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606. Recordar sin mirar atrás

Monterrey, Nuevo León. En el ocaso del gobierno de Pinochet, en el Chile de finales de los ochenta, los extranjeros se convertían en una de las poblaciones más vulnerables a la violación de derechos humanos del régimen. En esas circunstancias ¿qué opciones tendría un mexicano sin papeles, sin hogar y con apenas quince años? El escondite o la huida. Gabriel Ordaz conoció ambos. Azotado por las drogas y sus fantasmas, alejándose de un hogar que se rompió, Gabriel (Gabo para sus amigos) tuvo que escapar de Chile para sobrevivir en una prisión argentina. Huía del terror de una dictadura militar para terminar en las fauces de otro tipo de terror: el de los hoyos del sistema de justicia. Argentina, que en algún punto representó esperanza se convirtió en sus prisión. Preso a los dieciséis años, Gabo recuerda que “era como un Hannibal Lecter… chiquito pero tremendo”. Sin nadie que lo escuchara —mucho menos que lo defendiera— la violencia se convirtió en su método de supervivencia. El único espacio de paz lo tuvo cuando alguien lo escuchó: una misionera francesa que pedía hablar con los reclusos que nadie más visitaba. El aislamiento no fue absoluto, por primera vez. Incluso la vida en la cárcel podía ser diferente.
Tuvieron que pasar veinte meses para salir de las redes del sistema de justicia en las que cayó. Cuando el general chileno que lo había ayudado a salir de ese país reclamó su inocencia, los carceleros le pusieron una condición: “te tienes que ir derechito y sin voltear atrás. Si volteas te mueres”. Después de una larga travesía para regresar a su país y su ciudad de origen —DF— cayó de nuevo en un agujero, ahora el de una prisión en El Salvador en la que estuvo recluido durante ocho meses.
Gabo logró con el tiempo regresar a México y convertirse en un empresario exitoso en la industria de la estética personal, involucrándose cada vez más en acciones sociales. Cuando su vida había cambiado, él decidió cambiar su vida: se mudó a Monterrey para entregarse en cuerpo y alma a la organización que fundó junto a Consuelo Bañuelos: Promoción de Paz. “Yo le metí todo. Me ha costado tanto como a Consuelo”.
Ella lo describe como una persona “con mucha energía, muchísimo corazón y muy inteligente” quien trabaja con jóvenes que, como él hace tiempo, viven en una situación de vulnerabilidad absoluta: recluidos en los penales de Nuevo León o en colonias con altos índices de violencia. Fue él quien tuvo la iniciativa de extender el trabajo que hacían en los penales para atender el origen del problema: ir a las colonias marginadas, en especial con chavos que tienen problemas de drogadicción. Una vez que conoció el significado de la paz por el camino duro, Gabo puede decirles mejor que nadie, cuando se sienten al borde del abismo: “Si hoy estás vivo, si tienes ese don de vida, algo tienes que hacer”.
Él sabe que en situaciones críticas, vale más actuar como se pueda y con lo que se pueda. “Esa es mi chamba: pensar rápido. Estamos muy preocupados queriendo entender todo que dejamos de actuar”. Gabo recuerda el ayer sin mirar atrás. Lo que hace para reconciliarse con él e insistir a los jóvenes que su futuro puede ser distinto, que también pueden aspirar a convivir con los demás sin que su pasado sea el límite. “Cuando más me desesperan pienso: es cuando más te necesito ayudar” explica.
Gabo regresaría a Chile 24 años después. Durmió en el mismo hostal que alguna vez fue su escondite; en donde tenía que untarle brea a la puerta para que los perros de los soldados no lo encontraran. En 2010 cursaba una especialidad en Derechos Humanos en el Museo de la Memoria inaugurado ese año por Michelle Bachelet. Un mismo hostal: un escondite en la dictadura, una habitación en la democracia. Gabriel sobrevivió. Tenía que hacer algo con ese don de vida.
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