El asesinato del
archiduque Francisco Fernando de Austria el 28 de julio de 1914 fue el
detonante que hizo estallar la Gran Guerra –más tarde conocida como la Primera
Guerra Mundial–, uno de los conflictos bélicos más brutales que ha sufrido la
humanidad. Dejó un saldo de 16 millones de muertos, 20 millones de heridos, y
profundos cambios geopolíticos. Las consecuencias se reflejaron incluso en las
letras. Brotó con fuerza una literatura de la guerra.
En España, que se
mantuvo neutral, Vicente Blasco Ibáñez se convirtió en defensor de la
democracia contra la tiranía del militarismo germánico. La primera entrega de
sus cuadernos, Historia de la guerra europea, se publicó en noviembre de 1914.
Dos años después comenzó a salir en forma de folletín su novela Los cuatro
jinetes del Apocalipsis. Henri Barbusse, que peleó en el ejército francés,
volcó sus experiencias con crudo naturalismo en El fuego, y formó parte del
movimiento pacifista. En 1929, Erich Maria Remarque, que sufrió la guerra desde
las trincheras de las fuerzas alemanas, describió con inclemente realismo y
sensibilidad el sufrimiento causado por la conflagración en Sin novedad en el
frente. Ese mismo año Ernest Hemingway publicó Adiós a las armas, un relato
igualmente amargo, basado en las experiencias del novelista como conductor de
ambulancias en el ejército italiano. Un veterano de la Primera Guerra, sumido
en la desilusión, es el protagonista de El filo de la navaja, del afamado autor
inglés Somerset Maugham.
Algunos intelectuales
denunciaron los horrores de la guerra no sólo con sus plumas, sino con
acciones. Stefan Zweig, judío austriaco, pese a su patriotismo, se negó a tomar
las armas y sostuvo una actitud pacifista, al igual que su amigo el autor
francés Roman Rolland, merecedor del Premio Nobel de Literatura en 1915.
Algunas sostuvieron
la esperanza de que por su propia magnitud la Primera Guerra Mundial sería la
guerra que terminara todas las guerras. No fue así. Poco más de 20 años
después, los cadáveres volverían a ensangrentar los campos de batalla. Muchos
intelectuales fueron perseguidos por los nazis, como Remarque y Zweig. El
austriaco, aunque a salvó en Brasil, no pudo resistir la soledad del destierro
y el espanto que sufría Europa. Se suicidó junto a su esposa en 1942.
El pacifismo tiene
raíces en culturas muy antiguas, tanto en las doctrinas de Confucio que lo
entiende como el amor a la vida, como en el hinduismo y la tradición judeocristiana.
Los escritores contemporáneos que se han opuesto a las guerras y participado en
movimientos pacifistas provienen de diversas tendencias ideológicas.
A un siglo de la Gran
Guerra, y pese a los extraordinarios avances en los campos de la medicina y la
tecnología, el mundo está de nuevo enfermo de violencia. Ucrania, Israel, Gaza,
Irak, Siria, Afganistán, Irán muestran los efectos de hondas divisiones étnicas
y religiosas. La ambición de poder de los hombres asoma su rostro cruel.
Algunos culpan la política exterior de Estados Unidos para lidiar con disputas
regionales y el terrorismo. Los demócratas acusan a George W. Bush y los
republicanos a Barack Obama. La realidad es mucho más compleja.
Los intelectuales del
siglo XXI no parecen seguir el ejemplo de sus antecesores en la denuncia de los
horrores de la guerra y la búsqueda de una filosofía sobre la cual construir la
paz. Tal vez la cultura de la imagen –el cine, la televisión, la Internet– nos
ha hecho perder la capacidad de discernir entre realidad y ficción. La
humanidad permanece insensible ante las crueldades más espantosas. Asusta.
Uva de Aragón. Nació
en La Habana, Cuba en 1944; reside en Estados Unidos desde 1959. Es graduada
por la Universidad de Miami, Florida, donde obtuvo un doctorado en literatura
española y latinoamericana. Ha recibido numerosos premios literarios entre los
que se distingue el premio de cuentos Alfonso Hernández Catá, el de poesía
Federico García Lorca, el periodístico Sergio Carbó, y el Simón Bolívar, por un
ensayo crítico.
Uva de Aragón.
elnuevoherald.com.
12/08/14