Londres, Reino Unido. Cómo la criminalización de las drogas destruye vidas, fomenta
abusos y subvierte la justicia
Casi todos los países del mundo juegan un papel –ya sea como
productores, consumidores o puntos de tránsito— en el multimillonario negocio
del tráfico de drogas ilícitas, que abastece a más de 150 millones de personas
cada año y sigue creciendo.
Para combatir este comercio, en las últimas décadas, muchos
países han puesto en marcha “guerras contra las drogas”, que han supuesto la
represión de participantes, grandes y pequeños, en el negocio de las drogas, y
en algunos casos severas sanciones para los consumidores.
Human Rights Watch lleva mucho tiempo documentando los abusos
generalizados contra los derechos humanos que este enfoque ha producido: en
Estados Unidos, los estragos que han
causado las desproporcionadas penas de prisión por los delitos de drogas en
individuos y sus familias, así como inquietantes disparidades raciales en la
aplicación de las leyes antidrogas; en México, los asesinatos cometidos en
nombre de la lucha contra el narcotráfico; en Canadá, EE.UU.y Rusia, cómo el
miedo a medidas represivas desalienta a usuarios de drogas a acceder a
servicios de salud necesarios y los expone a la violencia, la discriminación y
a enfermedades; en Afganistán y Colombia, cómo la producción de narcóticos ha
fortalecido a grupos armados que se oponen o son afines al gobierno; en India,
Ucrania y Senegal, cómo pacientes con cáncer sufren dolores severos debido a
las estrictas regulaciones de control de drogas que hacen que la morfina sea
prácticamente inaccesible; y en China, Vietnam y Camboya, reportamos
“centros de rehabilitación para drogodependientes”, donde las personas
son sometidas a la tortura, el trabajo forzado y el abuso sexual.
Pero dentro de Human Rights Watch muchos teníamos la convicción
cada vez mayor de que este enfoque no iba lo suficientemente lejos; de que el
problema no se limitaba simplemente a políticas inadecuadas o a su ejecución
abusiva. Más bien, la criminalización de las drogas en sí parecía ser intrínsecamente problemática.
Especialmente en los casos de posesión y consumo personal, la imposición de
toda la fuerza del sistema de justicia penal para arrestar, juzgar y encarcelar
parece contradecir los derechos humanos a la privacidad y la autonomía personal
que subyacen a muchos derechos.
El fuerte énfasis internacional en perseguir penalmente la producción y distribución de drogas
también estaba incrementando drásticamente la rentabilidad de los mercados de
drogas ilícitas, a su vez alimentando el crecimiento y las operaciones de
grupos que cometen atrocidades, corrompen a las autoridades y socavan la
democracia y la justicia en muchos países.
En mi propio trabajo como investigadora de Human Rights Watch en
Colombia entre 2004 y 2010, me había quedado claro que el mercado ilegal de
drogas es un factor importante en la prolongada guerra que se libra en el país
y en la que participan grupos guerrilleros de la izquierda, grupos
paramilitares de la derecha y fuerzas de seguridad.
Ciertamente, los altísimos niveles de abusos en Colombia
–masacres, asesinatos, violaciones, amenazas y secuestros que habían desplazado
a más de 3 millones de personas en esa época—tenían raíces que iban más allá
del narcotráfico y se remontaban a antes de la explosión del mercado de la
cocaína en los años 70. Pero la mayoría de los grupos armados en Colombia se
habían beneficiado de una manera u otra del comercio ilegal. Los paramilitares,
en particular, se habían convertido en algunos de los capos más importantes del
país. A menudo, amenazaban o asesinaban a personas que vivían en tierras que
querían controlar para producir coca o como corredores de transporte de drogas.
Las ganancias del narcotráfico ayudaban a pagar por sus armas y uniformes, los
salarios de sus “soldados” y sobornos a funcionarios públicos para evadir la
justicia por sus delitos.
A medida que íbamos documentando las atrocidades, hacíamos
llamados a favor de la justicia y presionábamos a EE.UU. para que hiciera
cumplir condiciones de derechos humanosa la vez que confería su asistencia
(EE.UU. le proporcionó a Colombia más de US$5.000 millones mayoritariamente en
ayuda militar entre 2000 y 2010), se volvió cada vez más difícil ignorar el
hecho de que muchos de los abusos por cuyo fin abogábamos, inevitablemente
continuarían de una forma u otra a menos que cambiara la política de drogas en
EE.UU. y el resto del mundo.
Mi trabajo posterior sobre la política de EE.UU. hacia países
como Afganistán y México y sobre el sistema de justicia penal de EE.UU., sólo
reforzó mi opinión –que otros en Human Rights Watch compartían— de que la
penalización de las drogas es intrínsecamente incompatible con los derechos
humanos.
Después de mucha discusión, Human Rights Watch adoptó en 2013
una política que insta a los gobiernos a despenalizar el consumo personal y la
posesión de drogas. También les urgimos a evaluar –y potencialmente adoptar – políticas
alternativas de cara al narcotráfico para reducir el enorme daño a los derechos
humanos que causan las políticas actuales. El cambio es urgente, como lo han
demostrado reiteradamente nuestras investigaciones.
Medellín: Cuanto más cambian las cosas, más siguen igual
Alex Pulgarín sabía mucho sobre el poder que el narcotráfico le
podía conferir a los criminales, y el daño que podía infligir.
Cuando lo entrevisté en 2007, era un joven de 30 años con una
sonrisa fácil que aparentaba menos edad, pero que hablaba con la confianza de
un jugador experimentado en la complicada política de su ciudad, Medellín, un
importante centro para el comercio de cocaína de Colombia.
Cuando era niño en la década de 1980, Alex presenció la
sangrienta “guerra” que el infame capo de la droga en Medellín Pablo Escobar
libró contra el gobierno de Colombia, en su intento por conseguir una
prohibición a las extradiciones a EE.UU. Los coches bomba, secuestros de
aviones y frecuentes asesinatos que Escobar ordenó hicieron que Medellín se
ganara la reputación de “la capital mundial del asesinato”.
Muchos se alegraron cuando fuerzas de seguridad colombianas,
junto con el apoyo de EE.UU., mataron a Escobar en 1993. Pero el derramamiento
de sangre no terminó ahí. Mientras el mundo dirigía su atención a otra parte,
otros llenaron discretamente los zapatos del capo.
Uno de ellos era Diego Murillo, también conocido como “Don
Berna” o “Berna”, un antiguo rival de Escobar que en la década de los 90
construyó su propio imperio del narcotráfico en Medellín, forjando estrechos
vínculos con los paramilitares. Siendo un adolescente de un barrio de bajos
ingresos, Alex vio cómo muchos de sus compañeros acababan atrapados en un ciclo
aparentemente interminable de brutalidad y muerte, conforme Berna y otros
luchaban por el control de la ciudad.
Pero cuando entrevisté a Alex, funcionarios de la ciudad estaban
proclamando que Medellín había pasado página. El gobierno y los paramilitares
habían anunciado un “acuerdo de paz”, y cientos de jóvenes habían entregado
armas en ceremonias de “desmovilización”, inscribiéndose a programas para
recibir estipendios del gobierno. Los ex jefes paramilitares recibirían
sentencias de prisión reducidas. Las tasas de homicidio bajaron a sus niveles
más bajos en años.
Entre los que supuestamente se desmovilizaron figuraba Berna.
Varios de sus hombres formaron la Corporación Democracia, un grupo con la
supuesta misión de trabajar con la ciudad para ayudar a que los paramilitares
desmovilizados recibieran educación y empleo para reintegrarse en la sociedad.
Pero Alex contaba una historia diferente. La corporación, dijo,
era un frente para el crimen organizado, todavía bajo el control de Berna. El
respaldo del gobierno le daba a la corporación una imagen de legalidad,
permitiéndole ejercer influencia política, a la vez que mantenía su dominio
implacable sobre gran parte de la ciudad. “Una paz con el arma en el cuello”,
en palabras de Alex.
Un líder de la Corporación Democracia, Antonio López (conocido
como “Job”), había ordenado a sus cómplices que mataran a los desmovilizados
que le desobedecieran, especialmente a los “coordinadores” designados como
representantes de los desmovilizados en
cada barrio. Otros confirmaronlo que me dijo Alex: la aparente paz que reinaba
en Medellín no se debía a la desmovilización de Berna, sino más bien al
resultado de su monopolio sobre el crimen en la ciudad después de derrotar a la
mayoría de los grupos rivales. Y él estaba reteniendo ese control, en parte, a
través de la Corporación Democracia.
Si bien Alex conocía a mucha gente en el mundo de la
delincuencia local, él tomó un camino diferente. Se había convertido en un
activista, se unió al partido de izquierda Polo Democrático y ganó un asiento
en la junta de acción comunal de su vecindario. Respetado y querido por muchos,
soñaba con una carrera política y presentarse a un puesto más alto.
Sin embargo, Alex ahora estaba en la mira de Job. Unos meses
antes, Job le había pedido que se presentara a elecciones para ser concejal en
Medellín como el candidato de la Corporación Democracia, con la intención de
aprovechar la popularidad de Alex. Si aceptaba el acuerdo, Alex recibiría un
auto, guardias armados y un estipendio. Pero se negó.
En su lugar, comenzó a informar a la policía y los fiscales
sobre lo que sabía, grabando sus llamadas con coordinadores que estaban siendo
amenazados y compartiéndolas con las autoridades. Durante reuniones de la
comunidad con los organismos internacionales y la Iglesia Católica, denunció lo
que estaba ocurriendo. “¿No tienes miedo a que te maten?”, le pregunté. Él le quitó importancia a la
pregunta.
Dos años después, en 2009, parecía que Alex podría salir ileso.
Berna había sido extraditado a EE.UU., donde se declaró culpable de cargos de
tráfico de cocaína y recibió una sentencia de 31 años en una corte federal en
Nueva York. Job había sido asesinado a balazos supuestamente por rivales, en un
restaurante cerca de Medellín. Y Alex testificó en un juicio en contra de otro
miembro de la Corporación Democracia, John William López, o Memín. Varios
testigos fueron asesinados durante el juicio, pero Memín fue condenado a 22
años por constreñimiento electoral, concierto para delinquir y desplazamiento
forzado.
Pero es difícil escapar de las garras de las redes delictivas de
Colombia. En diciembre de ese año, hombres armados –socios de Memín— abordaron
a Alex en la calle y le dispararon varias veces a plena luz del día. Alex murió
allí mismo.
Un mercado global resistente y lucrativo
Las ganancias procedentes del narcotráfico en Colombia no sólo
han alimentado el conflicto dentro del país, sino que también han hecho que los
delincuentes puedan sobornar o intimidar a los funcionarios públicos. Más de
100 congresistas colombianos y un sinnúmero de otros funcionarios han sido
investigados en los últimos años por supuesta complicidad con los
paramilitares. En Medellín, nuevos gruposcon oscuras estructuras de liderazgo
han sustituido a la organización de Berna, de la misma manera en que la de
Berna había reemplazado a la de Escobar. La violencia, a menudo diseminada a
través de amenazasy desplazamientos, es un fenómeno generalizado.
Estos problemas se extienden mucho más allá de Colombia. En
muchos países, los beneficios del comercio de drogas ilegales constituyen una
enorme motivación y fuente de financiamiento para grupos que cometen
atrocidades, corrompen a las autoridades y socavan la democracia y el estado de
derecho.
De hecho, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y
el Delito (ONUDD), el tráfico ilegal de drogas constituye la fuente de ingresos
más grande para el crimen transnacional y es posible que represente una quinta
parte de todas las ganancias del crimen organizado. La ONUDD también calculó
que, en 2003, el valor del mercado mundial de las drogas ilícitas fue de
US$322.000 millones, mayor que el Producto Interno Bruto de 88 por ciento de
los países del mundo en ese momento.
Afganistán, por ejemplo, produce alrededor de 90 por ciento del
opio del mundo (también produce grandes cantidades de cannabis). En 2009, el
difunto Richard Holbrooke, entonces representante especial de EE.UU. para
Afganistán y Pakistán, denunciócómo la aplicación de las políticas de drogas,
especialmente los esfuerzos de EE.UU. para erradicar la amapola (un cultivo
crucial para muchos agricultores afganos pobres), empujaba a muchas personas “a
los brazos de los talibanes”. Pero eso sólo es parte del panorama. El mercado
ilegal de opio ha distorsionado drásticamente la estructura de poder del país,
financiando a grupos armados como los talibanes y otros señores de la guerra
locales responsables de numerosas atrocidades. También fomenta una corrupción
rampante, lo que hace que la misión de arrestar y enjuiciar a las personas
implicadas en estos delitos sea extraordinariamente difícil.
Mientras tanto, en México la tasa de homicidios se ha disparado:
desde 2007, al menos 80.000 personas han perdido la vida en la “guerra contra las drogas” en el país. (El
Salvador, Honduras y Guatemala se enfrentan a problemas similares). Durante ese
periodo, EE.UU. ha proporcionado más de US$2.000 millones en fondos a México
para combatir las drogas. Sin embargo, las fuerzas de seguridad mexicanas
desplegadas en la “guerra contra las drogas” del país a menudo han estado a su
vez implicadas en torturas, ejecuciones extrajudicialesy otros abusos.
¿Una represión más severa?
EE.UU., Rusia y otros países han argumentado, con el apoyo de la
ONUDD, que la respuesta a la explosión de la violencia y la corrupción en torno
a los mercados de drogas ilícitas debe ser incrementar los esfuerzos por
perseguir y sancionar a quienes consumen, producen o distribuyen drogas
ilícitas. Durante décadas, han invertido miles de millones de dólares en
combatir el narcotráfico (algunos estimanque por lo menos US$100.000 millones
al año). Con diversos grados de legalidad han perseguido, vigilado, ejecutado,
extraditado, enjuiciado y encarcelado por igual a capos y traficantes de bajo
nivel. Han fumigado cultivos, pagado a los agricultores para que siembren otros
cultivos y vetado envíos.
Sin embargo, tal como indicó la Comisión Global de Políticas de
Drogas(un grupo de ex presidentes, altos funcionarios de la ONU y prominentes
figuras públicas) en su informede junio de 2011, estos enormes desembolsos “no
han logrado reducir eficazmente el suministro ni el consumo. Las aparentes
victorias al eliminar una fuente o una organización de narcotráfico son
invalidadas casi instantáneamente por el surgimiento de otras fuentes y otros
traficantes”.
De hecho, a medida que aumenta la presión en un lugar, el
tráfico de drogas a menudo cambia en consecuencia. Perú, el país donde yo me
crié, sustituyó recientemente a Colombia
como el mayor productor de coca del mundo, de acuerdo con la ONUDD, la misma
posición que ocupaba en la década de los 80.
A su vez, la aplicación
de la “mano dura” ha creado su propia pesadilla para la protección de los
derechos humanos. La “guerra contra las drogas” de Tailandia en 2003 resultó en
unas 2.800 ejecuciones extrajudiciales cometidas por las fuerzas de seguridad
del Estado, en sus tres primeros meses. En Canadá, Kazajstán, Bangladeshy
Ucrania, la policía ha maltratado violentamente a las personas que usan drogas.
En Tanzania, la policía y grupos casi oficiales de justicieros han golpeado
brutalmente a las personas que se inyectan drogas. Las políticas de Rusia se
han traducido en la encarcelación en masa, a menudo en un ambiente que
presentan un alto riesgo de transmisión del VIH, y la detención sin juicio de
delincuentes de la droga.
En países como Singapury Malasia, quienes violan las leyes
contra las drogas se enfrentan a la pena de muerte. Iránimpone una pena de
muerte obligatoria por diversos delitos relacionados con las drogas. Otros
países imponen penas totalmente desproporcionadas en casos de drogas. EE.UU.,
por ejemplo, cuenta con la mayor población carcelaria oficialmente reconocida
del mundo (2,2 millones de personas se encuentran en prisiones y cárceles para
adultos), en gran parte debido a las severas condenas por delitos de drogas.
Casi un cuarto de todos los presos (498.600 en 2011), incluyendo casi la mitad
de los presos federales, cumplían condenas por delitos de drogas en su mayoría
de bajo nivel. Algunos de los condenados, y muchos de los detenidos, no
hicieron más que consumir drogas; sin embargo, sufrirán las consecuencias de su
condena o historial de arresto durante el resto de sus vidas. Para los
inmigrantes, estas condenas, incluso por delitos no violentos, pueden
significar la deportación y la separaciónde sus familias.
En EE.UU., la represión contra las drogas también se ha
caracterizado por profundas disparidades racialesy discriminatorias. Aunque los
blancos y los afroamericanos consumen y venden drogas a tasas comparables en
EE.UU., la tasa de detención de afroamericanos por delitos relacionados con las
drogas es tres veces mayor que la de los blancos; la tasa de encarcelamientos
de afroamericanos por condenas por drogas es diez veces la de los blancos.
Los daños de (criminalizar) el consumo de drogas
Los defensores de la criminalización del consumo de drogas a
menudo argumentan que es necesario proteger la salud de los individuos y evitar
que la gente se haga daño a sí misma o a otros.
Si bien es legítimo que los gobiernos aborden los daños sociales
que pueden resultar del abuso de las drogas, los encargados de diseñar las
políticas atribuyen con demasiada facilidad una variedad de problemas sociales
–el abuso doméstico, el desempleo y la violencia— al consumo de drogas
ilícitas, cuando en realidad las causas son más complejas.
Encarcelar a las personas que usan drogas hace poco para
proteger su salud: los prisioneros a menudo se encuentran con que no hay
disponibilidad de tratamientos adecuados, tal como documentamos en Nueva York.
La reincidenciade los delincuentes de drogas es común.
En su lugar, la criminalización a menudo agrava los daños
existentes. El miedo a medidas represivas puede empujar a las personas que usan
drogas a la clandestinidad, desalentándolos a acceder a servicios de salud y
aumentando los riesgos que afrontan de violencia, discriminación y enfermedades
graves, tal como han puesto de manifiesto nuestras investigaciones en Canadá,
EE.UU.y Rusia. Fuera de África, un tercio de las infecciones por VIH es
atribuible a instrumentos de inyección contaminados. Pero el control policial
de las prohibiciones de drogas es un obstáculopara proporcionar jeringas
estériles y el encarcelamiento hace que sea más difícil tratar y atender a las
personas que ya están contaminadas con el virus.
Las leyes agresivas y la represión también contribuyen a la
estigmatización y el tratamiento abusivo de las personas que consumen drogas.
Una precaria educación pública sobre temas de drogas y sus riesgos significa
que, en muchos países, haya poco conocimiento sobre los daños reales que pueden
derivarse del abuso de las drogas, y mucho menos sobre cómo prevenir o
tratarlos.
Los peligros del tratamiento involuntario
Si bien la criminalización es profundamente problemática, los
sistemas extrajudiciales de control de drogas también pueden ser extremadamente
abusivos. Tailandia, por ejemplo, detiene sin juicio a personas que usan
drogas, durante largos periodos de tiempo, en “instalaciones de tratamiento”
cerradas. En China, la Ley de Lucha contra las Drogas de 2008 permite a las
autoridades detener a personas que usan drogas por hasta seis años sin juicio o
supervisión judicial.
En Camboya, Laosy Vietnam, las personas que usan drogas son
detenidas en centros administrados por el gobierno, donde a menudo son
maltratadas en nombre del “tratamiento”. En Vietnam, los detenidos son
utilizados como mano de obra forzada para procesar nueces o fabricar ropa para
la exportación. En Camboya, son sometidos a castigos brutales, incluida la
tortura. En 2013, cuatro años después de informar por primera vez sobre este
tema, nos encontramos con que las personas recluidas en estos centros de
detención de drogas siguen siendo golpeadas, azotadas con mangueras de goma,
obligadas a permanecer de pie en fosas sépticas de agua y sufriendo abusos
sexuales. La falta de protecciones del debido proceso también hace que estas
instalaciones sean lugares convenientes para detener a personas que las
autoridades camboyanas consideran “indeseables”, como personas y niños
indigentes, en esporádicas ofensivas, a menudo antes de las visitas de
dignatarios extranjeros.
Cómo controlar drogas y respetar los derechos humanos
Para asegurar que sus políticas de drogas estén en consonancia
con las normas internacionales de derechos humanos, los gobiernos deberían:
· Despenalizar el
uso personal y la posesión de drogas para consumo personal. Las leyes que penalizan el consumo de drogas son incompatibles
con el respeto a la autonomía humana y derechos a la privacidad. Los gobiernos
pueden limitar estos derechos en caso de necesidad para un propósito legítimo,
como la prevención de daños a terceros. Pero al igual que otros comportamientos
privados que algunos pueden considerar como inmorales (como la conducta
homosexual consensual entre adultos), no hay ninguna base legítima para la
criminalización. La penalización tampoco es necesaria para proteger a los
consumidores de drogas: los gobiernos cuentan con muchas medidas no penales
para alentar a la gente a tomar buenas decisiones de cara a las drogas,
incluida la oferta de tratamiento de abuso de sustancias y apoyo social. Los
gobiernos también pueden tipificar como delito la conducta negligente o
peligrosa (como conducir bajo la influencia de drogas) para regular las
conductas nocivas por personas que consumen sustancias ilícitas, sin penalizar
el consumo en sí.
· Reducir la
regulación penal de la producción y distribución de drogas. La criminalización del tráfico de drogas implica costos enormes
para los derechos humanos, incrementando drásticamente la rentabilidad de los mercados
de drogas ilícitas y fomentando el crecimiento y la operación de grupos responsables de
violencia a gran escala y corrupción. Encontrar formas alternativas para
regular la producción y la distribución y disminuir las ganancias generadas con
las drogas ilícitas permitiría a los gobiernos debilitar la influencia de
dichos grupos y reducir los diversos abusos (asesinatos, sentencias
desproporcionadas, tortura y barreras al acceso a la atención médica) que los
gobiernos a menudo cometen en nombre de la
lucha contra las drogas.
· Asegurar que el
tratamiento y cuidado se lleven a cabo respetando los derechos humanos,
evitando sanciones administrativas abusivas y garantizando que los pacientes
tengan acceso a los medicamentos necesarios. Los gobiernos deberían cerrar los centros de detención de drogas
donde las personas son recluidas en violación del derecho internacional y
ampliar el acceso a programas voluntarios y comunitarios de tratamiento contra
el abuso de drogas con la participación de organizaciones no gubernamentales
competentes. También deberían asegurarse de que cualquier persona con una
necesidad médica legítima de medicamentos controlados, como la morfina o la
metadona, tengan un acceso adecuado a ellos.
Muchas alternativas a las políticas actuales aún deben ser
puestas a prueba (excepto en lo relativo al alcohol). Por eso, los gobiernos
deberían evaluar detenidamente las soluciones propuestas para reducir el riesgo
que podrían dar lugar a nuevos problemas o preocupaciones sobre cuestiones de
derechos humanos.
Existen modelos a tener en cuenta: algunos gobiernos han
despenalizado el consumo personal y la posesión de drogas ilícitas o se han
resistidoa imponer determinadas prohibiciones. En Portugal, en conjunto con
estrategias integrales de reducción de daños, la despenalización tuvo
resultados positivos; en lugar de aumentar sustancialmente, el consumo de
drogas supuestamente bajó en algunas categorías. También se vio una reducción
en la reincidencia y la infección del VIH. Los investigadores también han
desarrollado modelos teóricos para sistemas potenciales de regulación de drogas
con diferentes métodos para administrar la concesión de licencias, la
privatización versus el control monopolístico del Estado de la oferta, la
imposición de impuestos, la educación en salud pública, la protección de los
menores y el tratamiento. Y algunas jurisdicciones están empezando a poner en
práctica estos modelos.
Un paisaje cambiante
El péndulo está comenzando a oscilar en la política de drogas, con
el llamamiento de México, Guatemala y Colombia por una revisión del régimen
mundial de control de las drogas. “Mientras el flujo de recursos de drogas y
armas a organizaciones criminales no [sea] detenido”, dijeron en un comunicado
conjunto en 2012denunciando las fallas de las actuales estrategias
prohibicionistas, “continuarán amenazando a nuestras sociedades y gobiernos”.
En un estudiorealizado en 2013 sobre la eficacia de las
políticas actuales, la Organización de Estados Americanos planteó una discusión
sobre sus costos y delineó, sin respaldarlos, varios escenarios posibles para
el desarrollo futuro, incluida la despenalización.
En diciembre, Uruguay aprobó una ley que legaliza la marihuana y
establece un sistema regulado de producción y distribución de la droga, aunque
en el momento de redactarse este ensayo, también seguía pendiente un proyecto
de ley de tratamiento obligatorio.
En EE.UU. también empiezan lentamente a verse cambios. En 2013,
el fiscal general Eric Holder emitió unas directrices para los fiscales
federales que permitiríaa los estados del país legalizar la marihuana,
argumentando que un mercado regulado podría promover las prioridades federales
en su lucha contra el crimen organizado. Los estados de Washington y Colorado
están legalizando la posesión, producción y distribución de la marihuana para
uso recreativo; otros 20 estados han legalizado la marihuana para usos médicos.
Varias agencias de Naciones Unidas y relatores especiales han
pedido que los centros de detención de drogas sean cerrados inmediatamente. El
Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) hizo un llamamiento para
que todos los niños fueran liberados de los centros de Camboya; aún así,
actualmente, una de cada 10 personas recluidas en los centros camboyanos es
menor de edad.
En realidad, el progreso ha sido limitado y frágil. La
criminalización sigue siendo la herramienta preferida para el control de las
drogas en la mayoría de países, donde a menudo hay poco debate en torno a
políticas severas y contraproducentes. Mientras tanto, los costos devastadores
del enfoque actual –en vidas perdidas a manos de la violencia, personas
sometidas a largas penas de prisión, barreras a la salud, estragos en las
familias y las comunidades, así como daños a la justicia— se siguen acumulando.
Es el momento de trazar un nuevo rumbo.
María McFarland Sánchez-Moreno. Directora adjunta del Programa
sobre EE.UU.
María McFarland Sánchez-Moreno. Hrw.org. 15/01/14
http://www.hrw.org/es/world-report-%5Bscheduler-publish-yyyy%5D/por-que-el-respeto-los-derechos-humanos-exige-reformas-las-pol