Nora Rodríguez, pedagoga y autora de 'Educar para la paz' cree que se
debe repensar la educación como una herramienta para servir a un bien mayor
La sociedad construye a través
de la educación lo que es. También puede transformarse mediante sus valores y sus
hábitos. O al menos intentarlo. Fue su trabajo como educadora con niños que
vivían en contextos difíciles lo que llevó a Nora Rodríguez al lugar
profesional y humano que ocupa en la actualidad. Pedagoga, escritora y
conferenciante en el mundo, lidera el proyecto Happy School Institute sobre
neurociencias y educación para la paz. Ahora acaba de publicar 'Educar para la
paz' (Editorial Kairós), un libro con el que aborda la necesidad de “enseñar a
las nuevas generaciones a tener una vida significativa y valiosa pero en la que
el propio bienestar no esté reñido con el bienestar de los demás”.
¿Qué es educar y formar para la paz?
Es tener en cuenta que la
educación no es hoy consecuencia de la necesidad de tener trabajadores para las
fábricas sino de una necesidad evolutiva para un mundo que ha cambiado de un
modo impredecible en los últimos 10 años –y en el que a más tecnología mayor
tiene que ser la educación de la humanidad–. Esto es: enseñar a las nuevas
generaciones a tener una vida significativa y valiosa pero en la que el propio
bienestar no esté reñido con el bienestar de los demás. Educar para la paz es
un derecho de los niños y de los adolescentes. Ya no se trata solo de pensar
qué mundo les vamos a dejar a las próximas generaciones, eso en parte ya lo
sabemos o lo imaginamos, de lo que se trata es de impedir que se desarrollen en
una atmósfera de desconexión humana en la que el bienestar del grupo les
resulte indiferente. Hemos de dejarles nuevas herramientas para que puedan ser
verdaderos transformadores de la sociedad en que viven.
¿Estamos a tiempo de educar para la paz?
Por fortuna, sí. La evolución
ha diseñado nuestros cerebros para adaptarnos y para cuidar del grupo. No es
una buena decisión evolutiva seguir educando con la ley del «sálvese quien
pueda». Y no es inteligente si queremos empezar escribir la historia en una
agenda global en la que ya hay cuestiones urgentes.
Mencionas en el libro que tu trabajo como maestra de niños que vivían
en contextos difíciles fue lo que te condujo hasta el lugar profesional (y
humano) que ocupas ahora “y que no es otro que impulsar una pedagogía para la
felicidad responsable, la que pone el foco en el cerebro social”. ¿Cómo defines
lo que es la “felicidad responsable”?
Las nuevas generaciones han
crecido en una época caracterizada por la conquista de una forma de felicidad
al alcance de la mano, pero esta es una felicidad que dura poco, que depende de
estímulos intensos y efímeros, que se sostiene con bienes materiales y en el
éxito fácil. Es nuestra sociedad los niños están obligados a adaptarse a cosas
que ni siquiera los adultos sabemos hacia dónde nos van a llevar. Los avances
de la tecnología pueden ser un ejemplo de esto. Así que creo que es prioritario
ayudarles a desarrollar el sentido de pertenencia, que sientan que forman parte
de un grupo en una sociedad global, pero también el desarrollo de aptitudes
como la empatía, la compasión, el altruismo, el agradecimiento o la
generosidad, o tener muy presente el bienestar de los demás en la toma de
decisiones. Eso es la felicidad responsable. Esta es la verdadera innovación en
las aulas –y fuera de ellas–, porque la pedagogía de la felicidad responsable
no solo es educar el corazón, sino hacerlo en sintonía con el cerebro. Somos
seres sociales, nuestro cerebro es un órgano social, y la empatía es como el
WiFi con el que nos conectamos.
Para lograr la transformación de la sociedad, y hacerla mejor, ¿se debe
pasar obligatoriamente por un cambio en la educación que reciben las nuevas
generaciones?
Sí, sin duda. Es necesario
educar de otro modo. Si los seres humanos estamos altamente preparados para
conectar armónicamente con los demás, si estamos preparados para tener
conexiones armónicas por nuestra naturaleza, en lugar de usar la educación como
una herramienta para satisfacer únicamente nuestras necesidades competitivas y
egoístas –para alcanzar maneras de acumular bienes o metas de poder– ¿por qué
no repensar la educación como una herramienta para servir a un bien mayor?
¿Cómo encaja todo esto en un sistema educativo en el que sigue presente
la competitividad y las evaluaciones?
Con programas transversales que
pongan el foco en aptitudes propias del cerebro social y en las emociones. Por
ejemplo, por medio de los programas happineers que llevamos a cabo desde Happy
Schools Institute se enseña a niños y adolescentes que ellos también pueden
ayudar a construir una sociedad mejor y ser transformadores tan solo con unos
micromovimientos de felicidad responsable, siendo diseñadores de generosidad,
amables, altruistas… De lo contrario nos estamos quedando con programas para un
cerebro que no existe.
Los programas educativos deben
tener en cuenta las buenas conexiones en el grupo, la importancia de la ayuda
mutua, el entusiasmo que nace de la novedad al resolver problemas y avanzar
juntos porque el cerebro humano cuenta con un sistema que nos predispone hacia
los demás. Pocas veces se tiene en cuenta que desde edades muy tempranas, a los
seres humanos estas capacidades nos hacen increíblemente felices –y que esta
felicidad dura más tiempo–. La neurociencia social, si bien es una ciencia
nueva, estudia cómo se activan los circuitos en el cerebro cuando dos personas
interactúan y su increíble efecto en la memoria y en las funciones ejecutivas.
Trabajar la solidaridad en el aula puede ser un recurso para educar
para la paz y la no violencia…
La solidaridad y el altruismo
son potentes motores para la prevención de la violencia. Muchas investigaciones
científicas lo demuestran. Personalmente he visto cómo los niños de quince
meses (de un modo natural) se ayudan unos a otros, o cómo uno de ellos es capaz
de partir en dos una única galleta y compartirla si el otro niño no tiene qué
llevarse a la boca. Niños de entre uno y dos años que se acercan a aquellos de
su edad que lloran desconsoladamente el primer día de guardería y los abrazan o
les acarician la cara en un acto de increíble empatía para consolarlos. Algo
que resulta fascinante cuando comprobamos que en la mayoría de las especies
estamos no solo conectados para la paz sino que contamos con recursos propios y
podemos llevar a cabo actos similares de un modo natural cuando se trata de
ayudar a otros, de cuidar, de proteger o cooperar... La escuela es uno de los
ámbitos de socialización en los que para los niños es posible estar en contacto
y relacionarse con personas con experiencias, contextos e incluso culturas muy
diferentes.
¿Cómo aprender a vivir juntos?
Activando cada día recursos que
permitan una pedagogía de la felicidad responsable. Un ejemplo puede ser el de
transmitirles que la verdadera generosidad es discreta, silenciosa, se realiza
de forma anónima y de manera respetuosa, y de esta manera se convierte en una
fuerza poderosa que los hará sentirse fuertes interiormente. Y no importa si se
trata de dar una ayuda material, conocimiento, tiempo, cuidado amable y gentil,
pueden dar buenos deseos, trabajo social. Entonces la escuela deja de ser un
espacio de alumnos desconectados entre sí para convertirse en una mini sociedad
global con emociones constructivas en busca el bien común.
Además de la escuela, el entorno social y familiar influye
incuestionablemente en la educación de los hijos. ¿Hasta qué punto es
importante una nueva mirada hacia la infancia y la adolescencia por parte de
todos?
Hasta el punto en que si no
educamos de otro modo, en el que los padres adquieran el compromiso de
comprender que la educación necesariamente tiene que empezar en las emociones y
en un sentido social diferente del de hoy, va a ser muy difícil erradicar la
violencia de las aulas. Hemos sumergido a las nuevas generaciones en un espacio
tecnológico donde la sobreexposición y la obsesión por la imagen los somete a
sentirse controlados activando el deseo de controlar. ¿Cómo seguir pensando
entonces que el bullying no se convertirá tarde o temprano en una respuesta
aprendida y natural si es ante todo un mecanismo de control
Diana Oliver. ElPaís.com. España, 30/01/19