Deir Ezzour, Siria. Cuando se cierne la amenaza de
intervención militar por un ataque
presuntamente realizado con armas químicas cerca de Damasco, en un remoto
paraje de Siria, la localidad de Deir Ezzour nos permite hacernos una idea del
sufrimiento de los ciudadanos corrientes sirios.
Próspero
eje de la industria petrolera siria en otro tiempo, hoy Deir Ezzour es un
funesto microcosmos del conflicto sirio. La ciudad, situada unos 450 kilómetros
al noreste de la capital a orillas del río Éufrates, está dividida. Una mitad
está bajo el control de las fuerzas gubernamentales sirias, y la otra está en
manos de combatientes armados de la oposición, quienes también controlan gran
parte de las zonas circundantes hasta llegar a la frontera con Irak.
Muy
pocos pueden llegar hasta este lugar remoto y aislado de Siria. Ninguna
organización de derechos humanos ha podido visitar la localidad, sólo un puñado
de periodistas. La parte de la ciudad controlada por la oposición es la única a
la que tengo acceso, ya que el gobierno sirio ha prohibido a Amnistía
Internacional y otras organizaciones de derechos humanos el acceso a las zonas
del país bajo su control. Un silencio inquietante reina en las calles y gran
parte de la ciudad está en ruinas. Muchos residentes han huido. Las estructuras
huecas de edificios incendiados y bombardeados que flanquean las calles dan
testimonio de los implacables ataques aéreos y bombardeos de artillería,
mortero y tanques de las fuerzas del presidente Bachar el Asad.
El
único modo de entrar o salir de Deir Ezzour es cruzar un puente que está
constantemente expuesto a los disparos de francotiradores de las fuerzas
gubernamentales. No es sorprendente que haya poco tráfico. Unos cuantos taxis
van y vienen transportando residentes a velocidad de vértigo para esquivar las
balas.
A
quienes se atreven a cruzar los matan o hieren en el intento, civiles y
combatientes por igual. A las dos horas de mi llegada a la ciudad, estoy en un
hospital local donde la realidad de ese riesgo se hace patente. Ha ingresado un
joven al que han disparado cuando cruzaba el puente, y lo han declarado muerto
casi en el acto. No tenía ninguna posibilidad de sobrevivir; una bala de gran
calibre le había abierto un boquete en la cabeza.
Todas
las personas con las que me reúno han perdido a familiares y amigos, a muchos
de ellos en los constantes bombardeos indiscriminados, y a otros en ejecuciones
sumarias.
Abd al
Wahed Hantush, bombero de 38 años, perdió a seis miembros de su familia en
octubre de 2012. Intentaban volver desde una zona controlada por el gobierno en
el otro extremo de la ciudad cuando su automóvil sufrió un ataque en el que
perdieron la vida su madre, su esposa y dos hijos. En el ataque también
resultaron muertos su hermano y su cuñada, además de varias decenas de civiles.
“Habían
ido a visitar a mi hermana en el distrito de Al Jura, controlado por las
fuerzas gubernamentales –me contó Abd al Wahed–. No podían volver por otro
camino que no fuera cruzando las colinas del extrarradio de la ciudad. Suele
haber soldados del gobierno en esa zona, pero era el único camino.”
No lo
consiguieron. Al día siguiente aparecieron sus cadáveres masacrados y medio
quemados.
Se le
llenan los ojos de lágrimas cuando me enseña fotografías de su hija de cinco años,
Sham, y su hijo de tres, Abderrahman, en el teléfono móvil. “Eran lo único que
tenía; lo he perdido todo”, dijo.
Abd al
Wahed tiene cortes y quemaduras en el rostro, el cuello, el pecho y los brazos.
Cuatro días antes había acudido a sofocar un incendio en una casa alcanzada por
un cohete.
“Cuando
llegué cayó otro proyectil y estalló muy cerca de donde me encontraba”,
explica. Tiene suerte de haber salido con heridas relativamente leves. Poco
después impactaron otros dos cohetes en la zona.
Cohetes
y bombas machacan la ciudad día y noche, destrozando bloques residenciales o
impactando en las calles. Los civiles que quedan en la ciudad no pueden hacer
mucho por ponerse a salvo. El atronador sonido de la artillería entrante marca
las noches; de vez en cuando, los proyectiles salientes, lanzados con mortero
por los grupos armados de oposición, retumban en toda la ciudad. Por todas
partes hay fragmentos desperdigados de los cohetes Grad disparados por las
fuerzas gubernamentales desde una colina cercana a la ciudad.
Visito
a una familia con dos hijos de corta edad que ahora viven en la tienda de su
propiedad, situada en el sótano de un edificio. “Hay bombardeos todo el tiempo,
pero a veces es insoportable. La semana del 23 de mayo no dieron tregua. Cargas
de 12 cohetes caían en rápida sucesión. Los bombardeos continuaron a ese ritmo
durante dos semanas; no se podía salir, ni a por pan –explicó el padre de los
niños–. Evitamos salir en lo posible; aquí estamos algo más protegidos.” Pocas
familias tienen un sótano en el que refugiarse.
Un
parque infantil situado en un extremo de la ciudad se ha transformado en
cementerio. Sus columpios de colores, ahora en desuso porque los niños tienen
que estar permanentemente a cubierto debido a los incesantes bombardeos, están
rodeados de lápidas. Algunas tumbas pertenecen a niños que antes jugaban allí.
En un
extremo del parque abandonado hay una tumba especialmente cuidada. Es la de
Ahmad Karjusli, de 11 años, muerto el 19 de octubre de 2012. Los residentes me
cuentan que la madre del niño pasa todas las tardes junto a la tumba. Ese mismo
día la encuentro allí, sola y llorando. Suena música religiosa en su teléfono
móvil, que ha dejado sobre el montículo de tierra.
“Sólo
he tenido dos hijos, y Ahmad era el menor, mi pequeño –me cuenta–. Era un niño
tan bueno. Mi vida está vacía sin él. ¿Por qué me lo han quitado? No soporto
este dolor.”
Me
enseña fotografías de él en su teléfono móvil; tiene un gran parecido a su
madre. Ahmad estaba de pie junto a la puerta de su casa con un vecino de cuatro
años, Abderrahman Rayyash, cuando una bomba impactó en la calle y los mató a
los dos.
La
tragedia que ha supuesto el conflicto sirio para la vida cotidiana de los
habitantes de Deir Ezzour se hace evidente por todas partes.
No se
han librado ni los centros médicos de la ciudad. Se han instalado hospitales de
campaña en lugares secretos para protegerlos de los ataques de las fuerzas
gubernamentales. Durante una visita a un hospital modesto y escaso de recursos
conozco a Ahmad, de 30 años y padre de tres hijos de corta edad, que tiene
parálisis de cintura para abajo.
“Salí a
comprar leche y otras cosas para los niños y cayó una bomba cerca de mí en la
calle, en la zona de Jbala”, cuenta.
Tiene
fracturada la columna vertebral por seis sitios. Todavía no lo sabe, pero el
médico me ha dicho que seguramente no volverá a caminar.
“Hubo
una gran explosión, y una mujer que estaba a mi lado cayó muerta en el sitio.
Soy civil, no combatiente –dice Ahmad–. Yo era mecánico, pero llevo un año sin
trabajo. No puedo mantener a mi familia.”
En el
mismo hospital, otro médico me habla de las numerosas víctimas de bombardeos
que ha tratado, y de las que no pudo salvar. Entre ellas estaban sus sobrinos:
Nour, una niña de 13 años, y su hermano Omar, de 15: “Dos bombas impactaron en
la habitación donde dormían y los mataron a los dos.”
Además
de los continuos bombardeos indiscriminados, la población civil de Deir Ezzour
también ha sufrido ataques directos. Según me cuentan testigos, las fuerzas
gubernamentales ejecutaron sumariamente a decenas de residentes de los
distritos de Al Jura y Al Qusur el pasado septiembre, cuando tomaron el control
de esas zonas de la ciudad y expulsaron de ellas a los combatientes armados de
la oposición. Hicieron redadas en las calles y sacaron de sus casas a los
residentes –mujeres y niños incluidos– y los mataron.
Al
salir de Deir Ezzour me dirijo a la localidad de Hatla para investigar un
episodio de violencia sectaria en el que se cometió una matanza de civiles en
junio.
La
mayoría de las víctimas eran chiíes, comunidad musulmana muy minoritaria en
esta localidad donde predomina la suní. Entre los muertos había civiles que no
participaban en el conflicto, incluidos menores de edad. Tras el suceso se
publicaron vídeos en Internet en los que combatientes armados de la oposición
se referían a las víctimas como simpatizantes del presidente Bachar el Asad.
Las llamaban “perros chiíes” y otros términos despectivos.
Hoy ya
no quedan musulmanes chiíes en Hatla. Huyeron todos a las zonas controladas por
el gobierno después de la masacre. Pero las pruebas hablan por sí mismas. Cada
una de sus casas, situadas en distintas partes de la ciudad, fueron saqueadas y
a continuación destruidas con explosivos. La mezquita chií fue igualmente
destruida. Los vecinos me cuentan que inmediatamente después de los
enfrentamientos armados se iniciaron los saqueos y se incendiaron algunas
casas. En efecto, no hay rastro de muebles entre los escombros, sólo algunas
prendas de ropa y juguetes infantiles. La víspera de mi vista, combatientes
armados de la oposición habían regresado a la localidad y volado todas las
casas.
Algunos
residentes se niegan a hablar conmigo de ello, pero quienes sí lo hacen
condenan estos actos calificándolos de vandalismo y destrucción gratuitos. Uno
me cuenta que muchos de los hombres de la comunidad chií colaboraron con el
ejército en la planificación de ataques y emboscadas a las fuerzas de la
oposición. Pero me dice que de todas formas él condena la destrucción de las
casas de sus vecinos chiíes.
Algunos
residentes echan la culpa de los enfrentamientos y la destrucción a “extremistas
y yihadistas extranjeros” que intentan generar conflicto en la zona. “Siempre
hemos vivido en paz como buenos vecinos. ¿A qué viene esto ahora? Es un gran
error”, afirma un residente. Otro vecino me cuenta que el dirigente de un grupo
armado de oposición que había resultado herido en los enfrentamientos del 11 de
junio había muerto la víspera a causa de las lesiones sufridas, y que sus
combatientes se habían presentado en el pueblo y habían volado las casas de los
residentes chiíes para vengar su muerte.
Es
imposible saber con exactitud lo sucedido el 11 de junio. Lo que parece claro
es que hubo muertes en ambos bandos causadas por los enfrentamientos armados, y
que se mató deliberadamente a civiles pertenecientes a la comunidad chií. Me
cuentan los residentes que entre las víctimas civiles había tres ancianos que,
al parecer, habían intentado mediar entre los bandos enfrentados, y al menos
una mujer y sus dos hijos.
Varios
kilómetros al oeste de Hatla está el pueblo de Al Sawa; allí encuentro los
restos de otros tres lugares sagrados chiíes que también han volado los
combatientes armados hace unos 10 días. De nuevo, los residentes atribuyen los
ataques a “islamistas radicales”. Estos ataques parecen dirigidos a transmitir
un mensaje claro a los chiíes desplazados que ahora residen en la zona: no
pueden regresar.
Como
ocurre con tanta frecuencia en el conflicto sirio, es la población civil la que
sufre las peores consecuencias de la espiral de violencia. En Deir Ezzour, como
en otras partes, el sufrimiento además está insensibilizando a la población
civil, que se siente cada vez más abandonada por el resto del mundo. Cuando
conté a residentes de Deir Ezzour que mi intención era investigar lo sucedido
en Hatla, algunos manifestaron su desaprobación y otros intentaron disuadirme
de ir allí. Muchos demostraban a las claras su indiferencia por la difícil
situación de sus vecinos chiíes, y a otros les preocupaba que pudiera descubrir
algo que empañara la imagen de la sublevación siria.
El
dolor, la pérdida y la indignación pueden volver a las personas ciegas o
indiferentes al sufrimiento de los demás. Es algo que he comprobado con
demasiada frecuencia en los numerosos conflictos y guerras sobre los que he
trabajado todos estos años, y Siria no es diferente. Cuanto más se prolongue un
conflicto donde la brutalidad va en aumento, peores serán los daños en la
estructura misma de la sociedad siria y más tardarán en cerrarse las heridas
del conflicto.
Por eso
es más censurable si cabe la inacción de la comunidad internacional. Si los
dirigentes mundiales hubieran tenido la voluntad política de superar sus
divisiones y hubieran presionado antes a las partes enfrentadas en este conflicto
para que resolvieran la crisis, se habrían salvado miles de vidas. Ahora es tal
la gravedad de la crisis en Siria que resulta infinitamente más difícil
abordarla. Pero mirar hacia otro lado no es la solución. Si el Consejo de
Seguridad de la ONU remite la situación de Siria a la Corte Penal
Internacional, estará transmitiendo un mensaje contundente a todos los que
cometen crímenes de guerra en uno y otro bando del conflicto, gobierno y
oposición por igual. Es posible que muchos decidan actuar de otro modo si ven
como una posibilidad real su procesamiento por esos crímenes.
Donatella
Rovera. Investigadora experta de Amnistía Internacional sobre la respuesta a la
crisis
Amnistía
Internacional.org. 12/09/13