México, Distrito Federal. Empezaba a anochecer
mientras contemplaba la multitud desde una avenida que daba a la plaza.
“¡El ejército! ¡El
ejército!”, empezó a gritar la gente desde los edificios cercanos. Entonces
vimos que entraban en la plaza pequeños vehículos blindados y soldados con
rifles. Saqué a mi hijita y a mi esposa de allí y nos refugiamos en un edificio
próximo.
Cuando nos íbamos, un
helicóptero sobrevoló la zona y lanzó una bengala. Y ahí comenzaron los
disparos.
A primera hora de la
mañana siguiente regresamos a la Plaza de las Tres Culturas, en la zona de
Tlatelolco de Ciudad de México, y vimos los montones de cinturones y zapatos
apilados. En el suelo continuaban los charcos de sangre, y en las columnas de
cemento que había en torno a la plaza había agujeros de balas a la altura de
los ojos.
En aquella época yo
era profesor universitario y había ido allí a ver a mis alumnos, que estaban en
huelga, siguiendo la estela de las protestas de 1968. Pero las repercusiones de
la protesta y la brutal represión se convertirían en una lección de impunidad
para todos nosotros.
Esa es mi experiencia
de lo que dio en llamarse “matanza de Tlatelolco”. Aunque han pasado 45 años,
ese 2 de octubre es un día que nunca olvidaré.
Y es también una
fecha que continúa siendo un punto de referencia para las violaciones de
derechos humanos que se siguen cometiendo en México.
Hay pocos casos de
impunidad tan flagrantes y escandalosos como la masacre que se cometió en la
Plaza de las Tres Culturas. Sigue habiendo cientos de supervivientes (es decir,
de testigos). Aún viven centenares de soldados y miembros de las fuerzas de
seguridad que participaron en la matanza, y se conocen los nombres de quienes
eran sus jefes aquel día. El entonces presidente Díaz Ordaz incluso aceptó la
responsabilidad jerárquica por lo sucedido.
Y, sin embargo, ni
una sola persona ha sido juzgada y condenada por participar en la matanza: una
injusticia intolerable.
Este mes de octubre
se cumplen 36 años desde que empecé a trabajar para Amnistía Internacional,
luchando, junto con otras muchas personas, contra la impunidad en América y en
otras partes del mundo. A lo largo de estos 36 años he visto, de Guatemala a
Perú, a Argentina y a Chile, cómo ha empezado a caer el muro de la impunidad
por las violaciones de derechos humanos cometidas en el pasado.
Pero no en México.
Para mí, para las
personas que sobrevivieron, y para la sociedad mexicana, Tlatelolco seguirá
siendo una herida abierta mientras no se garantice verdad, justicia y
reparación para las víctimas de ese infausto 2 de octubre de hace 45 años.
Creo firmemente que
la impunidad por lo ocurrido en Tlatelolco da alas a la impunidad actual.
“¿Por qué, por qué,
por qué?” Me lo he preguntado miles de veces.
Creo que la respuesta
radica en una característica fundamental del sistema político mexicano y en
varios aspectos secundarios.
Desde la
independencia, en este sistema ha imperado la figura del presidente de la
República, un dominio que se volvió aún más férreo tras la Revolución.
Como consecuencia, en
1968, la figura del presidente se veía como alguien todopoderoso e intocable,
que ejercía un poder absoluto sobre todas las instituciones del Estado. Sin ser
un dictador militar, el presidente Díaz Ordaz tenía tanto poder como el general
Augusto Pinochet, el dirigente militar de Chile, o incluso más.
En México, cientos de
personas fueron víctimas de tortura y desaparición forzada a consecuencia de la
estrategia de contrainsurgencia del gobierno de Díaz Ordaz, que perseguía a los
activistas políticos, y no sólo a los grupos armados de oposición que actuaban
en varias zonas del país. Las víctimas de estas graves violaciones de derechos
humanos quedaron totalmente abandonadas a su suerte.
Según una norma no
escrita, el presidente Díaz Ordaz podía designar a su sucesor. Dos días después
de la matanza de Tlatelolco, su ministro del Interior, Luis Echeverría
-–directamente implicado en los homicidios–, se convirtió en presidente. Esa
decisión consolidó la impunidad, y los gobiernos posteriores del Partido
Revolucionario Institucional (PRI) la confirmaron al impedir la rendición de
cuentas.
Hubo que esperar al
fin del gobierno del PRI, en 2000, y la toma de posesión del presidente Vicente
Fox para que las víctimas y la sociedad pudiesen albergar ciertas esperanzas de
que por fin se fuese a iniciar una investigación seria sobre Tlatelolco y otros
graves abusos cometidos en esa época. Incluso se designó a un fiscal federal
especial para que la llevase a cabo. Pero, al final, no ocurrió nada; los
perpetradores continuaron gozando de inmunidad.
La sensación de que
los funcionarios públicos responsables de graves violaciones de derechos
humanos tienen garantizada la impunidad ha ensombrecido la vida mexicana. Hoy
en día, las personas desaparecidas ya no son activistas políticos ni miembros
de grupos guerrilleros de izquierdas. Cualquier persona corre peligro de ser
víctima de desaparición forzada o tortura si se encuentra en el lugar y el
momento equivocado.
En los últimos años,
el número de informes de tortura y desapariciones forzadas, incluidos los casos
de Nuevo Laredo en agosto de este año, ha ido aumentando rápidamente. Los
indicios apuntan a que la policía y las fuerzas de seguridad son responsables
de estas graves violaciones de derechos humanos. Pero no se piden
responsabilidades a nadie, y sistemáticamente se hace caso omiso de las
víctimas y se desdeñan sus reclamaciones. ¿Les suena?
Las violaciones de
derechos humanos siguen siendo una parte habitual de las operaciones
relacionadas con la seguridad pública, porque las autoridades hacen la vista
gorda y se niegan a erradicarlas.
Así pues, se puede
trazar una línea directa entre la ausencia de verdad y justicia por la matanza
de Tlatelolco y las violaciones de derechos humanos que se comenten
actualmente.
México ha sufrido 45
años de impunidad. Si las autoridades no actúan para ponerle remedio, la
impunidad continuará extendiendo su veneno.
Enrique Peña Nieto
tiene ahora la oportunidad de decidir si es otro eslabón de la cadena de la impunidad
o el presidente que acabe con ella de una vez por todas.
Javier Zúñiga. Asesor especial de Amnistía Internacional
Javier
Zúñiga. Amnistía Internacional.org. 04/01/13