La militarización de la seguridad pública.
Este artículo es el primero de una serie producida por Human
Rights Watch evaluando el sexenio de Enrique Peña Nieto en
derechos humanos.
Una de las preguntas más espinosas que enfrentará Andrés
Manuel López Obrador como presidente de México es qué hacer con las Fuerzas
Armadas. Por más de una década, las fuerzas militares mexicanas han estado
abocadas a una “guerra contra las drogas” que ha tenido resultados desastrosos,
no sólo en términos de derechos humanos y seguridad pública, sino además por su
impacto corrosivo para el estado de derecho. El problema, en pocas palabras, es
que hay elementos de las fuerzas militares que están operando en gran parte de
México sin mayor control efectivo de las autoridades civiles. La Ley de
Seguridad Interior que fue aprobada el año pasado, si es implementada según su
actual texto, sólo empeorará esta situación.
El presidente Enrique Peña Nieto heredó este desastre de su
antecesor, Felipe Calderón Hinojosa, que a pocas semanas de asumir en 2006,
envió de forma masiva a soldados mexicanos a enfrentarse con la delincuencia
organizada en distintas regiones del país. En un primer momento, el despliegue
de tropas se anunció como una medida temporaria para complementar la actuación
de las fuerzas policiales civiles, que se veían superadas por poderosas y
despiadadas organizaciones delictivas. Pero al término de ese sexenio, la
presencia militar se había vuelto permanente en muchos sitios y las Fuerzas
Armadas, en los hechos, reemplazaron a la policía, en vez de tan sólo darle
apoyo.
El fundamento jurídico de la política de Calderón fue
dudoso. El artículo 129 de la Constitución establece que “[e]n tiempo de paz,
ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta
conexión con la disciplina militar”. El gobierno de Calderón Hinojosa justificó
el uso de las fuerzas militares citando una tesis de la Suprema Corte de 1996,
que indicaba que los militares podían apoyar las actividades de seguridad
pública cuando lo solicitaran las autoridades civiles. Pero esa tesis
establecía un requisito clave: las Fuerzas Armadas debían desempeñar un papel
“auxiliar”, de apoyo a las fuerzas civiles, y en ningún caso podían
reemplazarlas. Eso no fue lo que ocurrió.
Habría que tener en cuenta que la Ley de Seguridad Nacional
de los tiempos de Vicente Fox pudo haber facilitado la omisión del mencionado
requisito. En su definición de “amenaza a la seguridad nacional”, dicha ley
incluyó los “[a]ctos tendentes a obstaculizar o bloquear operaciones militares
o navales contra la delincuencia organizada”, lo cual permitió para algunos
justificar la actuación de las Fuerzas Armadas en este ámbito. Sin embargo, esa
es, en el mejor de los casos, una interpretación dudosa. Una reforma
constitucional aprobada en 2008, que dispuso (en su artículo 21) que “las
instituciones de seguridad pública serán de carácter civil”, debió haber
resuelto esta discusión. Evidentemente no fue suficiente.
Peña Nieto pudo haber revertido la militarización de la
seguridad pública. Pero optó por no hacerlo. Como candidato, se comprometió a
crear un nuevo cuerpo de policía denominado Gendarmería Nacional, integrado por
40 mil agentes. Pero esta promesa quedó prácticamente en el olvido cuando
asumió la Presidencia, y la militarización continuó avanzando sin tregua. Entre
2012 y 2017, la cantidad de bases militares de “operaciones mixtas”, donde
también hay policías y agentes del Ministerio Público, aumentó de 75 a 182, y
su alcance se extendió de 19 a 27 estados. La cantidad de militares destinados
a estas bases prácticamente se triplicó. En cambio, la cantidad de agentes de
la Policía Federal apenas ha variado, y sigue siendo inferior a 40 mil. La
nueva “gendarmería” nunca tuvo más de 5 mil elementos.
La militarización de la seguridad pública ha tenido
resultados previsiblemente desastrosos. Las Fuerzas Armadas en México, al igual
que en cualquier otro país, están hechas para la guerra, no para la seguridad
pública, y tienen antecedentes de abusos graves contra civiles. Encomendarles
que contengan la violencia delictiva fue echarle más leña al fuego. Durante el
gobierno de Calderón Hinojosa, ello provocó abusos generalizados, como
ejecuciones, desapariciones forzadas y torturas. Y no consiguió reducir la
violencia. De hecho, es posible que haya sido un factor que contribuyó al
drástico aumento de la cantidad de homicidios en esos años.
La militarización impulsada por Calderón Hinojosa fue
particularmente peligrosa por la falta de control civil efectivo sobre las
Fuerzas Armadas. Las fuerzas militares mexicanas son una de las menos
transparentes y con menor rendición de cuentas del hemisferio. Hasta hace poco,
esto se debía en gran medida a que México se había aferrado a la práctica
arcaica de asignar jurisdicción exclusiva a las fuerzas militares por los
abusos de sus miembros. Los fiscales y jueces del sistema de justicia militar
—que también son militares subordinados a las autoridades castrenses— sirvieron
para garantizar la impunidad de los abusos.
Cuando Peña Nieto inició su presidencia, México acababa de
dar un paso histórico para finalmente poner a las Fuerzas Armadas dentro del
Estado de derecho. En septiembre de 2012, la Suprema Corte había fallado la
última de una serie de decisiones que establecieron que las autoridades civiles
debían investigar y juzgar en la justicia penal ordinaria los abusos cometidos
por militares contra civiles. Sin embargo, la PGR ha logrado muy pocos avances
en el procesamiento de estos casos durante el sexenio de Peña Nieto. De 2012 a
2016, la PGR abrió más de 500 investigaciones contra militares, pero solamente
obtuvo 16 condenas, según la organización Washington Office on Latin America
(WOLA).
Es posible que la única investigación totalmente
independiente que enfrentaron las fuerzas militares durante el sexenio haya
sido impulsada por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes
(GIEI), que se creó para examinar la desaparición de los 43 estudiantes de
Ayotzinapa. Sin embargo, la Sedena no permitió que los investigadores
entrevistaran a ningún militar. Al parecer, tanto la PGR como la Segob
realizaron esfuerzos conjuntos para persuadir a la Sedena de cooperar, pero no
lo lograron. Si ese fuera el caso, sería una clara muestra del grado en que las
fuerzas militares mexicanas actúan fuera del control civil.
Las únicas instituciones estatales que han estado dispuestas
a confrontar a las fuerzas militares son los órganos autónomos del país. La
CNDH ha emitido durante este sexenio decenas de recomendaciones en las cuales
concluyó que las Fuerzas Armadas eran responsables de abusos contra civiles. El
Inai también ha tenido un papel clave al garantizar el cumplimiento del derecho
al acceso a la información, lo cual ha permitido a la sociedad civil obtener
información sobre la actuación fuerzas militares.
Sin embargo, la CNDH no tiene potestad para hacer cumplir
sus recomendaciones, y las fuerzas militares ignoran sistemáticamente muchas de
ellas. El Inai, por su parte, tiene escaso margen para aprobar pedidos de
información cuando la Sedena invoca la seguridad nacional.
Fue en este contexto que se promulgó la Ley de Seguridad
Interior. Formalmente su objetivo fue establecer normas más claras para la
actuación militar dentro del país. Tal vez el argumento más atractivo en favor
de la ley era que obligaría a las autoridades civiles a asumir su
corresponsabilidad por la catástrofe en seguridad pública que sufre México. El
uso de militares para combatir al crimen organizado ha permitido postergar la
difícil tarea de crear fuerzas de policía capaces de realizar esas funciones.
La ley obligaría a los gobernadores y al presidente justificar las
intervenciones militares, reconociendo la incapacidad de las fuerzas policiales
para garantizar la seguridad pública.
Además, al solicitar formalmente la intervención militar, estas
autoridades estarían asumiendo la responsabilidad política que esto implica.
Lamentablemente, es muy improbable que la Ley de Seguridad
Interior que se aprobó responda a los objetivos que se habría propuesto. Por el
contrario, otorga a las Fuerzas Armadas más libertad respecto de las
autoridades civiles, y mayor potestad sobre ellas. Aunque la ley establece
procedimientos para solicitar la intervención militar (artículo 20), también
dispone que las fuerzas militares pueden actuar por iniciativa propia, y de
manera permanente, para “prevenir” o “atender” “riesgos” a la seguridad
interior (artículo 26) o a la seguridad nacional (artículo 6). Es decir, según la ley, para las
intervenciones militares contra la delincuencia organizada no tendrá que mediar
una solicitud de las autoridades civiles.
Además, la ley establece que cuando se destina a militares a
operaciones de “seguridad interior”, el Presidente designará a un comandante
militar, propuesto por las Fuerzas Armadas, para “coordina[r]”, “dirigi[r]” y
“asign[ar]” la “misión” de cada autoridad civil que participe (artículo 20).
Las fuerzas militares no estarán obligadas a limitarse a un rol auxiliar y
subordinado. Más bien, estarán a cargo.
En cuanto a la cuestión más fundamental sobre si las Fuerzas
Armadas pueden intervenir en cuestiones de seguridad pública, la ley pretende
resolver el conflicto constitucional con un simple giro semántico. El artículo
18 de la ley establece lo siguiente: “En ningún caso, las Acciones de Seguridad
Interior que lleven a cabo las Fuerzas Armadas se considerarán o tendrán la
condición de seguridad pública”. Así, se podría evadir los límites que impone la
Constitución jugando con la ficción que los militares no están en tareas de
seguridad pública. Es decir, tal como afirmó el constitucionalista Alejandro
Madrazo, “Queda claro: la ley no prohíbe a las Fuerzas Armadas realizar tareas
de seguridad pública, prohíbe a los demás llamarles por su nombre”.
Y la cosa empeora. La ley profundiza la considerable
opacidad que ya existe en las Fuerzas Armadas y la extiende a las fuerzas de
policía que participen en actividades de “seguridad interior”. El artículo 9 establece
lo siguiente: “La información que se genere con motivo de la aplicación de la
presente ley será considerada de Seguridad Nacional, en los términos de las
disposiciones jurídicas aplicables”.
Aunque esta disposición no modifica las normas de fondo acerca de qué
tipo de información debería ser accesible, resultará mucho más complejo y lento
obtenerla. Al aplicar la calificación de “seguridad nacional” a toda la
información generada por actividades contempladas en la ley, es probable que el
artículo 9 lleve a los funcionarios a clasificar automáticamente esta
información. Así, se trasladaría la carga de demostrar que la información
efectivamente no está alcanzada por estas disposiciones a quienes soliciten la
información, lo cual puede implicar un largo proceso de apelaciones. Además,
aun si los solicitantes obtienen una resolución favorable, podrían enfrentar
demoras adicionales de varios meses o que incluso se revoque tal resolución si
la Presidencia apela ante la Suprema Corte por cuestiones de seguridad
nacional.
Muy preocupante también es el artículo 31, que obliga a
todas las “autoridades federales” a entregar la información que “requieran” las
instituciones militares o civiles que intervengan en seguridad interior. Esta
obligación se extiende incluso a órganos autónomos como el Inai y la CNDH, lo
cual podría permitir que las Fuerzas Armadas puedan conocer la identidad de
personas que piden acceso a información que se catalogó indebidamente como
clasificada o que denuncian abusos cometidos por militares. La pérdida de la
garantía de anonimato puede ser un contundente factor de disuasión para
posibles denunciantes.
Estas y otras disposiciones de la ley han generado alarma en
México y en el extranjero. Las máximas autoridades de derechos humanos de la
ONU y la OEA se han pronunciado en contra. El presidente electo, Andrés Manuel
López Obrador, anunció en agosto que tomará una posición respecto a la ley
luego de que la Suprema Corte resuelva sobre los recursos de
inconstitucionalidad presentados por la CNDH, el Inai y otros.
El futuro de la Ley de Seguridad Interior depende de la
Suprema Corte. Es una oportunidad histórica para que el poder judicial aclare
cuáles son los límites dentro de los cuales pueden desempeñarse las Fuerzas
Armadas en los asuntos internos. Se encuentra en juego no sólo la cuestión de
si deberían participar en operativos de seguridad pública, sino además si
estarán subordinadas a un control civil efectivo y al Estado de derecho.
Si la corte no aprovecha esta oportunidad, y, en lugar de
ello, permite que la Ley de Seguridad Interior mantenga una semblanza de su
forma actual, López Obrador debería pedir inmediatamente que el Congreso
revoque la ley en su integridad, y comprometerse a trabajar con el Congreso,
así como con los gobiernos estatales y municipales y, en especial, con la
sociedad civil mexicana, para fortalecer la capacidad del Estado para contener
al crimen organizado y reducir la violencia.
Entre otras cosas, eso implicaría encontrar una manera más eficaz de abordar
la dinámica que muchos han identificado como factor central que perpetúa la
catástrofe de seguridad pública del país: el uso de las fuerzas militares para
sustituir a las autoridades policiales.
Daniel Wilkinson. Director gerente, División de las Américas.
HumanRightsWatch.org.es. México. 04/10/18
México: violencia y opacidad dominaron sexenio de Peña
Este artículo es el segundo en una serie producida por Human
Rights Watch evaluando el sexenio de Enrique Peña Nieto en
derechos humanos.
El dato más notable de la “guerra contra el narcotráfico” es
la aterradora cantidad de homicidios en el país. En efecto, más de 240 mil
personas han sido asesinadas, según estadísticas oficiales, desde que esta
“guerra” comenzó en 2006.
Algo que se nota menos —pero también es impactante— es lo
poco que se sabe sobre estas muertes. A más de una década de que el presidente
Felipe Calderón iniciara esta desventurada “guerra”, en la amplia mayoría de
los casos subsisten preguntas básicas que no han sido resueltas: ¿Quiénes
cometieron estos crímenes? ¿En qué circunstancias? ¿Por qué?
Durante los primeros cinco años de su presidencia, Calderón
ofreció una respuesta sencilla: 90% de los asesinatos vinculados con la “guerra
contra el narcotráfico” eran casos de delincuentes que se mataban entre sí. El
entonces presidente siguió repitiendo esta cifra a medida que aumentaban los
homicidios vinculados a la delincuencia organizada, llegando a un acumulado de
34 mil entre 2007 y 2011. En 2011, una delegación de Human Rights Watch se
reunió con él en Los Pinos para presentarle un informe sobre abusos
sistemáticos cometidos por las policías y Fuerzas Armadas durante su
presidencia. Una de nuestras conclusiones fue que Calderón no tenía ningún
fundamento creíble para sustentar su aseveración sobre el 90% de los casos.
Durante esos años, la Procuraduría General de la República
(PGR) había iniciado investigaciones en menos de mil casos de asesinatos,
presentado cargos contra 343 presuntos responsables y conseguido condenas contra
apenas 22 personas. Es posible que las procuradurías estatales también hayan
procesado una pequeña porción de los 34 mil casos. Pero la gran mayoría de
ellos no habían sido resueltos; ni siquiera fueron investigados.
En vez de impulsar investigaciones judiciales adecuadas, el
gobierno de Calderón divulgó, en enero de 2011, una “base de datos” de 34 mil
homicidios que atribuía a la violencia asociada con la delincuencia organizada.
Era una base de datos con poquísimos datos. Señalaba el mes y el municipio en
que se habían producido los asesinatos, pero no daba más detalles. No decía
nada sobre los asesinos, las víctimas, las circunstancias, ni los motivos.
Tampoco aportaba datos que sustentaran la afirmación de que el 90% fueran casos
de asesinatos entre bandas criminales.
Esto no quiere decir que no hubiera un gran número de casos
de asesinatos entre bandas criminales. Claro que los hubo, además de casos de
víctimas que no tenían ninguna participación en la delincuencia organizada y,
por cierto, de policías y soldados que perdieron la vida cumpliendo su deber.
Lo que faltaba era información confiable sobre la naturaleza
y las circunstancias de los asesinatos, un dato necesario tanto para llevar
ante la justicia a los responsables como para evaluar la eficacia de las
políticas de seguridad pública.
El presidente Peña Nieto tuvo la oportunidad de trazar un
nuevo rumbo para México y asegurar que se investigaran adecuadamente las
muertes, se dieran a conocer los resultados y se garantizara justicia. En lugar
de ello, su gobierno optó por desviar la atención hacia otras cuestiones, como
si al no hablar del derramamiento de sangre este fuera a desaparecer. Ello,
obviamente, no pasó. La cantidad de homicidios disminuyó de 2012 a 2014, pero
luego aumentó en más del 60 % durante los tres años siguientes y llegó a más de
25 mil en 2017, el número más alto en las últimas dos décadas.
Elementos de las fuerzas de seguridad siguieron cometiendo
atrocidades. Los avances de las autoridades en el esclarecimiento de estos
casos siguieron siendo ínfimos. La PGR inició apenas 217 investigaciones por
homicidio entre diciembre de 2012 y enero de 2018; muchas menos que en el
sexenio anterior. Y obtuvo condenas en sólo cuatro casos.
El presidente electo Andrés Manuel López Obrador se ha
comprometido a promover un debate público sobre el futuro de la “guerra contra
el narcotráfico”. Es evidente que se necesitan nuevas políticas para contener
la violencia. Pero para que un debate público sea productivo es necesario que
el público esté debidamente informado. Y
para eso, el nuevo gobierno va a tener que hacer mucho más que sus antecesores
para generar y compartir información sobre la violencia que ha sacudido al
país.
Información encubierta
La falta de información confiable con respecto a la
violencia en México no es casual. Más bien, es el resultado de una variedad de
prácticas por parte de múltiples instituciones gubernamentales que tiene el
efecto acumulado de un encubrimiento masivo.
A veces, este encubrimiento empieza inmediatamente después
de que se produce un homicidio, cuando las fuerzas de seguridad incumplen su
obligación legal de preservar el lugar de los hechos o, peor aún, manipulan
deliberadamente las pruebas que podrían demostrar sus prácticas ilícitas.
En la mayoría de los casos de ejecuciones documentados en
nuestro informe de 2011, soldados o policías manipularon, ocultaron o
destruyeron pruebas para simular que sus víctimas eran agresores armados o
murieron en enfrentamientos entre cárteles rivales.
Estas simulaciones no requieren demasiado esfuerzo, pues es
muy improbable que las autoridades realicen una investigación rigurosa. En
muchos casos, las investigaciones se inician pero no llegan a ningún puerto, ya
que los investigadores no adoptan medidas básicas como realizar pruebas de
balística o entrevistar a testigos. O peor aún, los investigadores “resuelven”
casos sobre la base de confesiones y testimonios que se obtienen mediante
tortura y, por ende, son poco confiables e inválidos.
La falta de investigaciones adecuadas es incentivada por dos
importantes prejuicios que son demasiado comunes entre los funcionarios
ministeriales. Uno es contra las víctimas de la violencia. La madre de una
víctima nos dijo hace algunos años: “la actitud oficial es: si te pasó algo, es
porque andabas involucrado en algo malo”. Es básicamente la misma posición que
tomó el presidente Calderón al sostener que el 90 % de las muertes eran casos
de asesinatos entre bandas criminales. No solo era un argumento infundado sino
también insidioso. ¿Para qué buscar la verdad si los hechos esenciales ya se
conocen? ¿Para qué buscar justicia si las propias víctimas eran criminales?
El segundo sesgo es en favor de las autoridades. Los
funcionarios dan por cierto lo que sea que les digan otros funcionarios. Por
ejemplo, durante varias semanas luego de la masacre de Tlatlaya, el gobierno
afirmó que las muertes de 22 personas cometidas por soldados habría sido un
enfrentamiento armado con una banda delictiva, a pesar de que existían
evidencias contundentes de que hubo ejecuciones extrajudiciales. La PGR esperó
más de dos meses para iniciar una investigación, luego de que periodistas
independientes informaran que sobrevivientes dijeron haber presenciado
ejecuciones y haber sido torturadas para que exoneraran a los militares.
En una reunión que mantuve en esa época con el procurador
general Jesús Murillo Karam, le pregunté si los agentes del Ministerio Público
también estaban investigando el posible rol de militares y civiles en el
encubrimiento del hecho. “¿Cuál encubrimiento?”, me contestó indignado. Murillo
Karam me dijo que los funcionarios se habían limitado a informar lo que había
comunicado el comandante. Sostuvo que las autoridades debían presumir la “buena
fe” de otras instituciones estatales.
En todo el mundo, es común que los funcionarios
gubernamentales presuman la “buena fe” entre ellos. Lo que hace que esto sea
particularmente problemático en México es que la presunción se aplica incluso a
instituciones con antecedentes de abusos y encubrimiento, y esto se hace con un
fervor típico de gobiernos autoritarios, donde la función primordial del
sistema de justicia no es procurar justicia, sino reafirmar y proteger la
autoridad del régimen.
La verdad de la violencia
Durante el sexenio de Peña Nieto se hicieron esfuerzos para
poner realmente al descubierto la verdad sobre la violencia. Pero los méritos
son primordialmente de la sociedad civil, y no del gobierno. Defensores de
derechos humanos, periodistas, académicos e investigadores independientes han
logrado —ante obstáculos a menudo abrumadores— obtener, analizar y difundir
información que las autoridades intentaron encubrir o, sencillamente, nunca
brindaron.
La sociedad civil desmontó varias veces las versiones
oficiales sobre las muertes causadas por las fuerzas de seguridad en Tlatlaya y
otros casos conocidos. Además de exponer hechos atroces, encontraron pruebas
que demostraban que los autores materiales seguían órdenes superiores. En 2016,
el colectivo periodístico Cadena de Mando publicó entrevistas a soldados
enfrentando procesos penales que afirmaban que era habitual que sus comandantes
les dieran instrucciones de ejecutar a personas detenidas. “El mando te dice:
‘no hay [lío], mátenlos, que no quede nada vivo’”, manifestó un soldado. “Esa
era la norma número uno: los muertos no hablan, los muertos no declaran”.
Otros investigadores independientes han encontrado evidencia
de que las ejecuciones extrajudiciales por miembros de las fuerzas de seguridad
podrían haber sido sistemáticas.
En 2014, investigadores del Centro de Investigación y
Docencia Económicas (CIDE) y la UNAM accedieron a datos oficiales sobre
enfrentamientos entre fuerzas de seguridad federales y presuntos miembros de la
delincuencia organizada. Concluyeron que, entre 2007 y 2014, por cada “presunto
agresor” que hirieron los soldados, mataron a ocho más en promedio. Cifras como
éstas serían esperables si fuera habitual que se impartieran órdenes de
ejecutar a heridos y detenidos, como las que describen los soldados que
entrevistó Cadena de Mando.
Al principio del sexenio, el CIDE obtuvo información oficial
valiosísima de una fuente anónima sobre más de 40 mil homicidios ocurridos
entre 2007 y 2011. Los investigadores dedicaron varios años a ordenar los datos
y prepararon una serie de estudios en los que se muestra una imagen devastadora
de la “guerra contra el narcotráfico”. Uno de los estudios analizó el impacto
de enfrentamientos armados entre fuerzas de seguridad y civiles a nivel
municipal y determinó que, en promedio, cada enfrentamiento provoca un aumento
en las tasas de homicidios locales.
Otro estudio analizó las circunstancias en las cuales los
miembros de las fuerzas de seguridad participaban en enfrentamientos armados
con civiles y concluyó que, en la mayoría de los casos (84%), los
enfrentamientos fueron precipitados por el actuar de las mismas fuerzas de
seguridad, y no de los “presuntos agresores” a quienes dispararon. En apenas
una fracción ínfima (2%) de esos enfrentamientos, las fuerzas de seguridad intervinieron
en función de una orden de detención u otro tipo de orden judicial. Es decir,
las fuerzas de seguridad no estaban actuando como meros auxiliares del sistema
de justicia penal. Estaban participando en combates armados y fueron los que
iniciaron la ofensiva.
Cuando estos estudios fueron publicados, algunos críticos
cuestionaron si los datos presentados eran suficientes para respaldar las
conclusiones de los autores. Sin embargo, los estudios mismos subrayaron las
limitaciones de los datos disponibles y los autores tuvieron el cuidado de
aclarar que algunos de sus hallazgos con respecto a la legalidad del uso de
fuerza eran de una naturaleza indicativa. De hecho, una de sus conclusiones
principales era que se necesitaba mucho más información para poder evaluar el
desempeño de las fuerzas de seguridad del país.
En lugar de proveer más información, el gobierno de Peña
Nieto optó por una mayor opacidad. En vez de examinar y explicar la relación
entre la delincuencia organizada y el número de homicidios, simplemente optó
por no contabilizarlos. En vez de investigar el índice de letalidad
sospechosamente desproporcionado, la Sedena anunció que ya no estaba
registrando la cantidad de civiles que mataran sus soldados. Y en vez de
promover una mayor transparencia, el Presidente logró que se promulgara la Ley
de Seguridad Interior con disposiciones que restringirían gravemente el acceso
a la información, y así convirtió la política de opacidad en mandato legal.
Si López Obrador espera contener la violencia, debería
asumir como prioritaria la meta de terminar con esta opacidad. Además, debería diseñar un mecanismo eficaz
para investigar adecuadamente los homicidios de los últimos años. Formar
fuerzas de seguridad pública profesionales exigirá que los responsables de
políticas públicas—y el público general— entiendan mucho más acerca de qué ha
funcionado hasta el momento y qué no. ¿Dónde y de qué modo las fuerzas de
seguridad u otras entidades gubernamentales han conseguido resultados
favorables en la reducción de la violencia? ¿Dónde y cómo han causado que la
situación empeorara? ¿Cómo se podrían replicar las experiencias que hayan sido
exitosas y no repetir los fracasos y abusos.
Contestar a estas preguntas cruciales exigirá tener
respuestas más completas y confiables a interrogantes básicos sobre la
violencia: ¿quién ha matado a quién, en qué circunstancias y por qué?
Daniel Wilkinson. Director Gerente, División de las Américas.
Human Rights Watch.org.es. México. 10/10/18
México: Tortura y verdad histórica
Este artículo es el tercer artículo de la serie
"Lecciones de un sexenio perdido", producida por Human Rights Watch con el propósito de evaluar la gestión de Enrique Peña Nieto
en derechos humanos.
En marzo de 2015, a dos años de iniciada la presidencia de
Enrique Peña Nieto, el experto en derechos humanos de la ONU, Juan Méndez,
observó que la tortura era “generalizada” en México. El gobierno respondió
atacando a Méndez. El entonces secretario de Relaciones Exteriores, José
Antonio Meade, lo calificó de “irresponsable y poco ético” por haber formulado
una acusación “que no pudo justificar”. Lo sorprendente de este ataque ad
hominem fue que la afirmación del experto de la ONU, aunque profundamente
preocupante, no tuvo nada de extraordinaria. Muy pocos mexicanos debieron
haberse sorprendido en lo más mínimo ante su observación sobre la tortura en el
país.
El gobierno intentó justificar su feroz ataque a Méndez
alegando que su informe citaba únicamente 14 casos específicos de presuntas
torturas. Es posible que si se hubieran agregado más casos concretos para
complementar los datos cuantitativos y la valiosa información que incluía el
informe, los hallazgos habrían sido aún más convincentes, si es que alguien
todavía necesitaba algún convencimiento. Lo cierto es que, como lo sabía
perfectamente el gobierno de Peña Nieto, sí había pruebas abundantes que
avalaban la conclusión del experto de la ONU.
En 2011, un año antes que asumiera Peña Nieto, Human Rights
Watch (HRW) publicó un informe que analizaba en profundidad abusos perpetrados
por las fuerzas de seguridad mexicanas. El documento recibió amplia difusión en
los medios, e incluso ocupó los titulares de los periódicos de mayor
circulación del país. Documentamos el uso sistemático de la tortura en más de
170 casos. Las técnicas documentadas eran diversas, e incluían golpizas,
descargas eléctricas, asfixia, amenazas de muerte y agresiones sexuales. Los
torturadores también eran actores diversos: policías federales, estatales y
municipales; soldados y marinos; y agentes del Ministerio Público federal y de
los estados.
Estos fueron sólo los casos que un investigador de nuestra
organización pudo documentar haciendo trabajo de campo en apenas cinco estados.
Sólo en 2013 y 2014, la Procuraduría General de la República (PGR) recibió casi
2 mil reportes de tortura, mientras que comisiones de derechos humanos
estatales recibieron más de 6 mil denuncias sobre tortura o tratos inhumanos.
Es imposible saber cuántas de esas denuncias eran fundadas, pues la mayoría
nunca se investigó adecuadamente. Con independencia de la cantidad de casos
concretos, las denuncias sobre tortura que habían trascendido en los meses
previos a que Méndez presentara su informe eran más que suficientes para dejar
en claro que la respuesta del gobierno era absurda.
Existía, por ejemplo, un video de febrero de 2015 —que
posteriormente se viralizó—que mostraba a policías federales y soldados
asfixiando a una mujer con una bolsa de plástico y amenazando con matarla.
También estaba el informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos
(CNDH) de octubre de 2014 que detalló cómo agentes del Ministerio Público a
cargo de la “investigación” del asesinato de 22 civiles por parte de soldados
en el municipio de Tlatlaya habían detenido a testigos, los habían sometido a
golpizas y asfixia, y amenazaron con violarlos y matarlos si no firmaban
declaraciones que exculpaban a los militares.
Luego, por supuesto, está Ayotzinapa. A fines de 2014, ante
una presión pública sin precedentes para que se esclareciera el caso de los 43
estudiantes desaparecidos en Guerrero, la PGR construyó una versión oficial de
lo ocurrido basándose principalmente en las declaraciones auto incriminatorias
de personas detenidas, que en su mayoría presentaban huellas de tortura. Según
un informe publicado este año por la Oficina del Alto Comisionado de las
Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACDH), más de 30 de estos detenidos
habían sufrido abusos como “golpes, patadas, toques eléctricos, vendaje de
ojos, intentos de asfixia, agresiones sexuales y diversas formas de tortura
psicológica”. Es posible que un detenido haya sido torturado hasta provocarle
la muerte. En una conferencia de prensa que se transmitió por televisión a todo
el país en noviembre de 2014, el Procurador General, Jesús Murillo Karam,
anunció que la PGR había resuelto el caso y calificó los hallazgos obtenidos
mediante tortura como “la verdad histórica,” una expresión muy reveladora que
se volvería representativa del cinismo que distinguió al sexenio.
Como era de esperarse, los ataques del gobierno al experto
de la ONU sobre tortura no hicieron que el problema desapareciera. Durante
2015, comisiones de derechos humanos estatales recibieron casi 2 mil nuevas
denuncias de torturas. Al año siguiente, el Instituto Nacional de Estadísticas
y Geografía (Inegi) encuestó a más de 64 mil personas encarceladas en 338
prisiones, más del 60 % de las cuales habían sido detenidas desde 2012, el año
en que asumió Peña Nieto. Casi dos tercios indicaron haber sufrido abusos
físicos por parte de las autoridades que las detuvieron. Más de un tercio
afirmó haber sido estrangulados, sumergidos en agua o asfixiados. Una quinta
parte —casi 13 mil detenidos— manifestó haber recibido descargas eléctricas.
¿Cuántas de estas denuncias eran ciertas? Una vez más, la
ausencia de investigaciones adecuadas hace imposible saberlo. Pero hay dos
hechos que sí conocemos y permiten presumir que fueron muchas. Primero,
que—como lo reflejan los casos de Ayotzinapa y Tlatlaya—los agentes del
Ministerio Público creen que pueden usar declaraciones obtenidas mediante
coacción para “resolver” casos penales. Segundo, que estas autoridades
aparentemente piensan que pueden hacerlo impunemente. Y tienen motivos fundados
para creerlo: la PGR ha “abierto” más de 9 mil investigaciones por torturas
desde que asumió Peña Nieto, en diciembre de 2012, hasta enero de 2018. Según nos informó la propia PGR, durante ese
periodo no obtuvo ni una sola condena.
Tal vez lo único positivo que dejó la tragedia de Ayotzinapa
sea el repudio público generalizado que obligó a Peña Nieto a adoptar varias
medidas extraordinarias para abordar la desastrosa situación de los derechos
humanos en el país. A fines de noviembre de 2014, se comprometió a impulsar 10
medidas para fortalecer el Estado de derecho. Una de ellas fue una ley contra
la tortura, aprobada en abril de 2017. La ley incluye disposiciones que, si se
implementaran vigorosamente y de buena fe, podrían contribuir a paliar este
tipo de abusos. Entre otras cosas, la ley refuerza las prohibiciones vigentes
al uso de confesiones obtenidas mediante coacción. También dispone crear
fiscalías especiales contra la tortura en la PGR y las procuradurías estatales,
además de fortalecer y dar autonomía a un mecanismo nacional para realizar un
monitoreo de los centros de detención en el país, donde a menudo se cometen
torturas. De este modo, la ley pretende abordar los dos factores que perpetúan
esta práctica: la opción de las autoridades de recurrir a la tortura para
“resolver” casos, y la posibilidad de hacerlo impunemente.
Ciertamente, a lo largo del tiempo México ha adoptado
diversas leyes y mecanismos que, en teoría, parecen prometedores para
contrarrestar los abusos, pero que, en la práctica, consiguen escasos
resultados. Esto es algo esperable cuando los funcionarios responsables de
implementar estas medidas son más propensos a negar los problemas que a
resolverlos, como lo hizo el gobierno de Peña Nieto en respuesta al informe de
Méndez.
Sin embargo, la negación de la realidad quizá sea más
difícil después de Ayotzinapa, a raíz de una segunda medida extraordinaria que
adoptó Peña Nieto. Ante la indignación pública por estos crímenes atroces, Peña
Nieto invitó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a que
enviara un equipo de investigadores —el Grupo Interdisciplinario de Expertos
Independientes (GIEI)— para examinar el modo en que el gobierno investigaba el
caso. El trabajo de la PGR nunca antes había sido objeto de supervisión
externa, y las conclusiones fueron devastadoras.
En informes emitidos en 2015 y 2016, el GIEI expuso
claramente que la investigación de Ayotzinapa presentaba una combinación
nefasta de ineptitud, abusos y mala fe por parte de la PGR. De esta manera, el
GIEI demostró lo que expertos internacionales y locales de derechos humanos —
incluido Méndez — señalaban desde hacía años sobre el papel central que
cumplían las confesiones obtenidas mediante coacción en la perpetuación de la
impunidad en México.
El informe del Alto Comisionado de la ONU de este año
proporcionó pruebas aún más lapidarias sobre la lamentable gestión de la PGR al
investigar el caso. En junio, una sentencia de 712 páginas dictada por un
tribunal de circuito federal concluyó que no podía confiarse en que la PGR
esclareciera el caso e instruyó al gobierno federal a crear una “Comisión de
Investigación para la Justicia y la Verdad” para esa tarea.
Andrés Manuel López Obrador pronto tendrá que encargarse del
caso Ayotzinapa. El presidente electo ha prometido crear una comisión para
investigar el caso. Sin duda, una comisión que pueda aclarar cuál fue el
destino de los estudiantes desaparecidos sería una iniciativa valiosa, en
especial si allana el camino para que los responsables sean llevados ante la
justicia.
Sin embargo, la tragedia de Ayotzinapa es en realidad aún
mayor que el destino de los estudiantes, e incluso que el inmenso dolor de sus
familiares. Que este hecho atroz no se haya esclarecido a pesar que el mundo
entero tenía sus ojos puestos en él, es apenas otra indicación de que México no
asegura verdad y justicia a las miles de familias cuyos seres queridos han sido
desaparecidos o asesinados. El recurso a la tortura ha sido un factor clave que
explica este fracaso.
México necesita urgentemente mejorar su seguridad pública.
La tortura es, precisamente, la antítesis de lo que se requiere. Es un delito
que permite encubrir otros ilícitos. Ayotzinapa, Tlatlaya y otros casos
recientes han demostrado que la tortura no conduce a la verdad. Obliga a víctimas
a decir lo que sus torturadores desean escuchar, a fin de hacer cesar un
tormento intolerable. Las víctimas confiesan delitos que nunca cometieron.
Acusan —o exoneran— falsamente a terceros. Luego se juzga a personas inocentes,
mientras que los verdaderos responsables siguen en libertad. Es decir, la
tortura perpetúa la misma impunidad que permite que proliferen el crimen y los
abusos.
Es crucial que López Obrador extraiga varias lecciones de lo
ocurrido en Ayotzinapa. La primera es la necesidad urgente de establecer una
fiscalía autónoma que tenga la capacidad y la determinación necesarias para
llevar a cabo investigaciones serias de, como mínimo, las más graves
atrocidades cometidas por integrantes de las fuerzas de seguridad y la
delincuencia organizada. Este importante objetivo debería guiar la actuación
del Presidente electo en el proceso de crear una nueva fiscalía federal.
Una segunda lección es que, para que haya investigaciones
serias de las atrocidades y otros delitos graves —y, por ende, para que la
nueva fiscalía tenga éxito— será necesario combatir y erradicar la tortura.
Esto requiere la implementación plena y enérgica de la nueva ley sobre
tortura—entre otros, para asegurarse de que el registro nacional de casos de
tortura y la fiscalía especializada funcionen con la mayor eficacia. Aunque la
ley sobre tortura exigía que la PGR tuviera la infraestructura necesaria para
operar el registro nacional en diciembre de 2017, la PGR nos informó en agosto
de 2018, ocho meses después de la fecha límite, que esta tarea todavía estaba
pendiente. Tampoco se ha emitido el programa nacional en contra de la tortura
que exige la ley.
Una tercera lección que se infiere de Ayotzinapa concierne
al papel vital que han tenido tres tipos de actores para poner de manifiesto el
manejo deficiente del caso por parte del Estado: las familias de las víctimas,
las organizaciones de la sociedad civil locales y los investigadores
internacionales. La “verdad histórica”, ya desacreditada, habría prevalecido
casi indefectiblemente de no ser por los esfuerzos incansables de las familias
de las víctimas exigiendo respuestas, la orientación y la asistencia legal que
les brindaron organizaciones de derechos humanos locales para que sus pedidos
fueran escuchados, y las investigaciones de expertos internacionales, así como
de otras organizaciones de la sociedad civil. El próximo gobierno debería
aceptar y promover la participación continua de todos estos actores a fin de
erradicar la tortura y la impunidad asociada con este delito en México.
Daniel Wilkinson. Director ejecutivo adjunto para las
Américas de Human Rights Watch.
HumanRightsWatch.org.es. México. 29/19/18