México, Distrito Federal. El presbítero José Alejandro Solalinde Guerra, recibió el
Premio Nacional de Derechos Humanos 2012 que otorga la CNDH, por su destacada
trayectoria y compromiso constante en la promoción y defensa de los derechos
humanos de las personas migrantes.
El reconocimiento le fue entregado por el presidente de
la República, Enrique Peña Nieto y el Ombudsman nacional Raúl Plascencia
Villanueva, durante una ceremonia efectuada en el Salón Adolfo López Mateos de
la residencia Oficial de Los Pinos.
En el acto, Plascencia Villanueva invocó el Día
Internacional de los Derechos Humanos y recordó que subsiste el reto de lograr
que todas las personas estén en posibilidad de conocer sus derechos y los
mecanismos para hacerlos valer.
Expresó su compromiso de abonar a la construcción de una
relación institucional de respeto y trabajo en favor de los derechos humanos en
México, ahora que inicia una nueva administración en el Poder Ejecutivo
Federal.
“Debemos avanzar en la plena observancia de los derechos
humanos y en el cumplimiento de los deberes que nos corresponde a cada uno de
nosotros, lograr una plena vigencia del estado de derecho y una mayor cultura
de la legalidad”, expresó.
Para que sea posible que nuestro tiempo sea el tiempo de
los derechos humanos, indicó el presidente de la CNDH, hay una amplia agenda de
pendientes que demandan de la voluntad y el esfuerzo del Estado en su conjunto,
pero en especial, que hagamos de los derechos humanos un compromiso de todos.
Dijo que todavía hay temas que requieren de una atención
inmediata, como el de las víctimas del delito y del abuso de poder, el acceso a
la justicia, la sanción de los responsables, la reparación del daño, la
prevención del delito, la persecución de los delincuentes y una justicia
pronta, completa e imparcial.
Sostuvo que el país enfrenta prácticas que parecían ya
superadas, como la desaparición forzada de personas; las detenciones
arbitrarias; las ejecuciones, los cateos ilegales y la tortura, entre otras
tantas. Aseguró que el mejor camino para lograr el fortalecimiento de las
instituciones públicas es asumir, como servidores públicos o desde el ámbito
privado, los compromisos que tenemos con nuestro país, buscando siempre
observar la constitución y las leyes emanadas de ella.
Ante el presidente de la república, Enrique Peña Nieto,
integrantes de su gabinete, del Consejo Consultivo de la CNDH, legisladores y
presidentes de comisiones estatales de derechos humanos, Raúl Plascencia
reconoció la capacidad y entereza con las que desempeña su labor el padre
Alejandro Solalinde, quien ha comprometido su vida a la protección y defensa de
los migrantes que transitan por nuestro país con la esperanza de encontrar
mejores condiciones para subsistir.
Subrayó que el galardonado promueve, de manera
incansable, los derechos de los migrantes y combate frontalmente los actos
arbitrarios, y la explotación de que son víctimas por parte de algunos
servidores públicos y de la delincuencia.
En su oportunidad, el sacerdote Alejandro Solalinde
Guerra afirmó que México está pasando por momentos difíciles, y pidió a las
autoridades escuchar a las personas que están sufriendo, que no solamente son
los migrantes y que “debemos hacer algo por ellos”.
El fundador y director del albergue Hermanos en el
Camino, de Ixtepec, Oaxaca, dijo que para emprender la gran restructuración que
requiere México, “necesitamos mirar de otra manera, empezar a ver de otra
forma, dejar nuestras parcialidades, nuestra visión de partidos, de iglesias y
de grupos aislados”.
Precisó que se debe dar un gran vuelco a la estructura de
gobernar, en donde la autoridad escuche y permanezca cerca de la gente y que
tenga como eje principal el respeto de los derechos humanos.
Cndh.org.mx. 10/12/12
Alejandro
Solalinde, el “hermano en el camino”
México,
Distrito Federal. El sacerdote Alejandro Solalinde Guerra ha sido como un
"hermano en el camino" de los migrantes en su paso por México hacia
Estados Unidos.
El padre católico, nacido el 19 de marzo de 1965 en
Texcoco, Estado de México, es uno de los más destacados defensores de los
derechos humanos de los migrantes que ingresan al país, particularmente de
forma ilegal desde Centroamérica, con la finalidad de llegar al país del norte.
Su labor filantrópica lo llevó a construir el albergue “Hermanos en el Camino”,
el cual se encarga de atender a miles de migrantes.
El inmueble tiene una capilla, un comedor, una cocina y
una palapa destinada a visitas.
Hermanos en el Camino
además cuenta con dos dormitorios: el de hombres con 54 literas, y el de
mujeres con 15. Los dormitorios además incluyen un baño y una enfermería, cada
uno.
Alejandro Solalinde, quien este lunes recibió el Premio
Nacional de Derechos Humanos, estudió las licenciaturas de Historia y
Psicología, y cuenta con una maestría en terapia familiar sistémica.
El 26 de febrero de 2007, el sacerdote mexicano fue
designado como coordinador pastoral de Movilidad Humana por la Conferencia del
Episcopado Mexicano, misma que abarca los estados de Guerrero, Chiapas y
Oaxaca.
Sus tareas de ayuda a los indocumentados le ha costado
amenazas de muerte, y tuvo que abandonar el país entre abril y mayo de 2012,
buscando refugio en Europa “de manera forzada”, según indicó.
Tras su regreso a Oaxaca, en agosto de 2012, Alejandro
Solalinde dijo a Proceso que el Partido Revolucionario
Institucional (PRI) debía hacer un acto de arrepentimiento por los errores y
abusos cometidos en 71 años de gobierno. Al actual presidente, Enrique Peña
Nieto, Peña Nieto pidió que “desmantelara al priato”.
El padre Solalinde señaló que Ulises Ruiz, gobernador de
Oaxaca de 2004 a 2010, intentó obstaculizar la labor del albergue para
migrantes a su cargo, Hermanos
del Camino.
“(Ruiz) Fue la persona que más luchó por impedir la
operación del albergue, hasta intervino en la OEA (Organización de los Estados
Americanos), en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; en reunión de
medidas cautelares del 20 de marzo de 2010, mandó una persona para pedir que el
albergue se reubicara” señaló a la revista.
Alejandro Solalinde Guerra ha recibido, además del Premio
Nacional de Derechos Humanos, otros reconocimientos por su labor a favor de los
indocumentados, como la “Medalla Emilio Krieger 2011” la cual es entregada por
la Asociación Nacional de Abogados Democráticos (ANAD); el premio “Paz y
Democracia” en materia de Derechos Humanos, y el “Premio Pagés Llergo” de
Democracia y Derechos Humanos.
Adn Político.com. 10/12/12
Solalinde
Ixtepec, Oaxaca. Alejandro Solalinde se toma un capuchino
de treinta pesos y deja cincuenta de propina. Posee cinco camisas blancas de
cuello Mao y dos guayaberas en su ropero, que él mismo lava y plancha. No tiene
trajes, pero la blancura de su ropa basta para transmitir pulcritud y aliño. Su
reloj cuesta ciento cincuenta pesos (Casio Illuminator), y no ha entrado a la
generación de sacerdotes de BlackBerry, iPhone y iPad, aunque sí gasta pequeñas
fortunas en tarjetas de prepago para sus teléfonos celulares, a donde lo llama
la prensa nacional e internacional. Duerme en una hamaca dentro de un cuartito
atiborrado de ropa, mochilas y libros de sus colaboradores, pero suele ceder
ese espacio y tira un colchón en el patio donde pernocta rodeado de sus
guardaespaldas. Si un migrante llega al albergue con los pies destrozados, él
mismo va a la zapatería a comprarle un par de zapatos idénticos a los suyos. No
tiene escritorio, ni secretaria, ni oficina. Recibe a la gente en una salita
debajo de un techo de palma, y resulta imposible sostener una conversación con
él sin que lo interrumpan cada dos minutos para pedirle jabón, papel sanitario,
dinero, un vaso de agua. Se baña a jicarazos en un bañito que comparte con los
voluntarios del albergue y usa un excusado que se desagua a cubetazos. Si entre
los donativos del mercado de Juchitán llega una sandía, se la comerá sonriente
aunque esté podrida. Lo cuidan cuatro policías estatales del gobierno de Oaxaca
—que aceptó hasta que Margarita Zavala, la esposa del presidente Felipe
Calderón, se lo pidió personalmente—, pero no hay viáticos para que lo sigan en
sus continuos viajes, así que a partir de la central de autobuses de Ciudad
Ixtepec, un pueblito de veinticinco mil habitantes enclavado en el estado de
Oaxaca, al sureste de México, vuelve a ser oveja para los lobos. Carga su ropa
en una maleta rota y de ínfima calidad, que ha perdido el asa y las rueditas, y
que deja al alcance de cualquier mano su toalla amarilla.
Solalinde es de las pocas personas que se reinventan y
dan lo mejor de sí mismas después de los sesenta años. Durante décadas no fue
más que un cura de aldea, con todo el sacrificio y la convicción que eso
requiere, pero sin mayor influencia social, política ni religiosa. Graduado de
dos carreras universitarias (Historia y Psicología) además de sus estudios
sacerdotales y con una maestría en Terapia Familiar, Solalinde es un
administrador distraído que prefiere regalar el dinero antes que cuidarlo, y se
juega la vida al oponerse a una industria en la que se confabula la más alta
política con el crimen organizado: el secuestro de migrantes. Nunca será
consagrado obispo porque dice lo que piensa de su madre Iglesia: que no es fiel
a Jesús sino al poder y al dinero; que es misógina y trata con la punta del pie
a los laicos y a las mujeres, y que no es la representante exclusiva de Cristo
en la Tierra.
A los sesenta y un años se decidió a abrir un albergue de
migrantes en Ixtepec, no sólo para interponerse a las violaciones a los
derechos humanos de los indocumentados centro y sudamericanos, sino para preparar
su propio retiro. Se había cansado de las disputas entre sacerdotes en la
diócesis de Tehuantepec —situada en el Istmo del mismo nombre, en la costa
oaxaqueña del Océano Pacífico—, se tomó dos años sabáticos para estudiar
Psicología —contra el consejo de su obispo, que le dijo que era inútil porque a
su edad no retendría los conocimientos— y renunció definitivamente a
administrar una parroquia.
"Antes de entrar en esto de los migrantes era una
persona sencilla, común y corriente, y desconocida. Escogí los migrantes porque
eran una zona muy hermosa para morir, para pasar los últimos años de mi vida
sirviendo de forma anónima, pacífica, privada, y retirarme así", contó el
sacerdote Alejandro Solalinde el 29 de junio pasado en la Casa Lamm de la ciudad
de México, donde inauguró una muestra de pintura. Después de visitarlo en
Ixtepec, Oaxaca, a principios de junio, lo seguí en sus continuas visitas a la
ciudad de México. En aquella ocasión acudió a la presentación de "Rostros
de la discriminación", una muestra de cincuenta artistas que, animados por
Gabriel Macotela, donaron sus cuadros para apoyar a la red de albergues que
hospedan y defienden los derechos humanos de los migrantes centroamericanos en
México.
Tras sólo cuatro años de coordinar el albergue Hermanos
en el Camino, Solalinde se convirtió en una de las figuras más notorias no sólo
de la Iglesia católica, sino de los defensores de derechos humanos. Delgado, de
voz suave y de maneras corteses, es un imán de la polémica: ha sido acusado de pollero
por un delegado del Instituto Nacional de Migración (INM); autoridades
municipales lo quisieron quemar con gasolina con todo y albergue; se ha visto
repetidamente amenazado de muerte y ha pedido perdón a los Zetas, a quienes
considera víctimas de una sociedad violenta. Jugándose la vida, echó luz sobre
el holocausto que padecen los centroamericanos indocumentados en México, que
a nadie le importan. En Centroamérica se convirtió en una leyenda al punto
de ser conocido como "el Romero mexicano" en alusión a Óscar Arnulfo
Romero, el arzobispo de San Salvador asesinado por la dictadura.
En cada migrante que llega a su albergue, Solalinde
observa el rostro de Jesús. "Me han enseñado que la iglesia es peregrina y
que yo mismo soy migrante. Me han enseñado esa fe tan grande: la esperanza, la
confianza, la capacidad de levantarse, rehacerse y seguir el camino. Sería
fantástico que como católicos tuviéramos la capacidad de los migrantes de
levantarnos de tantas caídas y seguir caminando en la ruta de Jesucristo".
Los cómplices (El holocausto
migratorio)
En un México, que de suyo se ha tornado a la barbarie
debido a la disputa por las drogas, no hay peor tragedia humanitaria que la
explotación de los migrantes centroamericanos. Son el dinero más fácil: el
secuestro de cada uno de ellos reporta entre mil y cinco mil dólares de
ganancia y se secuestra a miles o decenas de miles al año. No votan en México,
así que ningún político se interesa por ellos. No dejan remesas en México, así
que el gobierno no invierte un centavo en protegerlos. No son un grupo de
presión, así que la prensa publica sus historias de manera esporádica y
anecdótica. No dejan un peso de limosna en las iglesias del país, así que sólo
una parte marginal de la Iglesia católica se ocupa de ellos bajo la indiferencia
de la jerarquía eclesiástica.
Óscar Martínez, un joven reportero salvadoreño, después
de pasar tres años en las rutas de migrantes escribió un libro memorable, Los
migrantes que no importan. En el camino con los centroamericanos indocumentados
en México (Icaria). Martínez documenta cómo México transitó del asalto
perpetrado por pequeñas bandas locales en Chiapas, Oaxaca, Tabasco y Veracruz a
la industria del secuestro masivo: de los ladrones y los violadores con machete
y pistola a los comandos de Zetas con armas largas y autoridades cómplices. El
auge del secuestro coincidió con el sexenio de Felipe Calderón y la
militarización del combate al narcotráfico.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) es la
única instancia del Estado que hace un esfuerzo por documentar los abusos a
migrantes. Entre septiembre de 2008 y febrero de 2009 registró 9 758
secuestros; entre abril y septiembre de 2010, 11 333. Pero es muy probable que
sus cifras se queden cortas frente a la realidad, porque el gran atractivo del
negocio es que nadie será llamado a rendir cuentas. Nadie busca a los migrantes
desaparecidos, y los que padecieron un secuestro difícilmente denuncian por la
desconfianza a las autoridades mexicanas y la urgencia de continuar el viaje
hacia el norte.
La guerra contra el narcotráfico ha impulsado la
narrativa oficial de un enfrentamiento de las fuerzas del orden contra las
fuerzas del crimen. Del lado del gobierno hay soldados y policías buenos que
protegen a la sociedad de malignos transgresores de la ley que se disputan las
calles. Dicha hipótesis pierde vigencia cuando se trata de los secuestros y
abusos a los migrantes. En las violaciones a derechos humanos de los
indocumentados suelen estar involucradas las autoridades, ya sea las policías
municipales, estatales o ministeriales o también la policía federal, agentes
del INM y, a veces, elementos del Ejército.
Amnistía Internacional (AI) publicó en 2010 el informe Víctimas
invisibles en el que el adjetivo más recurrente es
"generalizado": los secuestros, las violaciones sexuales, las
extorsiones, los asesinatos, las desapariciones y la complicidad de las
autoridades son generalizados, como generalizada es la indiferencia de los
distintos niveles de gobierno. México atraviesa por una "epidemia oculta"
de secuestros, sobre todo en las fronteras y en las rutas de paso: Chiapas,
Oaxaca, Tabasco, Veracruz y Tamaulipas. Los plagiarios, afirma, secuestran a
"más de un centenar de migrantes" en cada golpe. De 238 víctimas y
testigos que habían rendido su testimonio a la CNDH, "noventa y uno
manifestaron que su secuestro había sido responsabilidad directa de
funcionarios públicos, y otros noventa y nueve observaron que la policía
actuaba en connivencia con los secuestradores durante su cautiverio". Amnistía
Internacional: "Según algunos expertos, el peligro de violación es de tal
magnitud que los traficantes de personas muchas veces obligan a las mujeres a
administrarse una inyección anticonceptiva antes del viaje, como precaución
contra el embarazo derivado de la violación".
El informe de AI relata no sólo los abusos de la Policía Federal, la Agencia Federal de Investigación (AFI) y el Ejército, sino los procesos kafkianos a los que se somete a las víctimas que se atreven a denunciar: pasan meses antes de que se les cite a rendir su declaración —para entonces muchos de los testigos y víctimas se han ido ya a Estados Unidos o a sus países de origen, pues mientras tanto deben vivir de la caridad de los albergues—, y cuando se les cita a identificar policías abusadores, les presentan fotos distorsionadas en las que son irreconocibles.
El informe de AI relata no sólo los abusos de la Policía Federal, la Agencia Federal de Investigación (AFI) y el Ejército, sino los procesos kafkianos a los que se somete a las víctimas que se atreven a denunciar: pasan meses antes de que se les cite a rendir su declaración —para entonces muchos de los testigos y víctimas se han ido ya a Estados Unidos o a sus países de origen, pues mientras tanto deben vivir de la caridad de los albergues—, y cuando se les cita a identificar policías abusadores, les presentan fotos distorsionadas en las que son irreconocibles.
Ya en los testimonios recabados por Óscar Martínez, ya en
los informes de AI, o en las historias que recogí en el albergue Hermanos en el
Camino de Ixtepec cuando acudí con el fotógrafo Alex Dorfsman para escribir
este reportaje, los relatos de los secuestros son igualmente crueles, como el
que me contó Alberto, un hondureño que se había quedado a trabajar de albañil
en el albergue con la esperanza de reunir los tres mil dólares que había pagado
su familia por su rescate: los migrantes son secuestrados en grupo y llevados a
ranchos y casas de seguridad. Les exigen los números de teléfono de sus
familiares en Centroamérica o Estados Unidos. Quien no lo proporcione o no
tenga es asesinado de inmediato. Alberto estuvo plagiado una semana con otros
nueve connacionales suyos, golpeados con tablas en la espalda baja (de ahí el
verbo "tablear" asociado con los Zetas). Escuchó cómo dos fueron
ejecutados porque sus familias no pagaron el rescate. Dos más nunca
aparecieron. Seis sobrevivieron al secuestro y fueron liberados pero dejaron a
sus familias con una deuda catastrófica.
Los Zetas, cuenta Óscar Martínez, no necesariamente
ejecutan los secuestros, sino que absorben a las bandas delictivas locales y
las ponen a trabajar para ellos. Lo mismo hacen con las autoridades de todos
los niveles. Las organizaciones criminales cooptan a todos los eslabones de la
cadena: a centroamericanos que se hacen pasar por indocumentados en el camino y
se ganan la confianza de los verdaderos migrantes para sacarles información
sobre sus familiares; a las policías locales, a las autoridades federales, a
maras, a narcomenudistas, a taxistas, hasta a vendedores de refrescos que
emplean como vigías. Y de ahí a la punta de la pirámide.
Alejandro Solalinde —cuyo nombre es el más citado en el
informe de AI, con diez menciones— compara el abuso a los migrantes con la
industria petrolera. El albergue Hermanos en el Camino, dice, es el jardín
asentado sobre un rico yacimiento de petróleo que una mafia político-delictiva
quiere perforar y explotar. Y señala a Ulises Ruiz Ortiz, ex gobernador del
estado de Oaxaca (2004-2010), como una de las cabezas de esa mafia.
Emiliano Ruíz Parra. Gatopardo.com. 10/11