Documento sobre la fraternidad humana y la convivencia común, firmado
por el Papa Francisco y el Gran Imán de Al-Azhar, Ahmad Al-Tayyeb.
Prefacio
La fe lleva al creyente a ver
en el otro a un hermano que debe sostener y amar. Por la fe en Dios, que ha
creado el universo, las criaturas y todos los seres humanos —iguales por su
misericordia—, el creyente está llamado a expresar esta fraternidad humana,
protegiendo la creación y todo el universo y ayudando a todas las personas,
especialmente las más necesitadas y pobres.
Desde este valor trascendente,
en distintos encuentros presididos por una atmósfera de fraternidad y amistad,
hemos compartido las alegrías, las tristezas y los problemas del mundo
contemporáneo, en el campo del progreso científico y técnico, de las conquistas
terapéuticas, de la era digital, de los medios de comunicación de masas, de las
comunicaciones; en el ámbito de la pobreza, de las guerras y de los
padecimientos de muchos hermanos y hermanas de distintas partes del mundo, a
causa de la carrera de armamento, de las injusticias sociales, de la
corrupción, de las desigualdades, del degrado moral, del terrorismo, de la
discriminación, del extremismo y de otros muchos motivos.
De estos diálogos fraternos y
sinceros que hemos tenido, y del encuentro lleno de esperanza en un futuro
luminoso para todos los seres humanos, ha nacido la idea de este «Documento
sobre la Fraternidad Humana». Un documento pensado con sinceridad y seriedad
para que sea una declaración común de una voluntad buena y leal, de modo que
invite a todas las personas que llevan en el corazón la fe en Dios y la fe en
la fraternidad humana a unirse y a trabajar juntas, para que sea una guía para
las nuevas generaciones hacia una cultura de respeto recíproco, en la
comprensión de la inmensa gracia divina que hace hermanos a todos los seres
humanos.
Documento
En el nombre de Dios que ha
creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la
dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos, para poblar la
tierra y difundir en ella los valores del bien, la caridad y la paz.
En el nombre de la inocente
alma humana que Dios ha prohibido matar, afirmando que quien mata a una persona
es como si hubiese matado a toda la humanidad y quien salva a una es como si
hubiese salvado a la humanidad entera.
En el nombre de los pobres, de
los desdichados, de los necesitados y de los marginados que Dios ha ordenado
socorrer como un deber requerido a todos los hombres y en modo particular a
cada hombre acaudalado y acomodado.
En el nombre de los huérfanos,
de las viudas, de los refugiados y de los exiliados de sus casas y de sus
pueblos; de todas las víctimas de las guerras, las persecuciones y las
injusticias; de los débiles, de cuantos viven en el miedo, de los prisioneros
de guerra y de los torturados en cualquier parte del mundo, sin distinción
alguna.
En el nombre de los pueblos que
han perdido la seguridad, la paz y la convivencia común, siendo víctimas de la
destrucción, de la ruina y de las guerras.
En nombre de la «fraternidad
humana» que abraza a todos los hombres, los une y los hace iguales.
En el nombre de esta
fraternidad golpeada por las políticas de integrismo y división y por los
sistemas de ganancia insaciable y las tendencias ideológicas odiosas, que
manipulan las acciones y los destinos de los hombres.
En el nombre de la libertad,
que Dios ha dado a todos los seres humanos, creándolos libres y
distinguiéndolos con ella.
En el nombre de la justicia y
de la misericordia, fundamentos de la prosperidad y quicios de la fe.
En el nombre de todas las
personas de buena voluntad, presentes en cada rincón de la tierra.
En el nombre de Dios y de todo
esto, Al-Azhar al-Sharif —con los musulmanes de Oriente y Occidente—, junto a
la Iglesia Católica —con los católicos de Oriente y Occidente—, declaran asumir
la cultura del diálogo como camino; la colaboración común como conducta; el
conocimiento recíproco como método y criterio.
Nosotros —creyentes en Dios, en
el encuentro final con él y en su juicio—, desde nuestra responsabilidad
religiosa y moral, y a través de este
Documento, pedimos a nosotros mismos y a los líderes del mundo, a los artífices
de la política internacional y de la economía mundial, comprometerse seriamente
para difundir la cultura de la tolerancia, de la convivencia y de la paz;
intervenir lo antes posible para parar el derramamiento de sangre inocente y
poner fin a las guerras, a los conflictos, a la degradación ambiental y a la
decadencia cultural y moral que el mundo vive actualmente.
Nos dirigimos a los
intelectuales, a los filósofos, a los hombres de religión, a los artistas, a
los trabajadores de los medios de comunicación y a los hombres de cultura de
cada parte del mundo, para que redescubran los valores de la paz, de la
justicia, del bien, de la belleza, de la fraternidad humana y de la convivencia
común, con vistas a confirmar la importancia de tales valores como ancla de
salvación para todos y buscar difundirlos en todas partes.
Esta Declaración, partiendo de
una reflexión profunda sobre nuestra realidad contemporánea, valorando sus
éxitos y viviendo sus dolores, sus catástrofes y calamidades, cree firmemente
que entre las causas más importantes de la crisis del mundo moderno están una
conciencia humana anestesiada y un alejamiento de los valores religiosos,
además del predominio del individualismo y de las filosofías materialistas que
divinizan al hombre y ponen los valores mundanos y materiales en el lugar de
los principios supremos y trascendentes.
Nosotros, aun reconociendo los
pasos positivos que nuestra civilización moderna ha realizado en los campos de
la ciencia, la tecnología, la medicina, la industria y del bienestar, en
particular en los países desarrollados, subrayamos que, junto a tales progresos
históricos, grandes y valiosos, se constata un deterioro de la ética, que
condiciona la acción internacional, y un debilitamiento de los valores
espirituales y del sentido de responsabilidad. Todo eso contribuye a que se
difunda una sensación general de frustración, de soledad y de desesperación,
llevando a muchos a caer o en la vorágine del extremismo ateo o agnóstico, o
bien en el fundamentalismo religioso, en el extremismo o en el integrismo ciego,
llevando así a otras personas a ceder a formas de dependencia y de autodestrucción
individual y colectiva.
La historia afirma que el
extremismo religioso y nacional y la intolerancia han producido en el mundo,
tanto en Occidente como en Oriente, lo que podrían llamarse los signos de una
«tercera guerra mundial a trozos», signos que, en diversas partes del mundo y
en distintas condiciones trágicas, han comenzado a mostrar su rostro cruel;
situaciones de las que no se conoce con precisión cuántas víctimas, viudas y
huérfanos hayan producido. Asimismo, hay otras zonas que se preparan a
convertirse en escenario de nuevos conflictos, donde nacen focos de tensión y
se acumulan armas y municiones, en una situación mundial dominada por la
incertidumbre, la desilusión y el miedo al futuro y controlada por intereses
económicos miopes.
También afirmamos que las
fuertes crisis políticas, la injusticia y la falta de una distribución
equitativa de los recursos naturales —de los que se beneficia solo una minoría
de ricos, en detrimento de la mayoría de los pueblos de la tierra— han causado,
y continúan haciéndolo, gran número de enfermos, necesitados y muertos,
provocando crisis letales de las que son víctimas diversos países, no obstante
las riquezas naturales y los recursos que caracterizan a las jóvenes
generaciones. Con respecto a las crisis que llevan a la muerte a millones de
niños, reducidos ya a esqueletos humanos —a causa de la pobreza y del hambre—,
reina un silencio internacional inaceptable.
En este contexto, es evidente
que la familia es esencial, como núcleo fundamental de la sociedad y de la
humanidad, para engendrar hijos, criarlos, educarlos, ofrecerles una moral
sólida y la protección familiar. Atacar la institución familiar, despreciándola
o dudando de la importancia de su rol, representa uno de los males más
peligrosos de nuestra época.
Declaramos también la
importancia de reavivar el sentido religioso y la necesidad de reanimarlo en
los corazones de las nuevas generaciones, a través de la educación sana y la
adhesión a los valores morales y a las enseñanzas religiosas adecuadas, para
que se afronten las tendencias individualistas, egoístas, conflictivas, el
radicalismo y el extremismo ciego en todas sus formas y manifestaciones.
El primer y más importante
objetivo de las religiones es el de creer en Dios, honrarlo y llamar a todos
los hombres a creer que este universo depende de un Dios que lo gobierna, es el
Creador que nos ha plasmado con su sabiduría divina y nos ha concedido el don
de la vida para conservarlo. Un don que nadie tiene el derecho de quitar,
amenazar o manipular a su antojo, al contrario, todos deben proteger el don de
la vida desde su inicio hasta su muerte natural. Por eso, condenamos todas las
prácticas que amenazan la vida como los genocidios, los actos terroristas, las
migraciones forzosas, el tráfico de órganos humanos, el aborto y la eutanasia,
y las políticas que sostienen todo esto.
Además, declaramos —firmemente—
que las religiones no incitan nunca a la guerra y no instan a sentimientos de
odio, hostilidad, extremismo, ni invitan a la violencia o al derramamiento de
sangre. Estas desgracias son fruto de la desviación de las enseñanzas
religiosas, del uso político de las religiones y también de las
interpretaciones de grupos religiosos que han abusado —en algunas fases de la
historia— de la influencia del sentimiento religioso en los corazones de los
hombres para llevarlos a realizar algo que no tiene nada que ver con la verdad
de la religión, para alcanzar fines políticos y económicos mundanos y miopes.
Por esto, nosotros pedimos a todos que cese la instrumentalización de las
religiones para incitar al odio, a la violencia, al extremismo o al fanatismo
ciego y que se deje de usar el nombre de Dios para justificar actos de homicidio,
exilio, terrorismo y opresión. Lo pedimos por nuestra fe común en Dios, que no
ha creado a los hombres para que sean torturados o humillados en su vida y
durante su existencia. En efecto, Dios, el Omnipotente, no necesita ser
defendido por nadie y no desea que su nombre sea usado para aterrorizar a la
gente.
Este Documento, siguiendo los
Documentos Internacionales precedentes que han destacado la importancia del rol
de las religiones en la construcción de la paz mundial, declara lo siguiente:
– La fuerte convicción de que
las enseñanzas verdaderas de las religiones invitan a permanecer anclados en
los valores de la paz; a sostener los valores del conocimiento recíproco, de la
fraternidad humana y de la convivencia común; a restablecer la sabiduría, la justicia
y la caridad y a despertar el sentido de la religiosidad entre los jóvenes,
para defender a las nuevas generaciones del dominio del pensamiento
materialista, del peligro de las políticas de la codicia de la ganancia
insaciable y de la indiferencia, basadas en la ley de la fuerza y no en la
fuerza de la ley.
– La libertad es un derecho de
toda persona: todos disfrutan de la libertad de credo, de pensamiento, de
expresión y de acción. El pluralismo y la diversidad de religión, color, sexo,
raza y lengua son expresión de una sabia voluntad divina, con la que Dios creó
a los seres humanos. Esta Sabiduría Divina es la fuente de la que proviene el
derecho a la libertad de credo y a la libertad de ser diferente. Por esto se
condena el hecho de que se obligue a la gente a adherir a una religión o
cultura determinada, como también de que se imponga un estilo de civilización
que los demás no aceptan.
– La justicia basada en la
misericordia es el camino para lograr una vida digna a la que todo ser humano
tiene derecho.
– El diálogo, la comprensión,
la difusión de la cultura de la tolerancia, de la aceptación del otro y de la
convivencia entre los seres humanos contribuirían notablemente a que se
reduzcan muchos problemas económicos, sociales, políticos y ambientales que
asedian a gran parte del género humano.
– El diálogo entre los
creyentes significa encontrarse en el enorme espacio de los valores
espirituales, humanos y sociales comunes, e invertirlo en la difusión de las
virtudes morales más altas, pedidas por las religiones; significa también evitar
las discusiones inútiles.
– La protección de lugares de
culto —templos, iglesias y mezquitas— es un deber garantizado por las
religiones, los valores humanos, las leyes y las convenciones internacionales.
Cualquier intento de atacar los lugares de culto o amenazarlos con atentados,
explosiones o demoliciones es una desviación de las enseñanzas de las
religiones, como también una clara violación del derecho internacional.
– El terrorismo execrable que
amenaza la seguridad de las personas, tanto en Oriente como en Occidente, tanto
en el Norte como en el Sur, propagando el pánico, el terror y el pesimismo no
es a causa de la religión —aun cuando los terroristas la utilizan—, sino de las
interpretaciones equivocadas de los textos religiosos, políticas de hambre,
pobreza, injusticia, opresión, arrogancia; por esto es necesario interrumpir el
apoyo a los movimientos terroristas a través del suministro de dinero, armas,
planes o justificaciones y también la cobertura de los medios, y considerar
esto como crímenes internacionales que amenazan la seguridad y la paz
mundiales. Tal terrorismo debe ser condenado en todas sus formas y
manifestaciones.
– El concepto de ciudadanía se
basa en la igualdad de derechos y deberes bajo cuya protección todos disfrutan
de la justicia. Por esta razón, es necesario comprometernos para establecer en
nuestra sociedad el concepto de plena ciudadanía y renunciar al uso
discriminatorio de la palabra minorías, que trae consigo las semillas de sentirse
aislado e inferior; prepara el terreno para la hostilidad y la discordia y
quita los logros y los derechos religiosos y civiles de algunos ciudadanos al
discriminarlos.
– La relación entre Occidente y
Oriente es una necesidad mutua indiscutible, que no puede ser sustituida ni
descuidada, de modo que ambos puedan enriquecerse mutuamente a través del
intercambio y el diálogo de las culturas. El Occidente podría encontrar en la
civilización del Oriente los remedios para algunas de sus enfermedades
espirituales y religiosas causadas por la dominación del materialismo. Y el
Oriente podría encontrar en la civilización del Occidente tantos elementos que
pueden ayudarlo a salvarse de la debilidad, la división, el conflicto y el
declive científico, técnico y cultural. Es importante prestar atención a las
diferencias religiosas, culturales e históricas que son un componente esencial
en la formación de la personalidad, la cultura y la civilización oriental; y es
importante consolidar los derechos humanos generales y comunes, para ayudar a
garantizar una vida digna para todos los hombres en Oriente y en Occidente,
evitando el uso de políticas de doble medida.
– Es una necesidad
indispensable reconocer el derecho de las mujeres a la educación, al trabajo y
al ejercicio de sus derechos políticos. Además, se debe trabajar para liberarla
de presiones históricas y sociales contrarias a los principios de la propia fe
y dignidad. También es necesario protegerla de la explotación sexual y tratarla
como una mercancía o un medio de placer o ganancia económica. Por esta razón,
deben detenerse todas las prácticas inhumanas y las costumbres vulgares que
humillan la dignidad de las mujeres y trabajar para cambiar las leyes que
impiden a las mujeres disfrutar plenamente de sus derechos.
– La protección de los derechos
fundamentales de los niños a crecer en un entorno familiar, a la alimentación,
a la educación y al cuidado es un deber de la familia y de la sociedad. Estos
derechos deben garantizarse y protegerse para que no falten ni se nieguen a
ningún niño en ninguna parte del mundo. Debe ser condenada cualquier práctica
que viole la dignidad de los niños o sus derechos. También es importante estar
alerta contra los peligros a los que están expuestos — especialmente en el
ámbito digital—, y considerar como delito el tráfico de su inocencia y cualquier
violación de su infancia.
– La protección de los derechos
de los ancianos, de los débiles, los discapacitados y los oprimidos es una
necesidad religiosa y social que debe garantizarse y protegerse a través de
legislaciones rigurosas y la aplicación de las convenciones internacionales al
respecto.
Con este fin, la Iglesia
Católica y al-Azhar, a través de la cooperación conjunta, anuncian y prometen
llevar este Documento a las Autoridades, a los líderes influyentes, a los
hombres de religión de todo el mundo, a las organizaciones regionales e
internacionales competentes, a las organizaciones de la sociedad civil, a las
instituciones religiosas y a los exponentes del pensamiento; y participar en la
difusión de los principios de esta Declaración a todos los niveles regionales e
internacionales, instándolos a convertirlos en políticas, decisiones, textos
legislativos, planes de estudio y materiales de comunicación.
Al-Azhar y la Iglesia Católica
piden que este Documento sea objeto de investigación y reflexión en todas las
escuelas, universidades e institutos de educación y formación, para que se
ayude a crear nuevas generaciones que traigan el bien y la paz, y defiendan en
todas partes los derechos de los oprimidos y de los últimos.
En conclusión, deseamos que:
Esta Declaración sea una
invitación a la reconciliación y a la fraternidad entre todos los creyentes,
incluso entre creyentes y no creyentes, y entre todas las personas de buena
voluntad;
Sea un llamamiento a toda
conciencia viva que repudia la violencia aberrante y el extremismo ciego;
llamamiento a quien ama los valores de la tolerancia y la fraternidad,
promovidos y alentados por las religiones;
Sea un testimonio de la
grandeza de la fe en Dios que une los corazones divididos y eleva el espíritu
humano;
Sea un símbolo del abrazo entre
Oriente y Occidente, entre el Norte y el Sur y entre todos los que creen que
Dios nos ha creado para conocernos, para cooperar entre nosotros y para vivir
como hermanos que se aman.
Esto es lo que esperamos e
intentamos realizar para alcanzar una paz universal que disfruten todas las
personas en esta vida.
Abu Dabi, 4 de febrero de 2019
Su Santidad
Papa Francisco
Gran Imán de Al-Azhar
Ahmad Al-Tayyeb
RevistaEcclesia.com. Emiratos
Árabes Unidos, 04/02/19
Discurso del Papa Francisco en el Encuentro Interreligioso de Abu Dhabi
Al Salamò Alaikum! La paz esté
con vosotros.
Agradezco sinceramente a Su
Alteza el Jeque Mohammed bin Zayed Al Nahyan y al Dr. Ahmad Al-Tayyib, Gran
Imán de Al-Azhar, por sus palabras. Doy las gracias al Consejo de los Ancianos
por el encuentro que acabamos de tener en la Mezquita Sheikh Zayed.
Saludo cordialmente a las
autoridades civiles y religiosas y al cuerpo diplomático. Permítanme además un
sincero agradecimiento por la cálida bienvenida que nos han dispensado a mí y a
mi delegación.
También doy las gracias a todas
las personas que contribuyeron a hacer posible este viaje y que han trabajado
en este evento con dedicación, entusiasmo y profesionalidad: a los
organizadores, al personal de Protocolo, al de Seguridad y a todos aquellos que
“entre bambalinas” han colaborado de diversas maneras. Agradezco de forma
especial al señor Mohamed Abdel Salam, exconsejero del Gran Imán.
Desde vuestra patria me dirijo
a todos los países de la Península, a quienes deseo enviarles mi más cordial
saludo, con amistad y aprecio. Con gratitud al Señor, en el octavo centenario
del encuentro entre san Francisco de Asís y el sultán al-Malik al-Kāmil, he
aceptado la ocasión para venir aquí como un creyente sediento de paz, como un
hermano que busca la paz con los hermanos. Querer la paz, promover la paz, ser
instrumentos de paz: estamos aquí para esto.
El logo de este viaje
representa una paloma con una rama de olivo. Es una imagen que recuerda la
historia del diluvio universal, presente en diferentes tradiciones religiosas.
De acuerdo con la narración bíblica, para preservar a la humanidad de la
destrucción, Dios le pide a Noé que entre en el arca con su familia. También
hoy, en nombre de Dios, para salvaguardar la paz, necesitamos entrar juntos
como una misma familia en un arca que pueda navegar por los mares tormentosos
del mundo: el arca de la fraternidad.
El punto de partida es
reconocer que Dios está en el origen de la familia humana. Él, que es el
Creador de todo y de todos, quiere que vivamos como hermanos y hermanas,
habitando en la casa común de la creación que él nos ha dado. Aquí, en las
raíces de nuestra humanidad común, se fundamenta la fraternidad como una
«vocación contenida en el plan creador de Dios». Nos dice que todos tenemos la
misma dignidad y que nadie puede ser amo o esclavo de los demás.
No se puede honrar al Creador
sin preservar el carácter sagrado de toda persona y de cada vida humana: todos
son igualmente valiosos a los ojos de Dios. Porque él no mira a la familia
humana con una mirada de preferencia que excluye, sino con una mirada
benevolente que incluye. Por lo tanto, reconocer los mismos derechos a todo ser
humano es glorificar el nombre de Dios en la tierra. Por lo tanto, en el nombre
de Dios Creador, hay que condenar sin vacilación toda forma de violencia,
porque usar el nombre de Dios para justificar el odio y la violencia contra el
hermano es una grave profanación. No hay violencia que encuentre justificación
en la religión.
El enemigo de la fraternidad es
el individualismo, que se traduce en la voluntad de afirmarse a sí mismo y al
propio grupo por encima de los demás. Es una insidia que amenaza a todos los
aspectos de la vida, incluso la prerrogativa más alta e innata del hombre, es
decir, la apertura a la trascendencia y a la religiosidad.
La verdadera religiosidad
consiste en amar a Dios con todo nuestro corazón y al prójimo como a nosotros
mismos. Por lo tanto, la conducta religiosa debe ser purificada continuamente
de la tentación recurrente de juzgar a los demás como enemigos y adversarios.
Todo credo está llamado a superar la brecha entre amigos y enemigos, para
asumir la perspectiva del Cielo, que abraza a los hombres sin privilegios ni
discriminaciones.
Por eso, quisiera expresar mi
aprecio por el compromiso con que este país tolera y garantiza la libertad de
culto, oponiéndose al extremismo y al odio. De esta manera, al mismo tiempo que
se promueve la libertad fundamental de profesar la propia fe, que es una
exigencia intrínseca para la realización del hombre, también se vigila para que
la religión no sea instrumentalizada y corra el peligro, al admitir la
violencia y el terrorismo, de negarse a sí misma.
La fraternidad ciertamente
«expresa también la multiplicidad y diferencia que hay entre los hermanos, si
bien unidos por el nacimiento y por la misma naturaleza y dignidad». Su
expresión es la pluralidad religiosa.
En este contexto, la actitud
correcta no es la uniformidad forzada ni el sincretismo conciliatorio: lo que
estamos llamados a hacer, como creyentes, es comprometernos con la misma
dignidad de todos, en nombre del Misericordioso que nos creó y en cuyo nombre
se debe buscar la recomposición de los contrastes y la fraternidad en la
diversidad. Aquí me gustaría reafirmar la convicción de la Iglesia Católica:
«No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos negamos a conducirnos
fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de Dios».
Sin embargo, se nos presentan
varias cuestiones: ¿Cómo protegernos mutuamente en la única familia humana?
¿Cómo alimentar una fraternidad no teórica que se traduzca en auténtica
fraternidad? ¿Cómo hacer para que prevalezca la inclusión del otro sobre la
exclusión en nombre de la propia pertenencia de cada uno? ¿Cómo pueden las
religiones, en definitiva, ser canales de fraternidad en lugar de barreras de
separación?
La familia humana y la valentía de la alteridad
Si creemos en la existencia de
la familia humana, se deduce que esta, en sí misma, debe ser protegida. Como en
todas las familias, esto ocurre principalmente a través de un diálogo cotidiano
y efectivo. Presupone la propia identidad, de la que no se debe abdicar para
complacer al otro. Pero, al mismo tiempo, pide la valentía de la alteridad, que
implica el pleno reconocimiento del otro y de su libertad, y el consiguiente
compromiso de empeñarme para que sus derechos fundamentales sean siempre
respetados por todos y en todas partes. Porque sin libertad ya no somos hijos de
la familia humana, sino esclavos. De entre las libertades me gustaría destacar
la religiosa. Esta no se limita solo a la libertad de culto, sino que ve en el
otro a un verdadero hermano, un hijo de mi propia humanidad que Dios deja libre
y que, por tanto, ninguna institución humana puede forzar, ni siquiera en su
nombre.
Diálogo y oración
La valentía de la alteridad es
el alma del diálogo, que se basa en la sinceridad de las intenciones. El
diálogo está de hecho amenazado por la simulación, que aumenta la distancia y
la sospecha: no se puede proclamar la fraternidad y después actuar en la
dirección opuesta. Según un escritor moderno, «quien se miente a sí mismo y
escucha sus propias mentiras, llega al punto en el que ya no puede distinguir
la verdad, ni dentro de sí mismo ni a su alrededor, y así comienza a no tener
ya estima ni de sí mismo ni de los demás».
Para todo esto la oración es
indispensable: mientras encarna la valentía de la alteridad con respecto a
Dios, en la sinceridad de la intención, purifica el corazón del replegarse en
sí mismo. La oración hecha con el corazón es regeneradora de fraternidad. Por
eso, «en lo referente al futuro del diálogo interreligioso, la primera cosa que
debemos hacer es rezar. Y rezar los unos por los otros: ¡somos hermanos! Sin el
Señor, nada es posible; con él, ¡todo se vuelve posible! Que nuestra oración
—cada uno según la propia tradición— pueda adherirse plenamente a la voluntad
de Dios, quien desea que todos los hombres se reconozcan hermanos y vivan como
tal, formando la gran familia humana en la armonía de la diversidad».
No hay alternativa: o
construimos el futuro juntos o no habrá futuro. Las religiones, de modo
especial, no pueden renunciar a la tarea urgente de construir puentes entre los
pueblos y las culturas. Ha llegado el momento de que las religiones se empeñen
más activamente, con valor y audacia, con sinceridad, en ayudar a la familia
humana a madurar la capacidad de reconciliación, la visión de esperanza y los
itinerarios concretos de paz.
La educación y la justicia
Volvemos entonces a la imagen
inicial de la paloma de la paz. También la paz para volar necesita alas que la
sostengan. Las alas de la educación y la justicia.
Educar —en latín significa
extraer, sacar— es descubrir los preciosos recursos del alma. Es confortador
observar que en este país no solo se invierte en la extracción de los recursos
de la tierra, sino también en los del corazón, en la educación de los jóvenes.
Es un compromiso que espero continúe y se extienda a otros lugares.
También la educación acontece
en la relación, en la reciprocidad. Junto a la famosa máxima antigua “conócete
a ti mismo”, debemos colocar “conoce a tu hermano”: su historia, su cultura y
su fe, porque no hay un verdadero conocimiento de sí mismo sin el otro. Como hombres,
y más aún como hermanos, recordémonos que nada de lo que es humano nos puede
ser extraño. Es importante para el futuro formar identidades abiertas, capaces
de superar la tentación de replegarse sobre sí mismos y volverse rígidos.
Invertir en cultura ayuda a que
disminuya el odio y aumente la civilización y la prosperidad. La educación y la
violencia son inversamente proporcionales. Las instituciones católicas —muy
apreciadas en este país y en la región— promueven dicha educación para la paz y
el entendimiento mutuo para prevenir la violencia.
Los jóvenes, rodeados con
frecuencia por mensajes negativos y noticias falsas, deben aprender a no
rendirse a las seducciones del materialismo, del odio y de los prejuicios;
aprender a reaccionar ante la injusticia y también ante las experiencias
dolorosas del pasado; aprender a defender los derechos de los demás con el
mismo vigor con el que defienden sus derechos.
Un día ellos nos juzgarán:
bien, si les hemos dado bases sólidas para crear nuevos encuentros de civilización;
mal, si les hemos proporcionado solo espejismos y la desolada perspectiva de
conflictos perjudiciales de incivilidad.
La justicia es la segunda ala
de la paz, que a menudo no se ve amenazada por episodios individuales, sino que
es devorada lentamente por el cáncer de la injusticia.
Por lo tanto, uno no puede
creer en Dios y no tratar de vivir la justicia con todos, de acuerdo con la
regla de oro: «Todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo
vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas» (Mt 7,12).
¡La paz y la justicia son
inseparables! El profeta Isaías dice: «La obra de la justicia será la paz»
(32,17). La paz muere cuando se divorcia de la justicia, pero la justicia es
falsa si no es universal. Una justicia dirigida solo a miembros de la propia
familia, compatriotas, creyentes de la misma fe es una justicia que cojea, es
una injusticia disfrazada.
Las religiones tienen también
la tarea de recordar que la codicia del beneficio vuelve el corazón inerte y
que las leyes del mercado actual, que exigen todo y de forma inmediata, no
favorecen el encuentro, el diálogo, la familia, las dimensiones esenciales de
la vida que necesitan de tiempo y paciencia. Que las religiones sean la voz de
los últimos, que no son estadísticas sino hermanos, y estén del lado de los
pobres; que vigilen como centinelas de fraternidad en la noche del conflicto,
que sean referencia solícita para que la humanidad no cierre los ojos ante las
injusticias y nunca se resigne ante los innumerables dramas en el mundo.
El desierto que florece
Después de haber hablado de la
fraternidad como arca de paz, me gustaría inspirarme en una segunda imagen, la
del desierto que nos rodea.
Aquí, en pocos años, con visión
de futuro y sabiduría, el desierto se ha transformado en un lugar próspero y
hospitalario; el desierto ha pasado de ser un obstáculo intransitable e
inaccesible a un lugar de encuentro entre culturas y religiones. Aquí el
desierto ha florecido, no solo por unos pocos días al año, sino para muchos
años venideros.
Este país, en el que la arena y
los rascacielos se dan la mano, sigue siendo una importante encrucijada entre
el Occidente y el Oriente, entre el Norte y el Sur del planeta, un lugar de
desarrollo, donde los espacios, en otro tiempo inhóspitos, ofrecen puestos de
trabajo para personas de diversas naciones.
Sin embargo, el desarrollo
tiene también sus adversarios. Y si el enemigo de la fraternidad era el
individualismo, me gustaría señalar a la indiferencia como un obstáculo para el
desarrollo, que termina convirtiendo las realidades florecientes en tierras
desiertas.
De hecho, un desarrollo
meramente utilitario no ofrece un progreso real y duradero. Solo un desarrollo
integral e integrador favorece un futuro digno del hombre. La indiferencia
impide ver a la comunidad humana más allá de las ganancias y al hermano más
allá del trabajo que realiza. La indiferencia no mira hacia el futuro; no le
interesa el futuro de la creación, no le importa la dignidad del forastero y el
futuro de los niños.
En este contexto, me alegro de
que, en el pasado mes de noviembre, haya tenido lugar aquí en Abu Dhabi el
primer Foro de la Alianza Interreligiosa para Comunidades más seguras, sobre el
tema de la dignidad del niño en la era digital.
Este evento acogió el mensaje
publicado un año antes en Roma en el Congreso Internacional sobre el mismo
tema, al que le di todo mi apoyo y aliento. Por lo tanto, agradezco a todos los
líderes comprometidos en este ámbito y les aseguro mi apoyo, solidaridad y
colaboración, como también la de la Iglesia Católica, en esta causa importante
de la protección de los menores en todos sus aspectos.
Aquí, en el desierto, se ha
abierto un camino de desarrollo fecundo que, a partir del trabajo, ofrece
esperanzas a muchas personas de diferentes pueblos, culturas y credos. Entre
ellos, también muchos cristianos, cuya presencia en la región se remonta a
siglos atrás, han encontrado oportunidades y han contribuido de manera
significativa al crecimiento y bienestar del país.
Además de las habilidades
profesionales, os brindan la autenticidad de su fe. El respeto y la tolerancia
que encuentran, así como los lugares de culto necesarios donde rezan, les
permiten esa maduración espiritual que luego beneficia a toda la sociedad. Los
animo a que continúen en este camino, para que aquellos que viven o están de
paso preserven no solo la imagen de las grandes obras construidas en el
desierto, sino también de una nación que incluye y abarca a todos.
En este mismo espíritu deseo
que, no solo aquí, sino en toda la amada y neurálgica región de Oriente Medio,
haya oportunidades concretas de encuentro: una sociedad donde personas de
diferentes religiones tengan el mismo derecho de ciudadanía y donde solo se le
quite ese derecho a la violencia, en todas sus formas.
Una convivencia fraterna basada
en la educación y la justicia; un desarrollo humano, construido sobre la
inclusión acogedora y sobre los derechos de todos: estas son semillas de paz,
que las religiones están llamadas a hacer brotar.
A ellos les corresponde, quizás
como nunca antes, en esta delicada situación histórica, una tarea que ya no
puede posponerse: contribuir activamente a la desmilitarización del corazón del
hombre. La carrera armamentística, la extensión de sus zonas de influencia, las
políticas agresivas en detrimento de lo demás nunca traerán estabilidad. La
guerra no sabe crear nada más que miseria, las armas nada más que muerte.
La fraternidad humana nos
exige, como representantes de las religiones, el deber de desterrar todos los
matices de aprobación de la palabra guerra. Devolvámosla a su miserable
crudeza. Ante nuestros ojos están sus nefastas consecuencias. Estoy pensando de
modo particular en Yemen, Siria, Irak y Libia. Juntos, hermanos de la única
familia humana querida por Dios, comprometámonos contra la lógica del poder
armado, contra la mercantilización de las relaciones, los armamentos de las
fronteras, el levantamiento de muros, el amordazamiento de los pobres; a todo
esto nos oponemos con el dulce poder de la oración y con el empeño diario del
diálogo.
Que nuestro estar juntos hoy
sea un mensaje de confianza, un estímulo para todos los hombres de buena
voluntad, para que no se rindan a los diluvios de la violencia y la desertificación
del altruismo. Dios está con el hombre que busca la paz. Y desde el cielo
bendice cada paso que, en este camino, se realiza en la tierra.
AciPrensa.com. Emiratos Árabes
Unidos, 04/02/2019