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362. Ni Seguridad, Ni Derechos: Ejecuciones, desapariciones y tortura en la “guerra contra el narcotráfico” de México


México, Distrito Federal. El informe de 229 páginas, “Ni Seguridad, Ni Derechos: Ejecuciones, desapariciones y tortura en la ‘guerra contra el narcotráfico’ de México”, examina las consecuencias para los derechos humanos del enfoque del Presidente Felipe Calderón en la lucha contra los poderosos carteles de narcotráfico que operan en México. A través de investigaciones exhaustivas llevadas a cabo en cinco de los estados más violentos del país, Human Rights Watch encontró evidencias que sugieren fuertemente que miembros de las fuerzas de seguridad habrían participado en más de 170 casos de tortura, 39 “desapariciones” y 24 ejecuciones extrajudiciales desde que Calderón asumió la presidencia en diciembre de 2006.
Resumen ejecutivo
Han transcurrido casi cinco años desde que el Presidente Felipe Calderón declaró la “guerra” contra la delincuencia organizada en México. “Desde entonces, México ha sufrido un incremento dramático de la violencia. Tras un descenso sostenido que se mantuvo durante casi dos décadas, la tasa de homicidios aumentó más del 260 por ciento entre 2007 y 2010. El gobierno estima que hubo casi 35.000 muertes relacionadas con la delincuencia organizada entre diciembre de 2006 y fines de 2010, incluido un aumento drástico cada año: pasó de 2.826 muertes en 2007 a 15.273 en 2010. En lo que va de 2011, la prensa mexicana informó sobre más de 11.000 muertes vinculadas con el narcotráfico.
Este incremento alarmante de la violencia ha sido consecuencia, en gran parte, de la rivalidad entre poderos carteles que compiten por el control del narcotráfico y otras actividades lucrativas ilícitas, como la trata de personas, así como de enfrentamientos internos entre sus propios miembros. Estas organizaciones han cometido graves delitos contra integrantes de bandas rivales y también contra miembros de las fuerzas de seguridad. Sus actividades ilícitas también han afectado prácticamente todas las esferas de la vida pública, e incluyen las más variadas modalidades, como extorsión de pequeñas empresas, bloqueos de las principales autopistas, cierre de escuelas, toques de queda nocturnos, secuestros en masa y asesinatos de funcionarios públicos. Han apelado a demostraciones públicas de violencia —desde dejar cabezas de personas decapitadas en plazas públicas hasta colgar cuerpos mutilados de puentes sobre carreteras— con el fin de infundir el terror, no sólo entre sus rivales, sino también en la población general. Han tenido un profundo impacto en la sociedad mexicana.
El gobierno de México tiene el deber de adoptar medidas para proteger a sus ciudadanos frente al delito; y cuando estos sean víctimas de la delincuencia, el gobierno tiene la obligación de asegurar que el sistema de justicia penal funcione de manera adecuada para brindarles recursos efectivos. Cuando el Presidente Calderón asumió en 2006, heredó un país donde los carteles consolidaban progresivamente su presencia y las fuerzas de seguridad —militares y civiles— tenían extensos antecedentes de abusos e impunidad en el cumplimiento de esta importante función.
En lugar de adoptar las medidas necesarias para reformar y fortalecer las deficientes instituciones de seguridad pública de México, Calderón decidió emplearlas para llevar adelante una “guerra” contra organizaciones delictivas que ostentaban cada vez mayor poder en el país. Asignó al Ejército un rol central en su estrategia de seguridad pública, que se enfocó principalmente en enfrentar a los carteles mediante el uso de la fuerza.
Actualmente, más de 50.000 soldados están asignados a operativos de gran escala contra el narcotráfico en todo México. En los lugares donde se han desplegado estas fuerzas, los soldados han asumido varias de las responsabilidades propias de la Policía y de los agentes del Ministerio Público —como patrullar zonas, intervenir cuando hay enfrentamientos armados, investigar delitos y obtener datos de inteligencia sobre organizaciones delictivas—. A su vez, se ha reducido el control civil de las actuaciones militares. A los operativos de las Fuerzas Armadas se han sumado miles de miembros de la recientemente reconstituida Policía Federal y más de 2.200 fuerzas policiales distintas de los estados y los municipios, si bien la cooperación entre estas fuerzas de seguridad es a menudo limitada o superficial.
¿Cuál ha sido el desempeño de las fuerzas de seguridad? Hace dos años, Human Rights Watch se propuso responder a este interrogante. Para ello, realizamos investigaciones exhaustivas en cinco estados profundamente afectados por la violencia vinculada al narcotráfico: Baja California, Chihuahua, Guerrero, Nuevo León y Tabasco. Se efectuaron más de 200 entrevistas a un amplio espectro de funcionarios gubernamentales, miembros de las fuerzas de seguridad, víctimas, testigos, defensores de derechos humanos y otros actores. También se analizaron estadísticas oficiales, se recabaron datos a través de pedidos de información pública y se examinaron expedientes, procedimientos legales y denuncias de violaciones de derechos humanos, además de otras pruebas.
Mediante este análisis, Human Rights Watch pudo observar que existe una política de seguridad pública que fracasa seriamente en dos aspectos. No sólo no ha logrado reducir la violencia, sino que además ha generado un incremento drástico de las violaciones graves de derechos humanos, que casi nunca se investigarían adecuadamente. Es decir, en vez de fortalecer la seguridad pública en México, la “guerra” desplegada por Calderón ha conseguido exacerbar un clima de violencia, descontrol y temor en muchas partes del país.
Violaciones generalizadas de derechos humanos
Human Rights Watch encontró evidencia de un aumento significativo de casos de violaciones de derechos humanos desde que Calderón inició su “guerra contra el crimen organizado”. En los cinco estados analizados, se observó que miembros de las fuerzas de seguridad aplican torturas sistemáticamente para obtener confesiones por la fuerza e información sobre organizaciones delictivas. Y la evidencia sugiere que habría participación de soldados y policías en ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas en todo el país.
Los patrones de violaciones de derechos humanos que se advierten en los relatos de víctimas y testigos, el análisis de datos oficiales y las entrevistas con autoridades gubernamentales, funcionarios vinculados con la seguridad pública y organizaciones de la sociedad civil sugieren fuertemente que los casos documentados en este informe no constituyen hechos aislados. Se trata, por el contrario, de ejemplos de prácticas abusivas que son endémicas en la actual estrategia de seguridad pública.
Tortura
Human Rights Watch obtuvo pruebas creíbles de tortura en más de 170 casos en los cinco estados relevados en el presente informe. Las tácticas documentadas —que en general incluyen golpizas, asfixia con bolsas de plástico, asfixia por ahogamiento, descargas eléctricas, tortura sexual y amenazas de muerte— son empleadas por miembros de todas las fuerzas de seguridad.
El objetivo aparente de estas tácticas sería conseguir información sobre la delincuencia organizada y obtener confesiones por la fuerza, en las cuales las víctimas no sólo reconocen su culpabilidad, sino que además sirven a posteriori para encubrir los abusos de las fuerzas de seguridad cometidos antes y durante los interrogatorios coercitivos. En general, las torturas se aplican durante el período transcurrido entre que las víctimas son detenidas arbitrariamente hasta el momento en que son puestas a disposición de agentes del Ministerio Público. Durante este lapso, las víctimas son a menudo mantenidas incomunicadas en bases militares u otros centros de detención clandestinos.
Desapariciones forzadas
Human Rights Watch documentó 39 “desapariciones” en las cuales existen pruebas contundentes de que habrían participado las fuerzas de seguridad. Si bien en estos casos hay testigos que vieron a miembros de las fuerzas de seguridad secuestrar a las víctimas, las autoridades negaron haberlas detenido o que estas hayan estado en algún momento bajo su custodia.
Además de los casos documentados por Human Rights Watch, el creciente número de denuncias presentadas ante el Grupo de Trabajo de la ONU sobre Desapariciones Forzadas, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, las comisiones de derechos humanos de los estados y organizaciones mexicanas de derechos humanos indican que la incidencia de esta práctica sería cada vez mayor en todo el país. No obstante, la prevalencia de este delito no se aprecia adecuadamente debido a que, incluso antes de investigar los casos, funcionarios del gobierno clasifican casi todas las desapariciones como levantones, es decir, secuestros perpetrados por la delincuencia organizada. Y los intentos por determinar que estos delitos se cometen se vieron también obstaculizados porque 24 de los 32 estados de México no penalizan las desapariciones forzadas.
Ejecuciones extrajudiciales
En 24 casos, Human Rights Watch obtuvo pruebas creíbles de que miembros de las fuerzas de seguridad cometieron ejecuciones extrajudiciales, y en la mayoría de los casos, intentaron encubrir los delitos. Estas muertes se clasifican en dos categorías: civiles ejecutados por autoridades o que murieron como resultado de torturas, y civiles que murieron en retenes militares o durante enfrentamientos armados donde hubo un uso injustificado de la fuerza letal en su contra.
En la mayoría de estos casos, la escena del crimen fue manipulada por soldados y policías con la finalidad de presentar falsamente a las víctimas como agresores armados o encubrir el uso excesivo de la fuerza. Y, en algunos casos, las investigaciones sugieren claramente que miembros de las fuerzas de seguridad habrían manipulado la escena del crimen para simular que las ejecuciones extrajudiciales eran ejecuciones perpetradas por carteles de narcotráfico rivales.
La magnitud de los abusos
Las estadísticas oficiales muestran un incremento de los casos de tortura, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y otros graves abusos.
La CNDH ha registrado un aumento en la cantidad de denuncias de violaciones de derechos humanos cometidas por miembros de las fuerzas de seguridad federales durante el gobierno de Calderón, y una proporción cada vez mayor de sus “recomendaciones” —que son informes exhaustivos donde se documentan delitos perpetrados por funcionarios públicos— han estado dirigidas a estas fuerzas. Por ejemplo, entre 2003 y 2006 la CNDH recibió 691 denuncias de violaciones de derechos humanos cometidas por soldados contra civiles; esta cantidad aumentó a 4.803 en el período entre 2007 y 2010. Y, mientras que entre 2003 y 2006 la CNDH emitió 5 recomendaciones en las cuales concluía que autoridades federales habían cometido torturas, en el período de 2007 a 2010 formuló 25 recomendaciones de este tipo.
Del mismo modo, la cantidad de investigaciones penales iniciadas por agentes del Ministerio Público militar y civil sobre delitos cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad contra civiles se ha incrementado notablemente en los últimos años. Según el Ejército, por ejemplo, los agentes del Ministerio Público militar iniciaron 210 investigaciones de delitos cometidos por soldados contra civiles en 2007, 913 en 2008 y 1.293 en 2009.
Por último, instituciones internacionales de derechos humanos, como el Grupo de Trabajo de la ONU sobre Desapariciones Forzadas, y defensores de derechos humanos y organizaciones de la sociedad civil también han recibido una cantidad cada vez mayor de denuncias de violaciones de derechos humanos. Toda esta evidencia, junto con las conclusiones que se exponen en el presente informe, señalan un aumento continuo en las violaciones de derechos humanos cometidas por miembros de las fuerzas de seguridad.
¿Por qué estas víctimas?
La mayoría de las víctimas en los casos documentados por Human Rights Watch eran hombres jóvenes de origen humilde o de clase trabajadora. Muchos tenían familia e hijos pequeños. Tenían diferentes ocupaciones; se trata de mecánicos, conductores de taxi, empleados de fábricas y trabajadores de la construcción. Entre las víctimas también se incluyen policías, mujeres y niños, y algunos profesionales asalariados y personas de clase alta, como un profesor universitario y un arquitecto. Las víctimas de estos graves abusos —o sus familiares en casos de personas “desaparecidas” o asesinadas— declararon no haber cometido los delitos que les imputaban y afirmaron no tener conocimiento de, ni vínculos con, actividades ilícitas.
Las investigaciones de Human Rights Watch comprobaron que, en casi todos los casos, la única prueba ofrecida por las autoridades respecto de la culpabilidad de los detenidos eran declaraciones incriminatorias obtenidas después de sesiones de tortura u otros abusos. No parecían existir pruebas independientes que corroboraran estas declaraciones obtenidas mediante coerción, ni resulta claro en función de qué pruebas se determinó que existía sospecha razonable para detener a estas personas. De hecho, en varios de los casos investigados las pruebas sugieren que las autoridades actuaron equivocadamente al detener a estas personas. Por ejemplo, los registros judiciales del caso de una víctima de tortura que fue acusada de secuestrar a un civil establecen que la víctima ni siquiera se encontraba en México cuando se produjo el supuesto secuestro. En otros casos, la justicia ha exonerado a las víctimas o existen declaraciones de organismos gubernamentales que confirman su inocencia.
Es importante destacar que Human Rights Watch no está en condiciones de determinar cuáles fueron en cada caso los factores que llevaron a las fuerzas de seguridad a actuar contra estas víctimas. Pero aun si algunas de las víctimas cuyas historias se exponen en este informe hubieran tenido algún tipo de responsabilidad penal, los abusos y el extenso repertorio de graves violaciones de derechos humanos a los cuales fueron sometidas resultan inaceptables en cualquier circunstancia, han sido categóricamente prohibidos por el derecho internacional y deben ser investigados y los responsables castigados.
A su vez, si bien en algunos casos las personas acusadas de delitos graves pueden tener interés en proporcionar información falsa, Human Rights Watch incluyó en este informe únicamente aquellos casos en los cuales las versiones de las víctimas fueron corroboradas por testigos que presenciaron los abusos o confirmaron otros aspectos de lo relatado por ellas, así como por documentación médica, la identificación de patrones similares en los relatos de otras personas que no tenían conexiones entre sí, o las investigaciones de funcionarios públicos u otros terceros creíbles que confirmaron aspectos de la versión de las víctimas.
Falta de investigación de violaciones de derechos humanos
Es habitual que agentes del Ministerio Público militar y civil no lleven a cabo investigaciones exhaustivas e imparciales de casos donde existen indicios de que civiles habrían sido sometidos a graves abusos. Human Rights Watch documentó falencias sistemáticas en las investigaciones sobre tortura, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, que han impedido que soldados y policías rindan cuentas por sus actos ante la justicia.
Impunidad de hechos de tortura
El Protocolo de Estambul es un conjunto de principios rectores reconocidos internacionalmente, destinados a evaluar el estado físico y psicológico de una potencial víctima de tortura, y México se ha comprometido a asegurar su aplicación en casos donde se sospeche que hubo maltrato. A pesar de ello, son excepcionales los casos en que estos principios han sido aplicados por funcionarios de la justicia federal y estatal. A su vez, es común que agentes del Ministerio Público no examinen en forma crítica las pruebas que señalan posibles maltratos de los detenidos, como las pericias médicas donde se documentan lesiones graves o los casos en que las “confesiones” de varias personas presuntamente involucradas en un delito son prácticamente copias textuales unas de otras. Como resultado de estas falencias, los funcionarios judiciales no excluyen aquellas confesiones que fueron obtenidas mediante tortura ni recaban pruebas que son cruciales para juzgar a soldados y policías que aplican tácticas abusivas. Por el contrario, los agentes del Ministerio Público, y en algunos casos los jueces, desestiman las afirmaciones de las víctimas por considerar que se trata de una estrategia para eludir ser castigadas, y clasifican sistemáticamente los casos de posibles torturas como el delito más leve de “lesiones”, sin antes investigar las denuncias en forma adecuada.
Impunidad de desapariciones forzadas
El período inmediatamente posterior a una supuesta desaparición es crucial para reunir información que pueda determinar el paradero de la víctima y evitar su “desaparición” por tiempo indefinido o su muerte mientras está detenida. No obstante, es habitual que funcionarios judiciales rechacen los pedidos presentados por familiares de las víctimas para que se inicien investigaciones en el período inmediatamente posterior a secuestros presuntamente perpetrados por funcionarios del Estado, y en algunos casos incluso se niegan a recibir denuncias formales. En lugar de ello, los funcionarios judiciales con frecuencia derivan a los familiares a estaciones de policía y bases militares para que averigüen si la víctima está detenida allí, y los obligan a esperar varios días antes de permitirles presentar una denuncia formal. Es común que autoridades gubernamentales se refieran automáticamente a estos casos como levantones, es decir, secuestros realizados por carteles rivales, y en muchos casos acusan a las víctimas de haber sido atacadas específicamente por su participación en actividades delictivas, sin antes efectuar una investigación al respecto. En los casos en que sí se inician finalmente investigaciones de las desapariciones, suelen observarse graves falencias; por ejemplo, no se entrevista a funcionarios públicos supuestamente involucrados ni se analizan las llamadas telefónicas efectuadas desde los teléfonos celulares de las víctimas después de los secuestros.
Impunidad de ejecuciones extrajudiciales
A pesar del aumento en la cantidad de muertes que son resultado de “enfrentamientos” entre miembros de las fuerzas de seguridad y presuntos delincuentes, la mayoría de estos hechos no son investigados. En las pocas excepciones en que se inician investigaciones, los funcionarios judiciales no adoptan medidas básicas, tales como efectuar pruebas de balística o interrogar a los soldados y policías involucrados. En vez de cuestionar los informes oficiales —muchos de los cuales presentan abundantes contradicciones y no coinciden con las versiones de los testigos—, es común que agentes del Ministerio Público acepten los informes de las fuerzas de seguridad como una descripción veraz de los hechos y no tomen en cuenta las pruebas que señalan un uso excesivo de la fuerza o que hubo torturas seguidas de muerte. Asimismo, en más de una decena de casos, los familiares de las víctimas de ejecuciones dijeron a Human Rights Watch que habían recibido presiones del Ejército para que firmaran acuerdos mediante los cuales renunciarían a cualquier acción para determinar la responsabilidad penal de soldados, a cambio de una indemnización.
Justicia militar
Es en el sistema de justicia militar donde la impunidad se manifiesta de manera más evidente. En nuestro informe de 2009, Impunidad Uniformada, Human Rights Watch documentó la falta de imparcialidad e independencia que se genera cuando es el mismo Ejército quien investiga a sus miembros, y recomendó a México reformar el Código de Justicia Militar para asegurar que todos los casos de presuntas violaciones de derechos humanos cometidas por militares contra civiles fueran investigados y juzgados en la justicia penal ordinaria. Desde que se publicó el informe, tanto la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en cuatro sentencias recientes) como la Suprema Corte de Justicia de México han emitido pronunciamientos en los cuales exigen que estos casos se excluyan de la jurisdicción militar. No obstante, esta práctica no se ha modificado y los resultados son los mismos: se siguen remitiendo las denuncias de violaciones de derechos humanos al sistema de justicia militar, donde continúan quedando impunes. En los cinco estados relevados en el presente informe, desde 2007 los agentes del Ministerio Público militar han iniciado 1.615 investigaciones de violaciones de derechos humanos supuestamente cometidas por soldados contra civiles, según datos oficiales obtenidos a través de pedidos de información pública. En ninguna de estas investigaciones militares en los cinco estados se han dictado condenas. A su vez, la Procuraduría General de Justicia Militar indicó haber iniciado 3.671 investigaciones de violaciones de derechos humanos cometidas por soldados contra civiles entre 2007 y junio de 2011. Durante este período, solamente fueron condenados 15 soldados; es decir, menos del 0,5 por ciento.
Retórica peligrosa
A pesar de que no se investigan adecuadamente los casos de violaciones de derechos humanos, es habitual que funcionarios públicos desestimen las denuncias de las víctimas como falsas y describan a las víctimas como delincuentes –incluso cuando altos funcionarios expresan públicamente su firme compromiso con el respeto de los derechos humanos–. El modelo para este discurso contradictorio ha sido proporcionado por el Presidente Calderón, quien por una parte ha reconocido a los derechos humanos como la “premisa central” de la estrategia de su gobierno contra la delincuencia organizada, y por otra parte ha expresado su disgusto ante denuncias de abusos cometidos por militares “que no son ciertas”. Calderón también ha señalado en varias oportunidades que el 90 por ciento de las personas que pierden la vida en hechos de violencia vinculados al narcotráfico son miembros de bandas de delincuencia organizada.
El mensaje del presidente ha sido reproducido por funcionarios civiles y militares en todos los niveles, como el secretario de Marina, quien recientemente declaró que grupos delictivos habían conseguido, mediante engaños, que organizaciones de la sociedad civil “utilizar[an] la bandera de los derechos humanos [para] dañar la imagen de las instituciones [gubernamentales]”. Un agente del Ministerio Público federal en Tijuana indicó a Human Rights Watch que las denuncias de tortura de los detenidos eran falsas debido a que “el único que miente es el propio inculpado”. Las estadísticas de Calderón también han sido replicadas por políticos locales, por ejemplo, en las declaraciones efectuadas recientemente por funcionarios de Nuevo León que indicaban que el 86 por ciento de las víctimas en casos de homicidios violentos ocurridos en ese estado en 2011 pertenecían a carteles.
Estas afirmaciones fácticas efectuadas por Calderón y otras autoridades estarían justificadas si se basaran en investigaciones rigurosas y objetivas. No obstante, la gran mayoría de las denuncias de violaciones de derechos humanos cometidas por miembros de las fuerzas de seguridad nunca son investigadas adecuadamente y prácticamente no se juzga ninguno de los homicidios que se presumen vinculados al narcotráfico. La ausencia de investigaciones permite dudar de los fundamentos de las afirmaciones expresadas por el presidente y otros funcionarios, y revela además una tendencia intrínseca en el gobierno a prejuzgar a las víctimas. Esta retórica transmite a los funcionarios judiciales el mensaje que las denuncias de las víctimas son infundadas y no ameritan una investigación seria, y a la vez insinúa a las fuerzas de seguridad que sus abusos no serán cuestionados.
Ante este discurso y la ausencia sistemática de investigaciones exhaustivas, las víctimas de violaciones graves de derechos humanos, sus familiares y los defensores de derechos humanos enfrentan un serio dilema. Pueden investigar ellos mismos los delitos, en general corriendo un riesgo alto. O pueden resignarse a ver cómo sus causas se estancan en los canales gubernamentales. Quienes optan por la primera alternativa afrontan enormes obstáculos, que incluyen desde persecución y amenazas de muerte por parte de miembros de las fuerzas de seguridad, hasta excusas burocráticas y tácticas dilatorias que parecen interminables por parte de quienes deberían defender sus intereses en el sistema de justicia. En muchos casos, los investigadores no intentan siquiera ocultar su colaboración con los funcionarios acusados de cometer abusos, y reconocen abiertamente su temor o renuencia a admitir casos en los cuales estén implicados miembros de las fuerzas de seguridad. Como señaló un agente del Ministerio Público a los familiares de una víctima, “no pueden ganarle al Ejército”. Tras varios años de investigaciones deficientes y pasivas donde se consiguen avances sumamente limitados, incluso las víctimas más determinadas a obtener justicia terminan desistiendo.
Incriminación de las víctimas y presunción de culpabilidad
La presunción de inocencia ha sido consagrada como un derecho fundamental en la Constitución Política de México y constituye un principio central del sistema de justicia del país y de numerosos tratados internacionales de derechos humanos ratificados por México. El ejercicio de este derecho no sólo es valioso en sí mismo, sino que resulta además indispensable para el efectivo funcionamiento de la justicia, ya que asegura que los procedimientos judiciales se sustenten en pruebas y no en criterios sesgados. Ello permite que los verdaderos responsables sean condenados.
A pesar de estas garantías, en México las personas que son señaladas como responsables de un delito y cuyos derechos fueron vulnerados por funcionarios para incriminarlas a menudo se enfrentan a un doble obstáculo: deben probar su propia inocencia y, al mismo tiempo, demostrar que sus derechos fueron violados por funcionarios públicos. Esto se debe a que, en la práctica, a menudo el sistema de justicia penal de México presupone que los sospechosos son culpables mientras no se demuestre su inocencia, en vez de exigir a la acusación que presente pruebas contundentes para incriminarlos.
La decisión de no investigar denuncias de abusos y violaciones de derechos humanos constituye una abdicación por parte de México de sus obligaciones jurídicas internacionales en materia de derechos humanos, que obligan al Estado a investigar denuncias creíbles de abusos. No obstante, prevalece en México una práctica perversa por la cual se obliga habitualmente a las víctimas a probar que sus derechos fueron cercenados. Asimismo, a menudo se señala a víctimas y familiares que el haber sufrido violaciones de derechos humanos constituye en sí mismo prueba de que participaron en actividades delictivas. La madre de un civil que, según señalan las pruebas, habría “desaparecido” a manos de policías, se ha referido a esta situación en los siguientes términos: “la actitud oficial es: si te pasó algo, es porque andabas mal”.
Es posible que algunas víctimas de violaciones de derechos humanos puedan haber cometido delitos anteriormente. Pero esto no justifica que se violen derechos fundamentales de las personas detenidas, y la condición de presunto delincuente de una persona no debería en ningún caso permitirle a las autoridades a desestimar sus denuncias cuando afirme haber sido víctima de abusos. Por el contrario, todos los ciudadanos deberían beneficiarse de la presunción de inocencia, y el Estado debería investigar en forma oportuna e imparcial todas las denuncias de violaciones de derechos humanos. Asimismo, como se demuestra en varios casos presentados en este informe, existen razones de peso para creer que una proporción significativa de las personas identificadas como presuntos delincuentes —en especial, cuando la única prueba en su contra es una confesión que se obtuvo por la fuerza— serían inocentes.
Consecuencias duraderas para las víctimas y sus familiares
Las violaciones graves de derechos humanos perpetradas por miembros de las fuerzas de seguridad pueden dejar huellas profundas y duraderas en las víctimas y sus familiares. Diversas víctimas de tortura señalaron a Human Rights Watch que continuaban padeciendo los efectos físicos y psicológicos de los tormentos sufridos. Una víctima que fue sometida a asfixia por ahogamiento dijo que durante los meses siguientes no pudo ducharse debido a que el agua le recordaba las torturas sufridas, y que incluso tomar líquidos era una experiencia traumática. Otra víctima que fue sofocada varias veces y golpeada violentamente en la cabeza dijo que, desde el interrogatorio, ha tenido episodios de pérdida de memoria inmediata, migrañas incapacitantes y pérdida de audición en un oído.
El trauma y el temor generados por violaciones graves de derechos humanos se extienden a familias enteras. Un joven que presenció la ejecución extrajudicial de su hermano perpetrada por miembros de la Marina en la vivienda familiar afirma sufrir pánico cada vez que pasa un convoy militar. Dijo que desde la noche de los disparos su familia no había regresado a la vivienda, ya que el lugar les trae recuerdos demasiado vívidos del incidente y no se sienten seguros allí. A menudo los abusos tienen un profundo impacto económico y social en los familiares de las víctimas, como le sucedió a un hombre que adoptó a los dos hijos pequeños de su hermano y su cuñada después de que ellos fueron ejecutados por soldados del Ejército.
Los familiares de los desaparecidos son objeto de tratos particularmente crueles, y al ser obligados a esperar en vano que haya novedades sobre el paradero de sus seres queridos, se les impide superar la situación y continuar con sus vidas. Esta crueldad se ve agravada por la actitud de funcionarios públicos que acusan a sus seres queridos de haber sido atacados por ser delincuentes, aun cuando hay pruebas que señalan lo contrario, y por las pobres medidas de investigación de las autoridades, que no hacen más que desmoralizar a los familiares y profundizar su sensación de impotencia. “Ya no sabemos ni qué hacer”, dijo la esposa de una víctima a Human Rights Watch. “Sabemos quién fue y todo, y no podemos hacer nada”.
Para los familiares de víctimas asesinadas por miembros de las fuerzas de seguridad, que no se juzgue a los responsables y que con frecuencia se señale públicamente a las víctimas como delincuentes constituye una causa de sufrimiento constante. Al igual que los familiares de personas desaparecidas, continúan luchando por saber qué le sucedió a sus seres queridos. El padre de una víctima asesinada por soldados un año y medio antes señaló: “Creen que a medida que pase el tiempo, nos vamos a olvidar de lo sucedido. No podemos hacerlo. Para nosotros, es como si hubiera sido ayer. Y no podemos resolver esto hasta que admitan que se equivocaron y sean castigados por ello”.
Falencias de las instituciones públicas de derechos humanos de México
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos de México y las comisiones de derechos humanos de los estados pueden desempeñar un rol central en la prevención de violaciones de derechos humanos y en su investigación y juzgamiento cuando estas se produzcan. En algunos casos, como el asesinato de dos niños por soldados en Matamoros, Tamaulipas, y otros señalados en este informe, la CNDH ha efectuado investigaciones serias y exhaustivas que demuestran su capacidad de practicar análisis complejos de balística, forenses y de campo, de realizar pericias médicas acordes con el Protocolo de Estambul, y de llevar a cabo entrevistas con idoneidad. La CNDH también ha demostrado que puede traducir sus hallazgos en enérgicas recomendaciones, donde se atribuye responsabilidad por delitos a funcionarios públicos y se exigen investigaciones penales. Varias comisiones estatales también han llevado a cabo investigaciones detalladas en algunos casos de violaciones de derechos humanos, como las de Guerrero y Chihuahua que se citan en este informe.
No obstante, con demasiada frecuencia las comisiones no ponen en práctica esta capacidad de investigación. En varios casos, Human Rights Watch comprobó que funcionarios de las comisiones no adoptaban medidas básicas para investigar las denuncias, no iniciaban investigaciones cuando existían amplias pruebas de abusos, o bien las concluían en forma prematura. Y, en más de una decena de casos, Human Rights Watch observó que la CNDH no ejerció su competencia para investigar denuncias donde existían pruebas que señalaban claramente que se habían cometido violaciones de derechos humanos y, en lugar de ello, remitió los casos a las autoridades civiles y militares antes de efectuar una investigación exhaustiva, mediante una práctica conocida como “vía de orientación”.
Aun en casos en que las comisiones llevan a cabo investigaciones minuciosas, a menudo limitan el impacto de sus propias conclusiones al no adoptar medidas para asegurar que se implementen sus recomendaciones. En particular, Human Rights Watch comprobó que las comisiones dejan de trabajar en los casos cuando los agentes del Ministerio Público inician una investigación de los abusos —una práctica que ya fue documentada en un informe anterior de Human Rights Watch—, en lugar de controlar que estas investigaciones avancen y se lleven a cabo de manera oportuna y exhaustiva. Esta falta de seguimiento agrava el clima de impunidad, y permite que funcionarios que anteriormente han cometido violaciones de derechos humanos permanezcan en cargos donde pueden repetir los abusos. Por ejemplo, desde 1991, la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos del Estado de Guerrero ha emitido 23 recomendaciones en las cuales concluyó que el actual jefe de la Policía Ministerial en la región norte de Guerrero había cometido abusos que incluyen homicidios, torturas y extorsión. Esta misma persona fue acusada de haber participado en forma directa en la tortura de una víctima entrevistada por Human Rights Watch para este informe.
Por último, la CNDH continúa dirigiendo al sistema de justicia militar las recomendaciones formuladas en casos de violaciones de derechos humanos cometidas por soldados, lo cual prácticamente garantiza su impunidad. Esta práctica contradice lo resuelto por la Corte Interamericana y la Suprema Corte de Justicia de México en sus sentencias y contraviene normas internacionales de derechos humanos, a las cuales se les reconoció igual jerarquía que la legislación interna tras la reciente reforma constitucional.
No mejora la seguridad pública
Las violaciones de derechos humanos no sólo debilitan el estado de derecho, sino que además pueden tener efectos contraproducentes para la reducción de la violencia, la desarticulación de redes delictivas y la construcción de la confianza pública en las instituciones que resulta indispensable para la efectividad de los operativos contra el narcotráfico. Desde el inicio de la “guerra contra el narcotráfico” de Calderón, los índices de delitos violentos han aumentado vertiginosamente; las prácticas abusivas de control policial han perjudicado la investigación y el juzgamiento de presuntos delincuentes; y la corrupción y los abusos generalizados han generado hostilidad entre la población civil, que de otro modo podría brindar información crucial a las fuerzas de seguridad.
Los homicidios que son producto de la violencia vinculada al narcotráfico han aumentado cada año desde que el Presidente Calderón implementó su estrategia de seguridad pública. Por ejemplo, las cerca de 15.000 muertes presuntamente relacionadas con la delincuencia organizada ocurridas en 2010 representan un aumento de casi el 60 por ciento respecto del año anterior. En Baja California, Chihuahua, Guerrero, Michoacán, Sinaloa, Nuevo León y Tamaulipas —estados donde el gobierno federal ha puesto en marcha importantes operativos contra el narcotráfico con intervención del Ejército— la tasa de homicidios tanto en 2008 como en 2009 prácticamente duplicó los niveles récord correspondientes a las dos décadas anteriores. Asimismo, la afirmación del gobierno de que los operativos de seguridad pública habían conseguido reducir la delincuencia en lugares como Tijuana no se ve respaldada por las estadísticas, que muestran que se mantienen niveles alarmantes de homicidios, robos violentos, secuestros y extorsión, a pesar de algunos descensos modestos y efímeros.
El Presidente Calderón ha señalado en reiteradas oportunidades que la alarma por la magnitud de la violencia en México es exagerada e indicó que la tasa de homicidios del país es mucho menor que la de otros países de América Latina, como Brasil y Colombia. No obstante, la tasa total de homicidios ofrece una descripción incompleta de la violencia en México, dado que los hechos de violencia vinculados con el narcotráfico afectan a algunas regiones mucho más que a otras. Por ejemplo, casi un tercio del total de homicidios vinculados a la delincuencia organizada ocurridos en 2010 en México se produjeron en tan sólo cinco ciudades, de acuerdo con datos del propio gobierno. Por lo tanto, es posible obtener una apreciación más realista de la gravedad de la violencia a través del análisis de las tasas de homicidios correspondientes a determinados estados y ciudades que, casi sin excepción, presentan tendencias ascendentes. Por ejemplo, en Ciudad Juárez la tasa de homicidios cada 100.000 habitantes se elevó de 14,4 en 2007 a 75,2 en 2008, y a 108,5 en 2009. La tasa de homicidios en Juárez durante 2009 no sólo fue aproximadamente siete veces superior al índice nacional para todo México, sino que es además una de las más elevadas del mundo, y supera ampliamente a las de Río de Janeiro, Brasil, y Medellín, Colombia, dos ciudades con las cifras más altas de homicidios de la región.
Este aumento de la violencia no ha estado acompañado por un incremento de la cantidad de juicios penales. Si bien las fuerzas de seguridad han detenido a decenas de miles de presuntos miembros de carteles —en su mayoría, supuestamente in flagrante—, solamente en una fracción de estos casos se han iniciado investigaciones, es menor aún la proporción de casos en que se han presentado cargos, e incluso han sido menos los casos en que se dictaron condenas penales. Por ejemplo, si bien el gobierno afirma que entre diciembre de 2006 y enero de 2011 ocurrieron 35.000 homicidios vinculados a la delincuencia organizada, la Procuraduría General de la República solamente registró 13.845 homicidios. (De conformidad con la Constitución mexicana, si todos estos homicidios estuvieran efectivamente vinculados a la delincuencia organizada, los agentes del Ministerio Público federal estarían facultados a investigarlos y juzgarlos). La PGR brindó datos contradictorios sobre la proporción de estos casos que estaban siendo investigados, e informó en un primer momento que había iniciado 1.687 investigaciones de homicidios, y tres meses después señaló que sólo había iniciado 997. Solamente han sido acusadas 343 personas en estos casos. Y, según estadísticas proporcionadas a Human Rights Watch por el poder judicial federal en respuesta a un pedido de información pública, la justicia federal solamente ha aplicado condenas en 22 casos de homicidios y otras lesiones vinculados con la delincuencia organizada. Los resultados a nivel estatal son igualmente deficitarios. Desde 2009 hasta mediados de 2010, se produjeron en Chihuahua más de 5.000 muertes vinculadas a la delincuencia organizada. De acuerdo con datos proporcionados por la Procuraduría General de Justicia del Estado de Chihuahua, durante ese mismo período, solamente 212 personas fueron condenadas en los tribunales del estado en relación con homicidios.
Cuando se pide a funcionarios judiciales que expliquen las razones por las cuales sólo se consiguen condenas en casos excepcionales, presentan varias explicaciones, incluyendo el volumen abrumador de causas, la complejidad y el riesgo inherente que supone llevar adelante investigaciones relacionadas con la delincuencia organizada y la falta de certeza sobre si un homicidio corresponde a la jurisdicción federal o de los estados, entre otras. No obstante, varios agentes del Ministerio Público señalaron en confianza a Human Rights Watch que uno de los principales obstáculos que impiden investigar y juzgar eficazmente estos casos es el amplio repertorio de abusos cometidos por soldados y policías. Según han señalado funcionarios judiciales, no sólo es común que las fuerzas de seguridad contaminen y manipulen la escena del crimen, sino que además ponen a los detenidos a disposición de agentes del Ministerio Público casi exclusivamente sobre la base de confesiones que, como luego se determina, se obtuvieron mediante golpizas, amenazas u otros abusos. En este contexto, los agentes del Ministerio Público enfrentan la alternativa de ignorar posibles abusos y sustentar la acusación en las confesiones obtenidas mediante la violación de los derechos de los presuntos delincuentes, o bien desestimar estas pruebas y confesiones dudosas e iniciar su propia investigación desde cero.
Las prácticas policiales abusivas también debilitan la confianza de la población civil en las fuerzas de seguridad, sin la cual es muy difícil obtener información —como datos sobre actividades ilícitas— que resulta indispensable para la efectividad de las medidas para mejorar la seguridad pública. El Presidente Calderón ha apelado en varias oportunidades a la ciudadanía para que colabore con el gobierno en la denuncia de delitos. Sin embargo, la confianza de la cual depende esta cooperación se construye con la experiencia, y muchos mexicanos no creen que los delitos que denuncian serán debidamente investigados, o temen que la delincuencia organizada se haya infiltrado en la justicia y en los organismos de seguridad pública locales. Si a esto se suman los abusos generalizados cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad, que profundizan aún más la desilusión pública, no resulta sorprendente que muchos civiles consideren que la denuncia de delitos puede ser una alternativa más riesgosa que guardar silencio.
Esta desconfianza se refleja en la baja proporción de delitos y violaciones de derechos humanos que los ciudadanos denuncian ante las autoridades. En diálogos con Human Rights Watch, agentes del Ministerio Público y funcionarios de derechos humanos han coincidido en que tan sólo una proporción mínima de víctimas denuncian los abusos sufridos, como resultado de una combinación de temor y falta de confianza en las autoridades. Un representante de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Chihuahua en Ciudad Juárez, por ejemplo, estima que solamente una de cada diez víctimas de abusos militares presenta una denuncia ante la comisión. Agregó que los civiles que no denuncian violaciones de derechos humanos seguramente tampoco denuncien otros delitos. Asimismo, se ha determinado a través de encuestas nacionales que casi el 90 por ciento de los delitos en México nunca se denuncian. Esta renuencia a denunciar delitos, a su vez, alimenta un círculo de impunidad que protege a los responsables y favorece la delincuencia
Principales recomendaciones
Asegurar que todos los casos de presuntas violaciones de derechos humanos se sometan exclusivamente a la justicia penal ordinaria.
Reformar el Código de Justicia Militar para impedir que las investigaciones de violaciones de derechos humanos se realicen en el ámbito de la jurisdicción militar.
El mecanismo más efectivo para abordar las graves violaciones de derechos humanos documentadas en este informe —y de disuadir futuros abusos— es asegurar que los soldados y policías que cometen abusos sean llevados ante la justicia. Y la clave para que miembros de las fuerzas de seguridad rindan cuentas por sus actos consiste en iniciar investigaciones oportunas, exhaustivas e imparciales de los delitos que presuntamente cometen contra civiles. Estas investigaciones no se llevan a cabo cuando es el mismo Ejército quien investiga a sus propios miembros.
Un modo en que México podría asegurar una mayor rendición de cuentas es poniendo fin a la práctica de remitir a la jurisdicción militar los casos de presuntas violaciones de derechos humanos cometidas por soldados. Para ello, el Presidente Calderón debería presentar sin demora una propuesta de reforma del Código de Justicia Militar ante el Congreso, donde se disponga expresamente que todos los casos de abusos presuntamente cometidos por soldados contra civiles deben ser investigados y juzgados en el sistema de justicia penal ordinaria, y que el Ejército debe cooperar con estas investigaciones y juicios. Cuando un caso se remita ilegalmente a la jurisdicción militar, debería reconocerse a la presunta víctima el derecho a presentar un recurso legal exigible dentro del sistema de justicia penal ordinaria para impugnar el traslado. Si Calderón no presenta un proyecto de reforma adecuado, el Congreso debería redactar y sancionar una reforma que se adecue a estos estándares.
El proyecto de reforma presentado por Calderón en 2010 —el cual remitiría a la justicia penal ordinaria los casos de tortura, violación sexual y desaparición forzada, pero preservaría la competencia del Ejército para investigar las demás violaciones de derechos humanos— no cumple con este requisito. La propuesta de Calderón mantendría bajo la jurisdicción militar graves violaciones de derechos humanos, como las ejecuciones extrajudiciales, y reconocería amplias facultades discrecionales a las autoridades militares para determinar la clasificación de los abusos, a pesar de que en el pasado han rebajado la gravedad de los delitos para asegurar que se juzguen en la jurisdicción militar.
Los agentes del Ministerio Público civil deberían investigar enérgicamente todos los casos de presuntas violaciones de derechos humanos cometidas por soldados. Hasta que se sancione e implemente una reforma de este tipo, el procurador general de la República y los procuradores generales de justicia de los estados deberían exigir a los agentes del Ministerio Público y funcionarios judiciales del fuero común y federal que pongan fin a la práctica de remitir automáticamente a agentes del Ministerio Público militar los casos en que se acusa a militares de cometer delitos contra civiles. En cambio, los agentes del Ministerio Público civil deberían investigar estas acusaciones desde el momento en que son denunciadas y deberían ocuparse en forma inmediata de entrevistar a testigos y recabar pruebas en el lugar de los hechos.
La remisión de casos de presuntos abusos militares a la jurisdicción penal ordinaria no bastará para resolver el problema de impunidad de los abusos cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad. Como se muestra en este informe, el sistema de justicia penal ordinaria también adolece de graves problemas que suponen claros obstáculos para el éxito de las investigaciones. No obstante, pese a estas falencias, la justicia ordinaria es claramente más imparcial e independiente que el sistema de justicia militar. El traslado de estos casos a la jurisdicción penal ordinaria representa una primera medida para dejar atrás un sistema que prácticamente garantiza la impunidad de los soldados.
Mejorar la implementación de la reforma de justicia .
En junio de 2008, México aprobó una reforma constitucional, en gran medida positiva, destinada a transformar el sistema de justicia penal ordinaria, hasta entonces inquisitivo y escrito, en un sistema acusatorio y oral. Entre otros valiosos objetivos, la reforma buscó consolidar el principio de presunción de inocencia y eliminar cualquier incentivo perverso para que funcionarios vinculados con la seguridad pública obtengan confesiones mediante tortura. No obstante, las autoridades tienen plazo hasta 2016 para implementar plenamente la reforma. Hasta el momento, su aplicación ha sido lenta y los cambios legislativos aún no se reflejan en la práctica. Muchos estados continúan operando con el sistema tradicional de México y toleran prácticas y valores perniciosos, mientras que en los pocos estados que han adoptado el nuevo sistema se han sancionado normas para contrarrestar la reforma, o se incluyeron excepciones que ponen en riesgo los principales cambios que supone el traspaso al sistema acusatorio oral.
El gobierno federal y los gobiernos de los estados deberían invertir mayores recursos en la implementación de la reforma de justicia. Esto implica reformar el sistema de justicia simultáneamente tanto a nivel federal como en los estados, a fin de evitar la coexistencia de dos sistemas que operen con principios contradictorios. Y ello supone asegurar que se adopten medidas destinadas a modificar prácticas y normas, como por ejemplo, elevar el nivel de capacitación de jueces, agentes del Ministerio Público, defensores de oficio, policías ministeriales y otros funcionarios clave, y generar mayor conciencia entre el público sobre el funcionamiento del nuevo sistema. A su vez, los legisladores de los estados deberían derogar las contrarreformas que no coincidan con el espíritu y la finalidad de la reforma de justicia, mientras que otros estados deben abstenerse de aprobarlas.
Asegurar el cumplimiento de las garantías de debido proceso para prevenir abusos contra detenidos.
Asegurar que se cumpla con la prohibición de admitir pruebas obtenidas mediante tortura .
Los jueces no deben esperar hasta que se implemente plenamente la reforma de justicia para actuar frente a algunos de los abusos más generalizados y crónicos que existen en México. Deberían exigir el cumplimiento inmediato de la prohibición constitucional que excluye cualquier prueba conseguida mediante coerción u otros abusos, así como eliminar los incentivos perversos que facilitan que policías y soldados obtengan confesiones mediante golpizas antes de poner a los detenidos a disposición de agentes del Ministerio Público. Los jueces no deberían admitir excepciones al principio de exclusión de pruebas obtenidas mediante torturas, ni deberían aplicar principios jurisprudenciales que vulneren el objeto y el espíritu de la prohibición. En casos donde existan sospechas de tortura u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes de presuntos delincuentes, los jueces deben exigir a los agentes del Ministerio Público que inicien investigaciones inmediatamente para determinar si hubo malos tratos. Deberían ordenar la aplicación inmediata del Protocolo de Estambul a las presuntas víctimas. De conformidad con principios jurídicos internacionalmente aceptados, los jueces deberían imponer a los agentes del Ministerio Público la obligación de demostrar que las confesiones y otras pruebas se obtuvieron por medios lícitos, en vez de exigir que sean las víctimas quienes deban probar que sufrieron torturas u otros abusos.
Asegurar que las fuerzas de seguridad pongan inmediatamente a los detenidos a disposición de agentes del Ministerio Público.
Como se demuestra en este informe, muchos de los abusos perpetrados por soldados y policías se producen durante el período ilícito de detención arbitraria que transcurre desde el momento en que los presuntos delincuentes son detenidos hasta que son puestos a disposición de agentes del Ministerio Público. Esto ocurre cuando las fuerzas de seguridad no entregan inmediatamente a los detenidos a agentes del Ministerio Público, como lo exige la ley, y en lugar de ello los mantienen incomunicados en bases militares, estaciones de policía o en otros centros de detención clandestinos. Una medida clave para prevenir los abusos que se producen durante este período es investigar y juzgar a los soldados y policías que no ponen inmediatamente a los detenidos a disposición de agentes del Ministerio Público. Para ello, los jueces deben exigir que se investiguen oportunamente los casos en los cuales haya pruebas de que un presunto delincuente fue detenido arbitrariamente, como se señaló precedentemente. Los agentes del Ministerio Público federal y estatal deberían iniciar investigaciones ex officio cuando consideren que las fuerzas de seguridad han demorado el traslado de detenidos. En ningún caso debería permitirse que agentes del Ministerio Público o defensores de oficio reciban confesiones de detenidos en establecimientos militares, estaciones de policía o centros de detención clandestinos. Tampoco debería permitirse que los detenidos sean retenidos temporalmente en estos sitios.
Cuando existan pruebas de que personas detenidas no han sido puestas a disposición de agentes del Ministerio Público en forma inmediata, las fuerzas de seguridad deberían iniciar sus propias investigaciones a través de organismos de asuntos internos y complementar las investigaciones penales, pero no debería considerarse que estos procedimientos administrativos pueden suplantar a los judiciales. Por su parte, los secretarios de la SEDENA y la SEMAR, el director de la Policía Federal y los jefes de policía de los estados y municipales deberían emitir directivas a sus subordinados para exigir que pongan inmediatamente a los detenidos a disposición de agentes del Ministerio Público civil, e indicar en forma inequívoca que en ningún caso los detenidos podrán ser retenidos o interrogados en bases militares o estaciones de policía. Se debería perfeccionar el registro nacional de detenciones, a fin de salvaguardar los derechos de los detenidos cuando estos son trasladados a lo largo de la cadena de custodia (ver más adelante).
Poner fin a la práctica de “arraigo” y el uso de leyes ambiguas para justificar detenciones y medidas de prisión preventiva arbitrarias.
México debería abolir el arraigo,contemplado en la legislación federal y de los estados, que permite que agentes del Ministerio Público, con autorización judicial, detengan a personas por un período de hasta 80 días antes de ser acusadas de haber cometido un delito. Esta práctica equivale a una detención arbitraria, es incompatible con las obligaciones de debido proceso de México conforme al derecho internacional y contraviene una decisión dictada en 2005 por la Suprema Corte de Justicia, que determinó que se trataba de una práctica inconstitucional.
Los legisladores federales y de los estados también pueden ayudar a reducir la cantidad de detenciones ilegales derogando las leyes ambiguas que otorgan a las fuerzas de seguridad amplias facultades para detener a civiles sin órdenes de arresto, como las leyes de flagrancia y halconeo, cada vez más comunes en los estados. Estas leyes deberían aplicarse únicamente en casos excepcionales, cuando una persona es aprehendida cometiendo un delito o existen pruebas de que actúa como informante para organizaciones delictivas. No obstante, en la práctica estas normas se aplican para detener a personas aun cuando el vínculo con los hechos es insuficiente o nulo. Además, a la luz de la práctica sistemática de detención arbitraria, los legisladores no deberían sancionar reformas que extiendan las facultades discrecionales de policías y soldados de llevar a cabo detenciones sin la correspondiente orden judicial, como la ampliación de los poderes de urgencia que fue recomendada por el Presidente Calderón a través de una propuesta de reforma del Código Federal de Procedimientos Penales presentada en septiembre de 2010.
Los agentes del Ministerio Público y los jueces, quienes tienen la responsabilidad de evaluar la legalidad de estos arrestos y la potestad de desestimar las acusaciones contra personas que hayan sido detenidas ilegalmente, no deberían aceptar sin cuestionamientos las detenciones efectuadas por las fuerzas de seguridad sin las correspondientes órdenes judiciales.
Asegurar que las violaciones de derechos humanos sean investigadas y juzgadas de manera oportuna, exhaustiva e imparcial.
Crear un protocolo para investigar la muerte de civiles en presuntos enfrentamientos con miembros de las fuerzas de seguridad, y sancionar leyes que regulen el uso de la fuerza por el Ejército y miembros de las fuerzas de seguridad pública.
Todas las muertes de civiles que se producen durante enfrentamientos con miembros de las fuerzas de seguridad —con independencia de si las víctimas son presuntos sujetos armados o civiles inocentes— deberían ser investigadas de manera exhaustiva e imparcial para determinar si los funcionarios del Estado emplearon la fuerza excesivamente o efectuaron ejecuciones extrajudiciales. Sobre la base de las mejores prácticas desarrolladas por el Relator Especial de la ONU sobre Ejecuciones Extrajudiciales y otros expertos, el gobierno mexicano debería diseñar un protocolo para investigar las muertes causadas por funcionarios del Estado —incluidas las muertes ocurridas en retenes de seguridad, las de personas a su disposición, y aquellas que tuvieron lugar en enfrentamientos— en vez de simplemente aceptar las versiones ofrecidas por soldados y policías como una descripción veraz de lo ocurrido. Asimismo, el Ejército y los legisladores deberían redactar leyes sobre el uso de la fuerza para el Ejército, la Policía Federal y los cuerpos de policía locales, basadas en estándares internacionales. Y los soldados y policías deberían recibir entrenamiento específico sobre cómo llevar estos estándares a la práctica.
Crear bases de datos nacionales para llevar un registro de personas desaparecidas y detenidas, que tengan por objeto evitar abusos.
El gobierno mexicano ha invertido importantes recursos en la elaboración de una base de datos nacional sobre delitos a través de la “Plataforma México”. A partir de las mejores prácticas extraídas de la experiencia de esta iniciativa, debería crear otras dos bases de datos nacionales:
• Una base de datos unificada sobre personas desaparecidas, que incluya información que ayude a identificar personas cuyo paradero sea desconocido, como ADN de familiares de las víctimas, y un registro con opciones de consulta donde conste información sistematizada relativa a cuerpos no identificados, que pueda ser consultada en su totalidad por familiares de víctimas. Los criterios para identificar y recabar estos datos deberían ser coordinados entre instituciones relevantes, como los Ministerios Públicos, las comisiones de derechos humanos y las morgues, entre otros, para asegurar la eficacia del sistema.
• Una base de datos nacional para llevar un control de las personas detenidas, que incluya un protocolo para registrar en forma inmediata información clave, como el momento y el lugar en que se produjo una detención y quiénes la llevaron a cabo. Los funcionarios de alto rango deberían instruir a sus subordinados sobre la importancia de registrar oportunamente las detenciones, para que los funcionarios judiciales y los familiares puedan determinar dónde se encuentran los detenidos, lo cual resulta indispensable para identificar si se cometen violaciones del debido proceso y prevenir otros abusos. Se deberían aplicar sanciones cuando no se registren adecuadamente las detenciones. Al igual que la base de datos sobre personas desaparecidas, este sistema debería ser aplicado de manera homogénea por todas las fuerzas de seguridad y por los funcionarios judiciales.
Abandonar la retórica que sugiere que las víctimas de abusos serían delincuentes, o que desestima las denuncias de abusos antes de que hayan sido investigadas.
El modo en que autoridades civiles y militares se refieren a los derechos humanos puede tener un profundo impacto en las prácticas de los funcionarios públicos y en la actitud del público en general. Por lo tanto, el Presidente Calderón, así como otros funcionarios electos, altos jefes militares y policiales, y funcionarios judiciales deberían abstenerse de emplear una retórica que presente a la seguridad pública y los derechos humanos como objetivos incompatibles. En cambio, deberían enviar un mensaje claro que se trata de metas complementarias. En particular, los funcionarios deberían abstenerse de desestimar como falsas las denuncias graves de abusos formuladas por víctimas y familiares sin antes investigarlas adecuadamente, y de referirse a los defensores de derechos humanos y los defensores de víctimas como “tontos útiles” de la delincuencia organizada. Asimismo, deberían poner fin a la práctica de presuponer automáticamente que todas las víctimas de torturas, ejecuciones y desapariciones tuvieron participación en actividades delictivas antes de ser detenidas. Como parte de este cambio, las fuerzas de seguridad y los funcionarios judiciales deberían abstenerse de presentar a sospechosos ante la prensa y acusarlos de haber cometidos delitos antes de que sean juzgados, puesto que con ello se vulnera su derecho a un juicio justo.
A las instituciones públicas de derechos humanos de México
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos y las comisiones de derechos humanos de los estados no deberían concluir investigaciones de denuncias de víctimas a menos que sus funcionarios determinen que eran infundadas. En casos en que la veracidad de tales denuncias sea incierta, las comisiones deberían efectuar investigaciones exhaustivas e imparciales para determinar si son verdaderas, en vez de exigir que sean las víctimas y sus familiares quienes deban proporcionar las pruebas. La CNDH debería poner fin a la práctica de recomendar que cualquier violación de derechos humanos presuntamente cometida por soldados contra civiles se someta a la jurisdicción militar. Y tampoco debería remitir los casos de presuntas violaciones de derechos humanos a agentes del Ministerio Público a través de la vía de orientación, a menos que haya determinado en forma inequívoca que no hubo violaciones de derechos humanos.
Las comisiones también deberían poner fin a la práctica de abandonar los casos en los cuales documentaron abusos luego de emitir sus recomendaciones. Concretamente, los funcionarios de las comisiones deberían asegurarse de que los agentes del Ministerio Público civil no sólo inicien investigaciones sobre los abusos, sino que además realicen averiguaciones oportunas y exhaustivas. Cuando los actores estatales no implementen las recomendaciones, las comisiones deberían exigir activamente su cumplimiento mediante diversas herramientas, como convocar a funcionarios de gobierno para que rindan cuentas por el incumplimiento ante el Senado, una facultad que les fue otorgada por la reforma constitucional aprobada recientemente.
Por último, en respuesta a la asignación masiva de miembros del Ejército, la Marina y la Policía Federal a operativos contra el narcotráfico, y el consiguiente incremento de denuncias de derechos humanos contra estas fuerzas, la CNDH debería evaluar seriamente la posibilidad de reasignar sus recursos y conformar equipos de investigación en los estados donde se han desplegado gran cantidad de miembros de las fuerzas de seguridad federales. Actualmente, a excepción de diez delegaciones regionales en la frontera norte y sur de México que se encargan de atender casos de abusos contra migrantes, el personal de la CNDH se encuentra casi totalmente en México D.F. La ubicación estratégica de estos equipos permitiría a la CNDH recibir las denuncias de las víctimas en forma directa, en vez de depender de que las comisiones estatales le remitan los casos. De este modo, la CNDH podría investigar y posiblemente tener una intervención más rápida y eficiente en casos graves en que esté en riesgo la vida de las víctimas, en vez de enviar equipos desde México D.F.
A la Unión Europea y Estados Unidos
A la Unión Europea: Incorporar parámetros de referencia y requisitos sobre derechos humanos en la “Asociación Estratégica”.
La Unión Europea ha fortalecido su cooperación bilateral con México desde la adopción, en mayo de 2010, de una Asociación Estratégica que creó un “Programa Integrado de Seguridad y Justicia” destinado a reforzar la capacidad de México de combatir la delincuencia organizada. Esta Asociación prevé un diálogo anual sobre derechos humanos entre funcionarios gubernamentales, y la UE ha asumido el compromiso de ayudar a consolidar el estado de derecho y los derechos fundamentales en México y ha asignado recursos específicos para tal fin.
A pesar de estas medidas positivas, la UE no ha avanzado en la creación de parámetros de referencia transparentes para medir los avances conseguidos con el fin de mejorar las prácticas de derechos humanos de las fuerzas de seguridad de México. La UE tampoco ha demostrado intención de aprovechar esta colaboración más estrecha con México para instar al gobierno a que aborde sus problemas sistémicos en materia de derechos humanos. Para subsanar esta omisión, la UE debería identificar en forma pública una serie de prioridades de derechos humanos y fijar metas intermedias para alcanzar dichos objetivos, tales como eliminar el uso de tortura por policías o asegurar la aplicación sistemática del Protocolo de Estambul. Asimismo, la UE debería destinar una proporción significativa de sus iniciativas de asistencia e incidencia a que se logren esos objetivos. Debería también prever un sistema de premios y castigos para reconocer los éxitos y sancionar los incumplimientos de los mismos.
A Estados Unidos: Mantener y exigir el cumplimiento de los requisitos de derechos humanos establecidos en la Iniciativa Mérida, y mejorar las políticas públicas destinadas a reducir el tráfico ilícito de armas y drogas.
Desde 2007, Estados Unidos ha destinado más de $ 1.600 millones para ayuda a México en materia de seguridad a través de la Iniciativa Mérida, un paquete de medidas de asistencia de varios años de duración que busca contribuir a la lucha contra la delincuencia organizada. Desde el inicio, el Congreso estadounidense exigió por ley que el 15 por ciento de fondos específicos correspondientes a la Iniciativa Mérida fueran retenidos anualmente hasta que el Departamento de Estado emitiera un informe que confirmara que México cumplía cuatro requisitos básicos de derechos humanos. Estos requisitos incluyen investigar y juzgar a militares y policías acusados de cometer abusos contra civiles en el sistema de justicia penal ordinaria, mejorar la transparencia y la rendición de cuentas de la Policía, y prohibir el uso de testimonios obtenidos a través de torturas u otros malos tratos.
Los fondos que dependen del cumplimiento de los requisitos representan un pequeño porcentaje del total de la asistencia otorgada a través de Mérida. En 2009, por ejemplo, tan sólo la entrega de cerca de 24 de los 420 millones de dólares dependía del cumplimiento de los requisitos. Pese a ello, los requisitos suponen una oportunidad clave para medir los avances conseguidos por México en materia de derechos humanos, y para presionar al gobierno mexicano para que adopte medidas para revertir las tácticas abusivas.
Por ende, es crucial que estos requisitos se mantengan vigentes durante las próximas etapas de la Iniciativa Mérida. Asimismo, el Congreso debería asegurar que los requisitos relativos al 15 por ciento de los fondos se apliquen no sólo a los fondos destinados al Ejército, sino también a aquellos asignados a asistencia y capacitación de la Policía federal, estatal y local, debido a que estas fuerzas continúan empleando torturas y cometiendo otras graves violaciones con una falta crónica de rendición de cuentas.
No obstante, para que estos requisitos sean efectivos, es indispensable que se exija su cumplimiento. A pesar de las claras evidencias de que no se han cumplido los requisitos —expuestas en informes del Departamento de Estado de los Estados Unidos que documentan el uso continuo de torturas y confirman que se sigue juzgando a soldados por violaciones de derechos en la justicia militar—, en varias oportunidades Estados Unidos ha liberado fondos incluidos aquellos que están dentro del 15 por ciento sujeto a los requisitos. A la luz de las conclusiones del presente informe, donde se demuestra una vez más que los requisitos no se están cumpliendo, Estados Unidos debería retener los fondos específicos destinados al Ejército y la Policía correspondientes al próximo año. Debería continuar reteniendo fondos hasta que se cumplan los cuatro requisitos.
Dado que muchas de las poderosas armas utilizadas por los carteles provienen de Estados Unidos y que es en este país donde se comercializa gran parte de la droga que trafican los grupos armados (y donde se origina una proporción significativa del ingreso que reciben), Estados Unidos comparte en gran medida la responsabilidad por la crisis en México y por el creciente poder de la delincuencia organizada. Por consiguiente, el gobierno estadounidense debería redoblar sus esfuerzos por poner freno al tráfico ilícito de armas hacia México, e implementar políticas públicas que reduzcan la demanda de narcóticos en Estados Unidos.
Si son implementadas, las recomendaciones señaladas precedentemente y otras que se exponen con mayor detalle en los siguientes capítulos permitirán fortalecer la protección de los derechos humanos en México. También servirán para mejorar la calidad de las investigaciones, incrementar la efectividad de los procedimientos penales y restablecer la confianza de la población civil en las fuerzas de orden público, todas estas condiciones clave para mejorar la seguridad pública
Del sitio de Human Rights Watch

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