del Estado para contener al crimen organizado y reducir la violencia.  Entre otras cosas, eso implicaría encontrar una manera más eficaz de abordar la dinámica que muchos han identificado como factor central que perpetúa la catástrofe de seguridad pública del país: el uso de las fuerzas militares para sustituir a las autoridades policiales.      
Daniel Wilkinson. Director gerente, División de las Américas.
HumanRightsWatch.org.es. México. 04/10/18



México: violencia y opacidad dominaron sexenio de Peña
Este artículo es el segundo en una serie producida por Human Rights Watch evaluando el sexenio de Enrique Peña Nieto en derechos humanos.
El dato más notable de la “guerra contra el narcotráfico” es la aterradora cantidad de homicidios en el país. En efecto, más de 240 mil personas han sido asesinadas, según estadísticas oficiales, desde que esta “guerra” comenzó en 2006.
Algo que se nota menos —pero también es impactante— es lo poco que se sabe sobre estas muertes. A más de una década de que el presidente Felipe Calderón iniciara esta desventurada “guerra”, en la amplia mayoría de los casos subsisten preguntas básicas que no han sido resueltas: ¿Quiénes cometieron estos crímenes? ¿En qué circunstancias? ¿Por qué?
Durante los primeros cinco años de su presidencia, Calderón ofreció una respuesta sencilla: 90% de los asesinatos vinculados con la “guerra contra el narcotráfico” eran casos de delincuentes que se mataban entre sí. El entonces presidente siguió repitiendo esta cifra a medida que aumentaban los homicidios vinculados a la delincuencia organizada, llegando a un acumulado de 34 mil entre 2007 y 2011. En 2011, una delegación de Human Rights Watch se reunió con él en Los Pinos para presentarle un informe sobre abusos sistemáticos cometidos por las policías y Fuerzas Armadas durante su presidencia. Una de nuestras conclusiones fue que Calderón no tenía ningún fundamento creíble para sustentar su aseveración sobre el 90% de los casos.
Durante esos años, la Procuraduría General de la República (PGR) había iniciado investigaciones en menos de mil casos de asesinatos, presentado cargos contra 343 presuntos responsables y conseguido condenas contra apenas 22 personas. Es posible que las procuradurías estatales también hayan procesado una pequeña porción de los 34 mil casos. Pero la gran mayoría de ellos no habían sido resueltos; ni siquiera fueron investigados.
En vez de impulsar investigaciones judiciales adecuadas, el gobierno de Calderón divulgó, en enero de 2011, una “base de datos” de 34 mil homicidios que atribuía a la violencia asociada con la delincuencia organizada. Era una base de datos con poquísimos datos. Señalaba el mes y el municipio en que se habían producido los asesinatos, pero no daba más detalles. No decía nada sobre los asesinos, las víctimas, las circunstancias, ni los motivos. Tampoco aportaba datos que sustentaran la afirmación de que el 90% fueran casos de asesinatos entre bandas criminales.
Esto no quiere decir que no hubiera un gran número de casos de asesinatos entre bandas criminales. Claro que los hubo, además de casos de víctimas que no tenían ninguna participación en la delincuencia organizada y, por cierto, de policías y soldados que perdieron la vida cumpliendo su deber.
Lo que faltaba era información confiable sobre la naturaleza y las circunstancias de los asesinatos, un dato necesario tanto para llevar ante la justicia a los responsables como para evaluar la eficacia de las políticas de seguridad pública.
El presidente Peña Nieto tuvo la oportunidad de trazar un nuevo rumbo para México y asegurar que se investigaran adecuadamente las muertes, se dieran a conocer los resultados y se garantizara justicia. En lugar de ello, su gobierno optó por desviar la atención hacia otras cuestiones, como si al no hablar del derramamiento de sangre este fuera a desaparecer. Ello, obviamente, no pasó. La cantidad de homicidios disminuyó de 2012 a 2014, pero luego aumentó en más del 60 % durante los tres años siguientes y llegó a más de 25 mil en 2017, el número más alto en las últimas dos décadas.
Elementos de las fuerzas de seguridad siguieron cometiendo atrocidades. Los avances de las autoridades en el esclarecimiento de estos casos siguieron siendo ínfimos. La PGR inició apenas 217 investigaciones por homicidio entre diciembre de 2012 y enero de 2018; muchas menos que en el sexenio anterior. Y obtuvo condenas en sólo cuatro casos.
El presidente electo Andrés Manuel López Obrador se ha comprometido a promover un debate público sobre el futuro de la “guerra contra el narcotráfico”. Es evidente que se necesitan nuevas políticas para contener la violencia. Pero para que un debate público sea productivo es necesario que el público esté debidamente informado.  Y para eso, el nuevo gobierno va a tener que hacer mucho más que sus antecesores para generar y compartir información sobre la violencia que ha sacudido al país.
Información encubierta
La falta de información confiable con respecto a la violencia en México no es casual. Más bien, es el resultado de una variedad de prácticas por parte de múltiples instituciones gubernamentales que tiene el efecto acumulado de un encubrimiento masivo.
A veces, este encubrimiento empieza inmediatamente después de que se produce un homicidio, cuando las fuerzas de seguridad incumplen su obligación legal de preservar el lugar de los hechos o, peor aún, manipulan deliberadamente las pruebas que podrían demostrar sus prácticas ilícitas.
En la mayoría de los casos de ejecuciones documentados en nuestro informe de 2011, soldados o policías manipularon, ocultaron o destruyeron pruebas para simular que sus víctimas eran agresores armados o murieron en enfrentamientos entre cárteles rivales.
Estas simulaciones no requieren demasiado esfuerzo, pues es muy improbable que las autoridades realicen una investigación rigurosa. En muchos casos, las investigaciones se inician pero no llegan a ningún puerto, ya que los investigadores no adoptan medidas básicas como realizar pruebas de balística o entrevistar a testigos. O peor aún, los investigadores “resuelven” casos sobre la base de confesiones y testimonios que se obtienen mediante tortura y, por ende, son poco confiables e inválidos.
La falta de investigaciones adecuadas es incentivada por dos importantes prejuicios que son demasiado comunes entre los funcionarios ministeriales. Uno es contra las víctimas de la violencia. La madre de una víctima nos dijo hace algunos años: “la actitud oficial es: si te pasó algo, es porque andabas involucrado en algo malo”. Es básicamente la misma posición que tomó el presidente Calderón al sostener que el 90 % de las muertes eran casos de asesinatos entre bandas criminales. No solo era un argumento infundado sino también insidioso. ¿Para qué buscar la verdad si los hechos esenciales ya se conocen? ¿Para qué buscar justicia si las propias víctimas eran criminales?
El segundo sesgo es en favor de las autoridades. Los funcionarios dan por cierto lo que sea que les digan otros funcionarios. Por ejemplo, durante varias semanas luego de la masacre de Tlatlaya, el gobierno afirmó que las muertes de 22 personas cometidas por soldados habría sido un enfrentamiento armado con una banda delictiva, a pesar de que existían evidencias contundentes de que hubo ejecuciones extrajudiciales. La PGR esperó más de dos meses para iniciar una investigación, luego de que periodistas independientes informaran que sobrevivientes dijeron haber presenciado ejecuciones y haber sido torturadas para que exoneraran a los militares.
En una reunión que mantuve en esa época con el procurador general Jesús Murillo Karam, le pregunté si los agentes del Ministerio Público también estaban investigando el posible rol de militares y civiles en el encubrimiento del hecho. “¿Cuál encubrimiento?”, me contestó indignado. Murillo Karam me dijo que los funcionarios se habían limitado a informar lo que había comunicado el comandante. Sostuvo que las autoridades debían presumir la “buena fe” de otras instituciones estatales.
En todo el mundo, es común que los funcionarios gubernamentales presuman la “buena fe” entre ellos. Lo que hace que esto sea particularmente problemático en México es que la presunción se aplica incluso a instituciones con antecedentes de abusos y encubrimiento, y esto se hace con un fervor típico de gobiernos autoritarios, donde la función primordial del sistema de justicia no es procurar justicia, sino reafirmar y proteger la autoridad del régimen.
La verdad de la violencia
Durante el sexenio de Peña Nieto se hicieron esfuerzos para poner realmente al descubierto la verdad sobre la violencia. Pero los méritos son primordialmente de la sociedad civil, y no del gobierno. Defensores de derechos humanos, periodistas, académicos e investigadores independientes han logrado —ante obstáculos a menudo abrumadores— obtener, analizar y difundir información que las autoridades intentaron encubrir o, sencillamente, nunca brindaron.
La sociedad civil desmontó varias veces las versiones oficiales sobre las muertes causadas por las fuerzas de seguridad en Tlatlaya y otros casos conocidos. Además de exponer hechos atroces, encontraron pruebas que demostraban que los autores materiales seguían órdenes superiores. En 2016, el colectivo periodístico Cadena de Mando publicó entrevistas a soldados enfrentando procesos penales que afirmaban que era habitual que sus comandantes les dieran instrucciones de ejecutar a personas detenidas. “El mando te dice: ‘no hay [lío], mátenlos, que no quede nada vivo’”, manifestó un soldado. “Esa era la norma número uno: los muertos no hablan, los muertos no declaran”.
Otros investigadores independientes han encontrado evidencia de que las ejecuciones extrajudiciales por miembros de las fuerzas de seguridad podrían haber sido sistemáticas.
En 2014, investigadores del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y la UNAM accedieron a datos oficiales sobre enfrentamientos entre fuerzas de seguridad federales y presuntos miembros de la delincuencia organizada. Concluyeron que, entre 2007 y 2014, por cada “presunto agresor” que hirieron los soldados, mataron a ocho más en promedio. Cifras como éstas serían esperables si fuera habitual que se impartieran órdenes de ejecutar a heridos y detenidos, como las que describen los soldados que entrevistó Cadena de Mando.
Al principio del sexenio, el CIDE obtuvo información oficial valiosísima de una fuente anónima sobre más de 40 mil homicidios ocurridos entre 2007 y 2011. Los investigadores dedicaron varios años a ordenar los datos y prepararon una serie de estudios en los que se muestra una imagen devastadora de la “guerra contra el narcotráfico”. Uno de los estudios analizó el impacto de enfrentamientos armados entre fuerzas de seguridad y civiles a nivel municipal y determinó que, en promedio, cada enfrentamiento provoca un aumento en las tasas de homicidios locales.
Otro estudio analizó las circunstancias en las cuales los miembros de las fuerzas de seguridad participaban en enfrentamientos armados con civiles y concluyó que, en la mayoría de los casos (84%), los enfrentamientos fueron precipitados por el actuar de las mismas fuerzas de seguridad, y no de los “presuntos agresores” a quienes dispararon. En apenas una fracción ínfima (2%) de esos enfrentamientos, las fuerzas de seguridad intervinieron en función de una orden de detención u otro tipo de orden judicial. Es decir, las fuerzas de seguridad no estaban actuando como meros auxiliares del sistema de justicia penal. Estaban participando en combates armados y fueron los que iniciaron la ofensiva.
Cuando estos estudios fueron publicados, algunos críticos cuestionaron si los datos presentados eran suficientes para respaldar las conclusiones de los autores. Sin embargo, los estudios mismos subrayaron las limitaciones de los datos disponibles y los autores tuvieron el cuidado de aclarar que algunos de sus hallazgos con respecto a la legalidad del uso de fuerza eran de una naturaleza indicativa. De hecho, una de sus conclusiones principales era que se necesitaba mucho más información para poder evaluar el desempeño de las fuerzas de seguridad del país.
En lugar de proveer más información, el gobierno de Peña Nieto optó por una mayor opacidad. En vez de examinar y explicar la relación entre la delincuencia organizada y el número de homicidios, simplemente optó por no contabilizarlos. En vez de investigar el índice de letalidad sospechosamente desproporcionado, la Sedena anunció que ya no estaba registrando la cantidad de civiles que mataran sus soldados. Y en vez de promover una mayor transparencia, el Presidente logró que se promulgara la Ley de Seguridad Interior con disposiciones que restringirían gravemente el acceso a la información, y así convirtió la política de opacidad en mandato legal.
Si López Obrador espera contener la violencia, debería asumir como prioritaria la meta de terminar con esta opacidad.  Además, debería diseñar un mecanismo eficaz para investigar adecuadamente los homicidios de los últimos años. Formar fuerzas de seguridad pública profesionales exigirá que los responsables de políticas públicas—y el público general— entiendan mucho más acerca de qué ha funcionado hasta el momento y qué no. ¿Dónde y de qué modo las fuerzas de seguridad u otras entidades gubernamentales han conseguido resultados favorables en la reducción de la violencia? ¿Dónde y cómo han causado que la situación empeorara? ¿Cómo se podrían replicar las experiencias que hayan sido exitosas y no repetir los fracasos y abusos.
Contestar a estas preguntas cruciales exigirá tener respuestas más completas y confiables a interrogantes básicos sobre la violencia: ¿quién ha matado a quién, en qué circunstancias y por qué?
Daniel Wilkinson. Director Gerente, División de las Américas. 
Human Rights Watch.org.es. México. 10/10/18



México: Tortura y verdad histórica
Este artículo es el tercer artículo de la serie "Lecciones de un sexenio perdido", producida por Human Rights Watch con el propósito de evaluar la gestión de Enrique Peña Nieto en derechos humanos.
En marzo de 2015, a dos años de iniciada la presidencia de Enrique Peña Nieto, el experto en derechos humanos de la ONU, Juan Méndez, observó que la tortura era “generalizada” en México. El gobierno respondió atacando a Méndez. El entonces secretario de Relaciones Exteriores, José Antonio Meade, lo calificó de “irresponsable y poco ético” por haber formulado una acusación “que no pudo justificar”. Lo sorprendente de este ataque ad hominem fue que la afirmación del experto de la ONU, aunque profundamente preocupante, no tuvo nada de extraordinaria. Muy pocos mexicanos debieron haberse sorprendido en lo más mínimo ante su observación sobre la tortura en el país.
El gobierno intentó justificar su feroz ataque a Méndez alegando que su informe citaba únicamente 14 casos específicos de presuntas torturas. Es posible que si se hubieran agregado más casos concretos para complementar los datos cuantitativos y la valiosa información que incluía el informe, los hallazgos habrían sido aún más convincentes, si es que alguien todavía necesitaba algún convencimiento. Lo cierto es que, como lo sabía perfectamente el gobierno de Peña Nieto, sí había pruebas abundantes que avalaban la conclusión del experto de la ONU.
En 2011, un año antes que asumiera Peña Nieto, Human Rights Watch (HRW) publicó un informe que analizaba en profundidad abusos perpetrados por las fuerzas de seguridad mexicanas. El documento recibió amplia difusión en los medios, e incluso ocupó los titulares de los periódicos de mayor circulación del país. Documentamos el uso sistemático de la tortura en más de 170 casos. Las técnicas documentadas eran diversas, e incluían golpizas, descargas eléctricas, asfixia, amenazas de muerte y agresiones sexuales. Los torturadores también eran actores diversos: policías federales, estatales y municipales; soldados y marinos; y agentes del Ministerio Público federal y de los estados.
Estos fueron sólo los casos que un investigador de nuestra organización pudo documentar haciendo trabajo de campo en apenas cinco estados. Sólo en 2013 y 2014, la Procuraduría General de la República (PGR) recibió casi 2 mil reportes de tortura, mientras que comisiones de derechos humanos estatales recibieron más de 6 mil denuncias sobre tortura o tratos inhumanos. Es imposible saber cuántas de esas denuncias eran fundadas, pues la mayoría nunca se investigó adecuadamente. Con independencia de la cantidad de casos concretos, las denuncias sobre tortura que habían trascendido en los meses previos a que Méndez presentara su informe eran más que suficientes para dejar en claro que la respuesta del gobierno era absurda.
Existía, por ejemplo, un video de febrero de 2015 —que posteriormente se viralizó—que mostraba a policías federales y soldados asfixiando a una mujer con una bolsa de plástico y amenazando con matarla. También estaba el informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) de octubre de 2014 que detalló cómo agentes del Ministerio Público a cargo de la “investigación” del asesinato de 22 civiles por parte de soldados en el municipio de Tlatlaya habían detenido a testigos, los habían sometido a golpizas y asfixia, y amenazaron con violarlos y matarlos si no firmaban declaraciones que exculpaban a los militares.
Luego, por supuesto, está Ayotzinapa. A fines de 2014, ante una presión pública sin precedentes para que se esclareciera el caso de los 43 estudiantes desaparecidos en Guerrero, la PGR construyó una versión oficial de lo ocurrido basándose principalmente en las declaraciones auto incriminatorias de personas detenidas, que en su mayoría presentaban huellas de tortura. Según un informe publicado este año por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACDH), más de 30 de estos detenidos habían sufrido abusos como “golpes, patadas, toques eléctricos, vendaje de ojos, intentos de asfixia, agresiones sexuales y diversas formas de tortura psicológica”. Es posible que un detenido haya sido torturado hasta provocarle la muerte. En una conferencia de prensa que se transmitió por televisión a todo el país en noviembre de 2014, el Procurador General, Jesús Murillo Karam, anunció que la PGR había resuelto el caso y calificó los hallazgos obtenidos mediante tortura como “la verdad histórica,” una expresión muy reveladora que se volvería representativa del cinismo que distinguió al sexenio.
Como era de esperarse, los ataques del gobierno al experto de la ONU sobre tortura no hicieron que el problema desapareciera. Durante 2015, comisiones de derechos humanos estatales recibieron casi 2 mil nuevas denuncias de torturas. Al año siguiente, el Instituto Nacional de Estadísticas y Geografía (Inegi) encuestó a más de 64 mil personas encarceladas en 338 prisiones, más del 60 % de las cuales habían sido detenidas desde 2012, el año en que asumió Peña Nieto. Casi dos tercios indicaron haber sufrido abusos físicos por parte de las autoridades que las detuvieron. Más de un tercio afirmó haber sido estrangulados, sumergidos en agua o asfixiados. Una quinta parte —casi 13 mil detenidos— manifestó haber recibido descargas eléctricas.
¿Cuántas de estas denuncias eran ciertas? Una vez más, la ausencia de investigaciones adecuadas hace imposible saberlo. Pero hay dos hechos que sí conocemos y permiten presumir que fueron muchas. Primero, que—como lo reflejan los casos de Ayotzinapa y Tlatlaya—los agentes del Ministerio Público creen que pueden usar declaraciones obtenidas mediante coacción para “resolver” casos penales. Segundo, que estas autoridades aparentemente piensan que pueden hacerlo impunemente. Y tienen motivos fundados para creerlo: la PGR ha “abierto” más de 9 mil investigaciones por torturas desde que asumió Peña Nieto, en diciembre de 2012, hasta enero de 2018.  Según nos informó la propia PGR, durante ese periodo no obtuvo ni una sola condena.
Tal vez lo único positivo que dejó la tragedia de Ayotzinapa sea el repudio público generalizado que obligó a Peña Nieto a adoptar varias medidas extraordinarias para abordar la desastrosa situación de los derechos humanos en el país. A fines de noviembre de 2014, se comprometió a impulsar 10 medidas para fortalecer el Estado de derecho. Una de ellas fue una ley contra la tortura, aprobada en abril de 2017. La ley incluye disposiciones que, si se implementaran vigorosamente y de buena fe, podrían contribuir a paliar este tipo de abusos. Entre otras cosas, la ley refuerza las prohibiciones vigentes al uso de confesiones obtenidas mediante coacción. También dispone crear fiscalías especiales contra la tortura en la PGR y las procuradurías estatales, además de fortalecer y dar autonomía a un mecanismo nacional para realizar un monitoreo de los centros de detención en el país, donde a menudo se cometen torturas. De este modo, la ley pretende abordar los dos factores que perpetúan esta práctica: la opción de las autoridades de recurrir a la tortura para “resolver” casos, y la posibilidad de hacerlo impunemente.
Ciertamente, a lo largo del tiempo México ha adoptado diversas leyes y mecanismos que, en teoría, parecen prometedores para contrarrestar los abusos, pero que, en la práctica, consiguen escasos resultados. Esto es algo esperable cuando los funcionarios responsables de implementar estas medidas son más propensos a negar los problemas que a resolverlos, como lo hizo el gobierno de Peña Nieto en respuesta al informe de Méndez.
Sin embargo, la negación de la realidad quizá sea más difícil después de Ayotzinapa, a raíz de una segunda medida extraordinaria que adoptó Peña Nieto. Ante la indignación pública por estos crímenes atroces, Peña Nieto invitó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a que enviara un equipo de investigadores —el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI)— para examinar el modo en que el gobierno investigaba el caso. El trabajo de la PGR nunca antes había sido objeto de supervisión externa, y las conclusiones fueron devastadoras.
En informes emitidos en 2015 y 2016, el GIEI expuso claramente que la investigación de Ayotzinapa presentaba una combinación nefasta de ineptitud, abusos y mala fe por parte de la PGR. De esta manera, el GIEI demostró lo que expertos internacionales y locales de derechos humanos — incluido Méndez — señalaban desde hacía años sobre el papel central que cumplían las confesiones obtenidas mediante coacción en la perpetuación de la impunidad en México.
El informe del Alto Comisionado de la ONU de este año proporcionó pruebas aún más lapidarias sobre la lamentable gestión de la PGR al investigar el caso. En junio, una sentencia de 712 páginas dictada por un tribunal de circuito federal concluyó que no podía confiarse en que la PGR esclareciera el caso e instruyó al gobierno federal a crear una “Comisión de Investigación para la Justicia y la Verdad” para esa tarea.
Andrés Manuel López Obrador pronto tendrá que encargarse del caso Ayotzinapa. El presidente electo ha prometido crear una comisión para investigar el caso. Sin duda, una comisión que pueda aclarar cuál fue el destino de los estudiantes desaparecidos sería una iniciativa valiosa, en especial si allana el camino para que los responsables sean llevados ante la justicia.
Sin embargo, la tragedia de Ayotzinapa es en realidad aún mayor que el destino de los estudiantes, e incluso que el inmenso dolor de sus familiares. Que este hecho atroz no se haya esclarecido a pesar que el mundo entero tenía sus ojos puestos en él, es apenas otra indicación de que México no asegura verdad y justicia a las miles de familias cuyos seres queridos han sido desaparecidos o asesinados. El recurso a la tortura ha sido un factor clave que explica este fracaso.
México necesita urgentemente mejorar su seguridad pública. La tortura es, precisamente, la antítesis de lo que se requiere. Es un delito que permite encubrir otros ilícitos. Ayotzinapa, Tlatlaya y otros casos recientes han demostrado que la tortura no conduce a la verdad. Obliga a víctimas a decir lo que sus torturadores desean escuchar, a fin de hacer cesar un tormento intolerable. Las víctimas confiesan delitos que nunca cometieron. Acusan —o exoneran— falsamente a terceros. Luego se juzga a personas inocentes, mientras que los verdaderos responsables siguen en libertad. Es decir, la tortura perpetúa la misma impunidad que permite que proliferen el crimen y los abusos.
Es crucial que López Obrador extraiga varias lecciones de lo ocurrido en Ayotzinapa. La primera es la necesidad urgente de establecer una fiscalía autónoma que tenga la capacidad y la determinación necesarias para llevar a cabo investigaciones serias de, como mínimo, las más graves atrocidades cometidas por integrantes de las fuerzas de seguridad y la delincuencia organizada. Este importante objetivo debería guiar la actuación del Presidente electo en el proceso de crear una nueva fiscalía federal.
Una segunda lección es que, para que haya investigaciones serias de las atrocidades y otros delitos graves —y, por ende, para que la nueva fiscalía tenga éxito— será necesario combatir y erradicar la tortura. Esto requiere la implementación plena y enérgica de la nueva ley sobre tortura—entre otros, para asegurarse de que el registro nacional de casos de tortura y la fiscalía especializada funcionen con la mayor eficacia. Aunque la ley sobre tortura exigía que la PGR tuviera la infraestructura necesaria para operar el registro nacional en diciembre de 2017, la PGR nos informó en agosto de 2018, ocho meses después de la fecha límite, que esta tarea todavía estaba pendiente. Tampoco se ha emitido el programa nacional en contra de la tortura que exige la ley.
Una tercera lección que se infiere de Ayotzinapa concierne al papel vital que han tenido tres tipos de actores para poner de manifiesto el manejo deficiente del caso por parte del Estado: las familias de las víctimas, las organizaciones de la sociedad civil locales y los investigadores internacionales. La “verdad histórica”, ya desacreditada, habría prevalecido casi indefectiblemente de no ser por los esfuerzos incansables de las familias de las víctimas exigiendo respuestas, la orientación y la asistencia legal que les brindaron organizaciones de derechos humanos locales para que sus pedidos fueran escuchados, y las investigaciones de expertos internacionales, así como de otras organizaciones de la sociedad civil. El próximo gobierno debería aceptar y promover la participación continua de todos estos actores a fin de erradicar la tortura y la impunidad asociada con este delito en México.
Daniel Wilkinson. Director ejecutivo adjunto para las Américas de Human Rights Watch.
HumanRightsWatch.org.es. México. 29/19/18

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