Interferir, por ley, en la conciencia de las mujeres es propio de un Estado totalitario
Madrid, España. Demuestran una grave incoherencia quienes
—sean instituciones o personas— condenan el aborto con la misma vehemencia con
que defienden la pena de muerte, propician la confrontación bélica o permanecen
impasibles ante el genocidio colectivo, por hambre o desamparo, de más de 60.000
personas mientras se invierten en la seguridad de unos pocos —menos del 20% de
la humanidad— 4.000 millones de dólares diarios en armas y gastos militares.
En el tema del aborto lo que debemos
considerar no es solo la dimensión biológica, sino también la antropológica.
Para intentar establecer cuándo comienza la vida humana, lo primero que debe
precisarse es qué se entiende por “vida” y por “humana”. Porque si por vida se
entiende la capacidad de sobrevivencia autónoma y por “humana” la aparición de
las cualidades propias de la persona, la cuestión se situaría, desde luego, en
una etapa ulterior a la fecundación, e incluso del nacimiento. En la especie
humana, una parte considerable del desarrollo neuronal tiene lugar después del
nacimiento.
No se trata solo del “derecho humano a la
vida”, sino a una “vida digna”, es decir, de seres humanos dotados para el
pleno ejercicio de las facultades distintivas de su condición. Es, pues, un
gran disparate, propio de la incompetencia y de la irresponsabilidad de quienes
toman decisiones que afectan a toda la ciudadanía, que se prohíba la
interrupción del embarazo en casos de malformación del feto. Identificar
anomalías de esta naturaleza —que, si llega a nacer, serán irreversibles— y
exigir a la madre terminar una gestación que, muy probablemente, concluiría con
graves riesgos para la vida de la progenitora, es una irresponsabilidad
política que la ciudadanía no puede permitir y contra la que debe rebelarse.
En el proceso de embriogénesis carece de
sentido aseverar que el principio y el producto son la misma cosa, que la
semilla es igual al fruto y que la potencia es igual a la realidad. El cigoto
posee el potencial de diferenciarse escalonadamente en embrión, pero no la
potencialidad y la capacidad autónoma y total para ello. Anticipándose al
debate actual sobre esta cuestión, Pedro Laín Entralgo escribía en El cuerpo
humano (1989): “El cigoto humano no es un hombre, un hombre en acto, y solo de
manera incierta y presuntiva puede llegar a ser un individuo humano”.
Los científicos —rodeados de interrogantes, más
que de respuestas— no pueden adoptar posiciones dogmáticas en campos de
múltiples irisaciones conceptuales, y, menos aún, en los que entran de lleno
las cuestiones filosóficas y teológicas. Por lo mismo, como Juan Pablo II tuvo
ocasión de proclamar con toda claridad en referencia a Galileo, no corresponde
a las autoridades eclesiásticas pronunciarse sobre temas propios de la ciencia.
La misma actitud debe exigirse a las autoridades políticas.
En un tema social, legal y humanamente tan
complejo como el del aborto, lo mínimo que se exige es la coherencia. Lo más
importante es eliminar las circunstancias que inducen a abortar, porque la
realidad se venga cuando no se la reconoce. Hay que evitar un nuevo tipo de
discriminación: el del “turismo abortivo”, que practican las personas
adineradas, frente al aborto clandestino, lleno de riesgos y de humillaciones,
de las mujeres que no disponen de recursos.
A la conciencia, el compromiso social y la
voluntad política debe unirse la competencia profesional. Las múltiples facetas
que recubren un tema tan complejo (prevención, educación, rehabilitación,
integración, etcétera) requieren un planteamiento interdisciplinario, con una
secuencia bien ordenada de acciones de acuerdo con los criterios de prioridad
que, según el relieve, la urgencia y la irreversibilidad relativa de los
diversos casos, se establezcan.
“La diferencia entre los políticos y los
estadistas”, escribió sir W. Liley, “consiste en que los primeros piensan en
las próximas elecciones y los segundos en las próximas generaciones”. Asegurar
la calidad de vida con todos los conocimientos científicos es, pues, una acción
esencial del Estado. Esto es lo que se ha logrado con el Plan Nacional de
Prevención. Por el contrario, imponer por ley una vida de sufrimiento e
inhumanidad a las personas que nacerán con graves discapacidades, a sus
familias y cuidadores; interferirse, por ley, en las conciencias de las mujeres
hasta violentarlas; no respetar su derecho a decidir en cuestiones tan
personales, íntimas y decisivas para su vida como es la maternidad e
imponérsela es propio de Estados totalitarios. Eso es precisamente lo que hace
el proyecto de Ley de Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de
la Mujer Embarazada.
Si a esto se añade la complicidad con la
jerarquía católica española y con las asociaciones autodenominadas “provida”
que, tras presionar de múltiples formas durante la preparación de la ley, han
aplaudido inmediatamente su aprobación por el Consejo de Ministros —como antes
hicieron con la Ley Orgánica de la Calidad Educativa, que impone la asignatura
de religión como evaluable—, e incluso quieren que sea todavía más restrictiva,
estamos ante un Gobierno de tendencias claramente confesionales de carácter
nacional-católico, que va a imponer a la ciudadanía una moral privada regida
por la religión, y no una ética laica, común a todos los ciudadanos. ¿Qué
sucede, entonces? Que, con esta ley, el Gobierno considera delito lo que los
dirigentes eclesiásticos califican de pecado y, en consecuencia, penaliza a los
médicos con la cárcel. ¡Algo inconcebible en un Estado no confesional!
La complicidad entre obispos y Gobierno de la
nación empero, no es de todos los católicos, sino de los dirigentes
episcopales, que solo se representan a sí mismos. En el seno del catolicismo
existe un amplio pluralismo ideológico en este tema, y numerosos colectivos
católicos defienden la vigente ley de plazos que ahora se pretende derogar, y
se oponen a la ley de Ruiz-Gallardón, que es contraria a la libertad de
conciencia y trata a las mujeres como menores de edad al no reconocerlas como
sujetos morales capaces de decidir por su cuenta.
Lo que estas reflexiones pretenden es evitar
que la ley sea aprobada por la mayoría parlamentaria absoluta que actualmente
permite al Parlamento español adoptar normas que la mayoría de los ciudadanos
rechazan, ya que implica un nuevo recorte de los derechos humanos, quizá el más
grave de todo, cual es el derecho de las mujeres a elegir libremente la
maternidad y hacerlo en tiempo oportuno, sin coacciones externas, y menos del
Estado, que debe velar por el ejercicio de ese derecho, en vez de negarlo y
obstruirlo como hace este proyecto de ley. Hay que impedir que se consume otro
recorte de los derechos de las mujeres, que se suma a los que el Gobierno del
Partido Popular viene llevando a cabo desde su toma de posesión hace dos años.
Federico Mayor Zaragoza. Presidente de la
Fundación Cultura de Paz. Juan José Tamayo. Director de la Cátedra de
Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid.
Federico Mayor Zaragoza y Juan José Tamayo El
País.com. 06/01/14
http://elpais.com/elpais/2013/12/26/opinion/1388082976_575279.html